«Abad cisterciense español. Obispo de Vic. Un jurista errante en
el camino de su profesión, que fue sorprendido por la enfermedad, y
viendo en ello la mano de Dios mudó por completo su conducta y le
entregó su vida»
San Bernardo Calbó - © wikimedia commons |
(ZENIT – Madrid).- Era español, hijo de uno de los
caballeros que rescató Tarragona de manos de los infieles, y se
estableció en esa región en la época de la Reconquista; por tanto,
Bernardo pertenecía a una familia de relevancia social. Nació en 1180 y
fue el tercero de cinco hijos, tres hermanos y una hermana. Creció en la
masía de Calbó, y cuando llegó la hora de orientar su futuro
profesional se decantó por las leyes. Posiblemente estudió esta carrera
en la universidad de Bolonia, como hizo san Raimundo de Peñafort,
contemporáneo suyo, aunque los datos de esta etapa de su vida no han
podido ser contrastados con rigor por parte de los hagiógrafos. En 1209
se le sitúa en Tarragona, asistiendo jurídica y administrativamente al
arzobispado. Su quehacer en esa época pudo no estar guiado por el juicio
de Dios y sí por el de esa clase de hombres que no tienen
consideraciones a la hora de proceder. Hasta que una grave enfermedad le
dio un toque de alerta definitivo alrededor de sus 30 años.
Vislumbrando la voluntad de Dios, y fallecido ya su padre, con la
salud recobrada en 1215 se unió a la comunidad cisterciense de Santes
Creus, Tarragona. Dio este paso en contra del parecer de los suyos, que
es el signo compartido por quienes sintiéndose llamados por Dios se
deciden a seguirle afrontando el veto que en sus propios hogares pueden
querer imponerles. Ha sido frecuente en todas las épocas de la historia
que los más cercanos se dispongan a dar su beneplácito a los hijos si la
vía del matrimonio es la elegida, pero no han sido siempre tan
benévolos cuando éstos piensan establecer su compromiso con Dios. Toda
la apertura, la comprensión y aceptación –a veces de lo objetivamente
dañino–, que tantos jóvenes reciben hoy día de sus progenitores, se
torna en intransigencia en no pocas ocasiones cuando se trata de dar
alas a la vocación religiosa.
En su propio tiempo, Bernando, haciendo caso omiso del juicio
negativo que su decisión había suscitado en sus parientes, al integrarse
en el monasterio generosamente legó sus pertenencias a su madre y al
resto de su familia en un testamento redactado ese mismo año 1215 que
revocaba otro anterior. Extrayendo el néctar de la regla cisterciense,
fiel al evangelio, hizo de la caridad el hilo conductor de su entrega,
única vía para alcanzar la unión con las Personas Divinas. Era bien
conocido por los tarraconenses por tratarse de uno de los canónigos de
la catedral, elegido también su vicario. Durante doce años de
austeridad, oración y penitencia, aquilató su donación en el convento.
Fueron sus edificantes virtudes las que se tuvieron en cuenta en el
momento en que se planteó la sucesión del abad Ramón cuando éste
falleció. Nadie dudó de que Bernardo sería el idóneo para proseguir
manteniendo el espíritu observante del monasterio. Y en torno a 1225
asumió esta responsabilidad.
Su labor apostólica no se limitó a la formación de los monjes, sino
que fue director espiritual de las religiosas cistercienses de
Valldonzella. Esta comunidad se había establecido en Santa Creu d’Olorde
en las cercanías de Vallvidrera y quedaron sujetas (fueron donadas) por
iniciativa del obispo de Barcelona, Berenguer de Palou, quien las puso
bajo la tutela de la Orden del Císter, dependiente del monasterio de
Santes Creus. El abad Bernardo fue cofundador de esta comunidad que bajo
su amparo vivió una época de gran florecimiento apostólico. También
contribuyó a mantener vivo el espíritu reformador de la abadía
cisterciense de Ager, Lérida.
En esta época de reconquista, dos figuras señeras de la historia
mallorquina, Ramón y Guillermo de Montcada, muy estimados por el rey
Jaime I el Conquistador, se disponían a partir a Mallorca para
rescatarla. Antes se despidieron del abad Bernardo y se sintieron
confortados con su consejo y aliento. Ambos murieron en la batalla de
Porto Pi, y a Bernardo le tocó dar cristiana sepultura a sus restos en
el monasterio de Santes Creus. En 1230 integró el grupo de electores,
entre los que se hallaba san Raimundo de Peñafort, y unidos al arzobispo
de Tarragona designaron al obispo de la reconquistada Mallorca. Entre
tanto, los rasgos de su piedad y caridad se prodigaban dentro y fuera de
la comunidad. Manifestaba una predilección por los enfermos.
Cuando el prelado Guillermo de Tavertet dejó vacante la sede de Vic,
Bernardo fue elegido para sucederle dada su trayectoria espiritual y
apostólica. A su esmerada formación teológica se unía la prudencia,
discreción y exquisitez en el trato. Asumir este oficio supuso para él
una contrariedad. Su vocación se hallaba en el silencio del claustro.
Pero convencido de que el nombramiento obedecía a la voluntad divina, lo
acogió e implantó el espíritu monástico en la sede episcopal. Convivió
junto a una comunidad de cuatro monjes que le acompañaron hasta su
muerte secundándole en todas las tareas de su ministerio que,
naturalmente, tenían el signo de la auténtica consagración. Bernardo fue
un insigne Pastor que veló por la liturgia y por la formación de los
sacerdotes. Fue enérgico y exigente con su forma de vida. Se distinguió
también por la modestia, la generosidad, la bondad, y la caridad. En el
ejercicio de su misión llevó consigo la reconciliación y la paz.
El papa Gregorio IX, conocedor de sus virtudes y valía pastoral,
pensó en él para luchar contra los valdenses designándole inquisidor en
1232. El santo monje luchó contra los albigenses, y se implicó en la
guerra de Valencia firmando la capitulación en 1238. Por su valor fue
recompensado por el rey Jaime I. En 1239 y en 1243 participó en sendos
concilios provinciales. El 26 de octubre de este último año entregó su
alma a Dios con fama de santidad. Antes de cumplirse seis meses de su
muerte su vida comenzó a ser examinada por una comisión de canónigos. En
1338 se abrió el proceso de su canonización. Clemente XI en un breve apostólico fijó la fecha de su celebración dentro del císter el 26 de septiembre de 1710.
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