«Este sacerdote, talentoso escritor y poeta, enamorado de Cristo y
devoto de María, engrosa el importante número de mártires de la
Cristiada que sacudió México entre los años 1926 y 1929»
San Rodrigo Alemán - México (pd) |
(ZENIT – Madrid).- Este valeroso mártir de la fe nació en la
localidad mejicana de Sayula, Jalisco, el 13 de marzo de 1875. Era el
mayor de una numerosa prole compuesta por doce hermanos. En 1888 ingresó
en el seminario auxiliar de Zapotlán el Grande, (actual Ciudad Guzmán).
Estudioso y ejemplar en su forma de vida, mostraba también sus dotes
como literato y, de hecho, cultivó la prosa y la poesía con acierto. Sus
reflexiones tenían un sesgo apostólico y la prensa de Ciudad Guzmán no
tenía reparos en insertar en sus páginas artículos suyos que versaban
sobre el Santísimo Sacramento, la Virgen María, y otros temas eclesiales
y pastorales que reportaban gran bien a los lectores. Fue consagrado
diácono en enero de 1903 en el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe,
de Guadalajara. Y a la Virgen se encomendaría siempre.
Ordenado sacerdote ese mismo enero de 1903 por el arzobispo de la
capital, José de Jesús Ortiz, depositó en el regazo de la Virgen de
Guadalupe su consagración. Emprendió una labor pastoral por diversos
lugares, entre los que se hallaban Atotonilco, Lagos de Moreno, La Yesca
y Nayarit, donde evangelizó y bautizó a indios huicholes, algunos de
avanzadísima edad (superaban el centenar de años) que escuchaban por vez
primera el nombre de Jesús. Sucesivamente fue párroco y capellán de
distintas parroquias y haciendas; vicario cooperador en Sayula y en
Zapotiltic, hasta que en julio de 1923, a la muerte del párroco, fue
designado para sucederle. En todos los lugares por los que pasó iba
dejando su impronta apostólica de paciencia y caridad en las gentes, lo
que ponía de relieve la autenticidad de su vocación sacerdotal.
Incrementaba el apostolado de la oración, fomentaba círculos de estudio y
fortalecía los existentes, además de poner en marcha asociaciones
dirigidas a los laicos.
En una ocasión peregrinó a Tierra Santa plasmando en la
obra Mi viaje a Jerusalén la honda impresión espiritual que le causó.
Sintió entonces un profundo anhelo de morir mártir. El 20 de marzo de
1925 fue nombrado párroco de Unión de Tula, y ese mismo afán de derramar
su sangre por Cristo estuvo presente en sus oraciones. Es como si
tuviese el secreto presentimiento de que se cumpliría esa súplica. Quizá
por eso rogó a sus más cercanos que lo encomendaran ante Dios en sus
peticiones, uniendo a las suyas ese ardiente deseo martirial que
compartió con ellos. Pronto serían escuchadas.
En efecto, el estío de 1926 trajo las primeras
turbulencias con la suspensión del culto decretado por las autoridades
civiles. Y el 12 de enero de 1927 sufrió persecución simplemente por su
condición sacerdotal. Busco refugio en un rancho, pero fue delatado por
el propietario. Se fugó nuevamente y llegó a Ejutla el 26 de enero.
Durante unos meses pudo permanecer a resguardo, acogido por las
adoratrices de Jesús Sacramentado en el colegio de San Ignacio; incluso
llegó a administrar los sacramentos y oficiar la misa. Previendo cómo
iba a ser el fin de sus días, había dicho: «Los soldados nos podrán
quitarla vida, pero la fe nunca».
El 27 de octubre de ese año 1927 un ejército compuesto
por 600 federales al mando del general Izaguirre, y otros agradistas
capitaneados por Donato Aréchiga, invadieron Ejutla y asaltaron el
convento. Ni Rodrigo ni otros sacerdotes y seminaristas pudieron
escapar. Cuando uno de los estudiantes, que después logró huir, intentó
ayudarle, le dijo: «Se me llegó mi hora, usted váyase». Aún a costa de
su vida, poco antes de ser apresado logró destruir expedientes de
seminaristas. Fue por eso que quedó a merced de los soldados que le
detuvieron, aunque no hubiera podido llegar lejos porque tenía
lastimados los pies. Dispuesto a todo, cuando le pidieron que se
identificase, respondió: «¡Soy sacerdote!». Tal como supuso, esta
respuesta desencadenó una turba de injurias y chanzas soeces que le
acompañaron al lugar de su martirio. La venganza de un cabecilla al que
vetó un matrimonio ilegítimo estaba en marcha.
Poco después se despedía de otros seminaristas y
religiosas con un emocionante y esperanzador: «Nos veremos en el cielo».
Lo decía porque todos ellos habían sido apresados como él, aunque iban a
ser conducidos a lugares distintos para ser ajusticiados. El padre
Aguilar afrontaba su destino serenamente, rogando: «Señor, danos la
gracia de padecer en tu nombre, de sellar nuestra fe con nuestra sangre y
coronar nuestro sacerdocio con el martirio ¡Fiat voluntas tua!». El 28
de octubre, de madrugada, fue conducido a la plaza de Ejutla. Lo
dispusieron para morir ahorcado mientras bendecía y perdonaba a sus
verdugos, incluso a uno de ellos le obsequió con su rosario. Este es el
talante de los mártires, sin excepción. Bondadosos, generosísimos,
inundados de fe y de caridad, llenos de esperanza, sin emitir juicio
alguno contra nadie, dispuestos a unirse a la Pasión redentora de Cristo
en rescate de quienes se han dejado atrapar en las viscosas redes del
odio. De otro modo, hubieran renegado de su creencia.
Con la soga en el cuello, instrumento de su martirio que antes había bendecido, Rodrigo respondió a la pregunta «¿Quién vive?»…, que le formularon en tres ocasiones mientras iban tensando la gruesa cuerda: «Cristo Rey y Santa María de Guadalupe».
Este fue su último testimonio de fe. Pronunció por tercera vez estas
palabras cuando apenas tenía aliento, entregando su alma a Dios. Luego
lo abandonaron dejando que su cuerpo pendiese del corpulento árbol de
mango durante horas. Fue beatificado por Juan Pablo II el 22 de
noviembre de 1992, quien lo canonizó el 21 de mayo del año 2000.
in
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