«Reformador franciscano, excepcional asceta. Un hombre que decidió
inmolarse por amor a Cristo infligiéndose severísimas penitencias. Fue
amigo y consultor de santos, aclamado por prelados, nobles y plebeyos»
San Pedro de Alcántara - © GLP - ZENIT |
(ZENIT- Madrid).- Hoy festividad del apóstol san Lucas, la
Iglesia celebra también la vida de este gran penitente y reformador
español, que vino al mundo en un siglo cuajado de santos como Ignacio de
Loyola, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Juan de Dios, Juan de Ávila,
Francisco de Borja y Francisco Solano, entre otros, para unirse a esta
pléyade de heraldos de Cristo.
Vio la luz hacia 1499 en Alcántara, Cáceres, noble tierra extremeña,
cuna de conquistadores. Y habría de emularlos siguiendo los pasos de su
santo fundador, Francisco de Asís, arrebatando incontables conversiones
con sus extraordinarias mortificaciones y disciplinas. Estaba dotado de
una memoria prodigiosa, excepcional inteligencia, y una voluntad
invencible, todo lo cual puesto a los pies de Cristo, como hizo él, no
podía por menos que revertir en una cascada de bendiciones. Fue un
hombre de gran finura de trato, con una potencia taumatúrgica
excepcional. El magnetismo de su virtud inundaba los corazones de
quienes le escuchaban.
Su padre, gobernador de Alcántara, se ocupó de que recibiese esmerada
educación en Salamanca. Allí estudió filosofía y derecho. Rozaba el
umbral de la juventud y ya cursaba leyes. De hecho al cumplir los 16
años, había aprobado el primer curso. Espiritualmente sabía lo que
quería. Pero el seguimiento tiene siempre un coste: el completo abandono
en las manos de Dios. Y cuando se posa en el alma la invitación del
Altísimo, ésta puede debatirse entre el temblor de un amor incomparable
que le desborda, y la luz aparentemente inextinguible de un mundo que no
termina de desvanecerse pugnando por cegarla. En ese estío Pedro
vacilaba entre dos clásicos caminos, incompatibles entre sí: el mundo y
Dios, y tuvo que hacer frente a un abanico de tentaciones que iban y
venían sin darle respiro. En esas se encontraba, sosteniendo con firmeza
las bridas de la fe, cuando fue en pos de unos religiosos franciscanos
descalzos que pasaban por su localidad natal y a los que vio transitar
delante de su propia casa. No tuvo que salir a buscarlos siquiera; los
tuvo a la mano. Tampoco consultó a sus progenitores; al verlos los
siguió, escapándose con ellos.
Profesó en 1515 en el convento de Majarretes, colindante a la
localidad de Valencia de Alcántara, cercana a Portugal. La infancia del
santo se había caracterizado por su piedad y caridad encarnadas en una
oración continua. El convento era un paraíso para alguien como él que
iba a entrar en los anales de la ascética por su celo en conquistar la
santidad sin ahorrar sacrificios. Allí pudo dar rienda suelta a su
ardiente amor por la Santísima Trinidad y su tierna devoción por María.
Sintiéndose arrebatado, y ya signado por favores sobrenaturales, vivía
exclusivamente para Dios, ajeno, podría decirse, a toda necesidad y
particularidades de este mundo. Todo ello aderezado por sus
mortificaciones y durísimas penitencias, que a muchos podrían parecerles
inauditas. En su inmolación amorosa llegó un momento en que perdió el
sentido del gusto, la tierra era su lecho, un clavo en la pared su
almohada, las noches una vigilia de oración, etc. Fue portero,
barrendero, cocinero y hortelano. La cocina le dio algunos sinsabores
porque se distraía y le reconvenían por ello. Nombrado superior de
varios conventos desempeñó esta misión ejemplarmente.
Como predicador no tenía precio. Quienes le oían (buscaba que el
auditorio fuese de gente pobre) se convertían, sintiendo que sus
palabras procedían directamente del cielo. Era aclamado por obispos,
reyes y plebeyos. Buscando la soledad de la oración, fue a Lapa donde
escribió un texto sobre la misma. En 1556 en El Pedroso reformó la Orden
de «estricta observancia» que fue aprobada por el papa. En 1560 conoció
a Teresa de Jesús y la ayudó espiritualmente con su claridad y
experiencia para que pudiese dilucidar el trasfondo de las visiones que
tenía, poniéndola en contacto, además, con expertos y virtuosos
confesores. Su apoyo fue decisivo para que ella pudiera llevar a cabo la
reforma carmelitana.
Teresa hizo este impactante retrato de él, que tanto conmueve, máxime cuando procede de la autoridad de una santa como ella: «Me
dijo que en los últimos años no había dormido sino unas poquísimas
horas cada noche. Que al principio su mayor mortificación consistía en
vencer el sueño, por lo cual tenía que pasar la noche de rodillas o de
pie. Que en estos 40 años jamás se cubrió la cabeza en los viajes aunque
el sol o la lluvia fueran muy fuertes. Siempre iba descalzo y su único
vestido era un túnica de tela muy ordinaria. Me dijo que cuando el frío
era muy intenso, entonces se quitaba el manto y abría la puerta y la
ventana de su habitación, para que luego al cerrarlas y ponerse otra vez
el manto lograra sentir un poquito más de calor. Estaba acostumbrado a
comer solo cada tres días y se extrañó de que yo me maravillase por eso,
pues decía, que eso era cuestión de acostumbrarse uno a no comer. Un
compañero suyo me contó que a veces pasaba una semana sin comer, y esto
sucedía cuando le llegaban los éxtasis y los días de oración más
profunda pues entonces sus sentidos no se daban cuenta de lo que sucedía
a su alrededor. Cuando yo lo conocí ya era muy viejo y su cuerpo estaba
tan flaco que parecía más bien hecho de raíces y de cortezas de árbol,
que de carne. Era un hombre muy amable, pero solo hablaba cuando le
preguntaban algo. Respondía con pocas palabras, pero valía la pena
oírlo, porque lo que decía hacía mucho bien…».
Murió el 18 de octubre de 1562 en Arenas de San Pedro, Ávila. Hizo
muchos milagros. Se apareció varias veces a Teresa que reconoció haber
obtenido por medio de él, cuando se hallaba en la gloria, «enormes
favores de Dios». En una de esas ocasiones le confió: «Felices sufrimientos y penitencias en la tierra, que me consiguieron tan grandes premios en el cielo». Gregorio XV lo beatificó el 18 de abril de 1622. Clemente IX lo canonizó el 28 de abril de 1669.
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