«Religioso franciscano. Predicador, reformador, incansable
apóstol, consultor de pontífices, gran jurista y diplomático. Aclamado
en Europa y considerado ‘padre devoto’ y ‘varón santo’. En California
continúa honrándose su memoria»
San Juan de Capistrano (WIKIMEDIA COMMONS) |
(ZENIT – Roma).- Juan es otro de esos grandes hombres que
pusieron sus talentos al servicio de Cristo y su Iglesia, logrando con
la oración y heroica entrega que germinase el Evangelio por doquier.
Obtuvo la gloria del cielo y la inmortalidad en el mundo, ésta sin
perseguirla. Llevó la bandera de la fe por toda Europa mientras la
recorría incansablemente de punta a punta; fue el escenario de su vida y
quehacer apostólico. Nunca salió de estos confines y, sin embargo,
desde hace siglos California honra su memoria gracias a la humilde
misión que su excelso hermano fray Junípero Serra estableció allí en
1776, la más conocida de las que implantó; por algo se le ha denominado
«joya de las misiones». Justamente en esa fundación tiene su origen la
ciudad que lleva el nombre de este santo. Después de una catástrofe
natural y de diversos vaivenes que la dejaron malparada, comenzó a
recobrar su esplendor a finales del s. XIX.
Nació Juan el 24 de octubre de 1386 en Capistrano, L’Áquila, Italia. Cursó derecho en Perugia y allí alcanzó tal prestigio como jurista que Ladislao di Durazzo, rey de Nápoles, lo nombró gobernador de la ciudad. En 1416 intervino como pacificador entre las facciones de Perugia y Malatesta, que se hallaban enfrentadas, y fue hecho prisionero. En la cárcel sufrió una radical transformación. Reflexionó sobre la vida que había llevado, y en un sueño san Francisco lo invitó a unirse con sus discípulos. Eso hizo Juan al ser liberado, después de salir victorioso de interna lucha. Aplacadas las voces contradictorias que brotaban dentro de sí, el único impedimento que podría haber tenido era un matrimonio anterior que, por graves razones de peso, cuando ingresó en la cárcel ya se había anulado.
Se hizo franciscano en Perugia en octubre de 1416, a la edad de 30
años. Primeramente fue destinado a misiones humildes. En ese momento la
necesidad de regresar a la observancia primitiva gravitaba sobre la
comunidad, instada por san Bernardino de Siena. Ambos entablaron
entrañable amistad. Bernardino le enseñó teología y Juan le correspondió
estando a su lado; le defendió frente a las acusaciones de herejía.
Además compartieron similares bríos que les llevaron a preservar la fe
frente a los infieles. Aún no había sido ordenado, y Juan comenzó a
destacar en la predicación. A los 33 años recibió ese sacramento.
Entonces el papa le nombró inquisidor de los fraticelos, y emprendió una
misión itinerante por distintos estados europeos. Combatió las herejías
de los husitas, participó en la dieta de Frankfurt y fue artífice de la
unidad entre los armenios y Roma. De forma reiterada le designaron
vicario general de la observancia, fue nuncio apostólico en Austria,
etc.
Hacía poco que era sacerdote cuando dijo: «Aunque no tengo la última
responsabilidad, estoy decidido a invertir todas mis fuerzas, hasta el
último momento de mi vida, en defensa del rebaño de Cristo». Lo
demostró. Era un hombre de oración, gran penitente. Su rostro era, en sí
mismo, un tratado de vida ascética. Dormía dos horas y, a veces, una
sola; austero en sus alimentos, templado y prudente en sus juicios, todo
caridad y dulzura, entregado por completo a su prójimo. Las huellas del
rigor que se impuso iluminaban sus ojos; eran una candela viva de amor a
Cristo. La gente le seguía y le escuchaba enfervorizada, viendo en su
llamada a la conversión una invitación del cielo. En Brescia predicó
ante 126.000 personas. Su fama a la hora de sanar a los enfermos le
precedía, y muchos intentaban tomar como reliquia trozos de su túnica.
Sabiendo el valor de la formación, instó a sus hermanos al estudio:
«Ninguno es mensajero de Dios si no anuncia la verdad; y no puede
anunciar la verdad quién no la conoce; y no puede conocerla si no la
aprendió […]. Deben encontrar el tiempo para dedicarse a las letras y a
las ciencias… para no tentar a Dios con vanas presunciones…».
Los pontífices contaron con él valorando sus excelentes dotes para la
diplomacia, su prudencia y fidelidad a la Sede de Pedro. Tanto Martín
V, como Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III le encomendaron diversas
causas delicadas que solventó admirablemente. Declinó ser obispo en tres
ocasiones; prefería mantener la misión de predicador. En 1430 se
implicó en un asunto que incumbía directamente a su Orden: la unidad.
Para lograrla propuso las constituciones martinianas (en honor de Martín
V), pensando que con ellas podría mediar entre las dos tendencias
polarizadas que surgieron entre los franciscanos: el laxismo y el
rigorismo. No tuvo éxito en su empeño. Sufrió críticas e incomprensiones
internas, que se unieron a otras externas.
Fue un ardoroso defensor de la fe en lugares de batalla. Animaba a
las tropas a luchar bravamente por Cristo: «Sea avanzando que
retrocediendo, golpeando o siendo golpeados, invoquen el nombre de
Jesús. Solo en Él está la salvación y la victoria». La última en la que
participó fue en 1456, en Belgrado, obteniendo la victoria con su fe;
tenía entonces 70 años. Tres meses más tarde, el 23 de octubre de ese
año, murió en Vilak a causa de la peste. En aras de su proverbial
obediencia al pontífice hubiese ido donde fuera. Así se lo había
confesado a san Bernardino: «Soy un viejo, débil, enfermizo… No puedo
más… Pero si el papa lo dispusiera de otra forma, lo acepto, aunque deba
arrastrarme medio muerto, o bien debiera atravesar barreras de espinas,
fuego y agua». Pero Dios había previsto que entregase su sangre después
de haber participado heroicamente en esta guerra contra el turco.
El legado que dejaba a sus hermanos, a la Iglesia y a la posteridad
era, como el de todos los santos, un compendio de virtudes heroicas
desplegadas sin descanso por amor a Cristo. Tan aclamado en Europa que
se le ha considerado «stella Bohemorum», «lux Germanie», «clara fax
Hungarie», «decus Polonorum», también «padre devoto» y «varón santo».
Inocencio X lo beatificó el 19 de diciembre de 1650. Alejandro VIII lo
canonizó el 16 de octubre de 1690.
in
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