«Este gran predicador era conocido como ángel del Apocalipsis porque
con pasajes de este texto recordaba a los impenitentes el juicio que les
aguardaba. Durante tres décadas evangelizó España, Italia, Suiza y
Francia»
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San Vicente Ferrer - Wikimedia Commons |
(ZENIT – Madrid) – Nació en Valencia, España, el 23 de enero de 1350.
Hijo de un prestigioso notario, tuvo cinco hermanos. Junto a sus
devotos padres experimentó el amor a Cristo y a María desde su más
tierna infancia. Ellos le incitaron a realizar alguna penitencia todos
los viernes en memoria de la Pasión, y otro tanto hacía los sábados en
honor a la Virgen. Estas prácticas las mantuvo vivas hasta el fin de sus
días. Su inclinación a socorrer a los pobres se manifestó en esta
temprana edad. En conjunto, su biografía aparece engarzada con las
virtudes que le adornaron y numerosos prodigios celestiales con los que
fue favorecido. Su trayectoria espiritual discurrió por senderos
penitenciales. Y, de hecho, no se libró de tentaciones que intentaron
perturbar sus altos anhelos. Como el diablo siempre se halla al acecho
de la «presa» que puede perder si, como era su caso, se trata de alguien
seducido por el amor de Dios, se alió con su aspecto para tratar de
inducirle al mal. Porque el muchacho era bien parecido y suscitaba
pasiones en algunas mujeres. Dos de dudosa vida se propusieron
conquistarle sin éxito y atentaron contra su fama sembrando calumnias.
Las cotas que Vicente se había impuesto no tenían fronteras. Aunaba
inteligencia y virtud, todo lo cual no pasó desapercibido para los
dominicos que se ocuparon de su formación. Éstos, diezmados por la
temible peste negra, pero sobre todo conmovidos por el ejemplo del
aplicado joven, no dejaron escapar esta gran vocación que acogieron
gozosos en la comunidad. El santo profesó en 1370. Después,
satisfactoriamente cursó estudios de filosofía y teología, que
culminaron con un doctorado en esta última disciplina obtenido con la
máxima calificación. A partir de entonces se dedicó a ejercer la
docencia en las universidades de Valencia, Barcelona y Lérida.
Cinco años más tarde fue ordenado sacerdote. El germen del Cisma de
Occidente, que ya estaba larvado, no tardaría en saltar a la palestra.
Cuando lo hizo, en el año 1378, Vicente sufrió por la gravísima
divergencia y confusión creada entre los partidarios de Avignon y los de
Roma. Él se había decantado por Benedicto XIII, a quien consideró
legítimo pontífice; estaba bajo su amparo en Avignon. Pero este
conflicto eclesial le afectó tan seriamente que peligró su vida.
Entonces, una locución divina que se produjo el 3 de octubre de 1398 le
rescató de una eventual muerte, diciéndole: «¡Vicente! Levántate y vete a
predicar». Esta manifestación sobrenatural fue un poderoso resorte que
modificó el rumbo de su existencia.
Una de sus grandes inquietudes fue restituir la unidad de la Iglesia.
Y si primeramente reconoció al sucesor de Pedro en Benedicto XIII,
quien se propuso concederle la dignidad episcopal y la cardenalicia,
honores que Vicente rechazó, después mostró inequívoco apoyo al
pontífice de Roma. Su intervención en el conflicto propició que altos
mandatarios europeos, comenzando por los que estaban al frente de la
Corona de Aragón, prestasen fidelidad al legítimo papa. En 1417, un año
después de que Vicente culminara su particular campaña, era elegido
Martín V.
Contó con un excelente recurso: su gran oratoria. Un poderoso imán
para las muchedumbres. Además de su lengua nativa, dominaba el latín y
tenía nociones de hebreo. Hubiera sido insuficiente para haberse hecho
entender en las distintas naciones en las que su predicación floreció.
Pero el hecho prodigioso es que los fieles comprendían perfectamente lo
que decía porque le oían en su propia lengua. El objetivo de Vicente era
la conversión de los pecadores. Durante treinta años evangelizó
incansablemente por el norte de España, Italia y Suiza, así como en el
sur de Francia, siempre en lugares abiertos para acoger a millares de
personas, con grandes frutos espirituales. Se cuentan por decenas de
miles los musulmanes que convirtió. Eran sermones que se prolongaban
durante varias horas seguidas, pero nadie daba muestras de cansancio.
Tenía la capacidad de mantener la atención en el auditorio con el tono y
modulaciones de su voz. Pero, sobre todo, con la pasión que ponía en lo
que decía. Huyendo de lenguajes artificiosos y recargados, supo
traslucir a Dios. ¿Cómo? Orando. Es la clave de todos los santos. Antes
de predicar se retiraba durante varias horas. Y la gracia se derramaba a
raudales. Cada persona se sentía particularmente interpelada e invitada
a vivir el amor a Dios. Las conversiones eran públicas, y los
penitentes no se avergonzaban de reconocer sus pecados ante la
concurrencia. Muchos sacerdotes le acompañaban para poder confesarlos a
todos. Alabanzas, lágrimas de arrepentimientos, rezos…, eran el broche
de oro de cada una de sus intervenciones.
Tenía autoridad moral porque su vida era sencilla y austera. Era
íntegro, auténtico. Ayunaba, dormía en el suelo, y se trasladaba a pie
para ir a las ciudades. Solo al final de sus días, como enfermó de una
pierna, recorría los lugares en un humilde jumento. Tanta bondad
resumida en su persona conmovía de tal modo a la gente que, enardecida
por sus palabras, intentaban robarle trozos de su hábito a modo de
reliquia. Para evitar males mayores, unos hombres se ocupaban de darle
escolta. Algunos lo denominaron «ángel del Apocalipsis» ya que solía
recordar los pasajes del texto evangélico donde se advierte de lo que
espera a los impenitentes. Por donde pasaba erradicaba vicios sociales y
personales. Él se sabía pecador, y repetía: «Mi cuerpo y mi alma no son
sino una pura llaga de pecados. Todo en mí tiene la fetidez de mis
culpas». Ya envejecido, débil y lleno de enfermedades, le ayudaban a
subir al lugar donde debía impartir el sermón. Entonces se transformaba.
Y la gente volvía a ver en él al hombre vital y entusiasta que
conocieron, y se contagiaban de su ardor apostólico. Murió en Vannes,
Francia, predicando, como había vivido, el 5 de abril de 1419, Miércoles
de Ceniza. Tras de sí dejaba también muchos milagros. Fue canonizado
por Calixto III el 29 de junio de 1455.
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