«Un genio del bien, aclamado como canónigo bueno, un ángel de caridad para los pobres y enfermos. Fundador de los Hermanos de José B. Cottolengo, de los ermitaños del Santo Rosario y los sacerdotes de la Santísima Trinidad»
San Benito Cottolengo, (Wikimedia -Artepiemonte.It Pd) |
(ZENIT – Madrid).- Los «cottolengos» impulsados por José quizá sean más conocidos que él mismo. Nació el 3 de mayo de 1786 en localidad italiana de Bra, Cuneo. Fue el primogénito de doce vástagos nacidos en medio de los trágicos sucesos de la Revolución francesa que afectó también al Piamonte. En medio de la clandestinidad impuesta a los creyentes, cursó estudios para ordenarse. Y viendo que revestían gran dificultad para él, se encomendó a santo Tomás de Aquino a quien atribuyó haber aprobado todos los exámenes. El 8 de junio de 1811 recibió el sacramento del orden en la capilla del seminario de Turín. Allí había conocido a san Juan Bosco.
Siendo vicepárroco de Corneliano d’Alba dio muestras de su celo apostólico. Celebraba la misa a las tres de la madrugada para que los campesinos pudieran participar en ella antes de iniciar su jornada laboral. Les animaba diciéndoles: «La cosecha será mejor con la bendición de Dios». Al doctorarse en teología en 1816 se integró en la congregación de canónigos de la iglesia del Corpus Domini en Turín, pero su camino sería otro. El testimonio de su ardiente caridad indujo a los feligreses a denominarle el «canónigo bueno», juicio compartido por los miembros del cabildo. Uno de ellos manifestó: «Hay más fe en el canónigo Cottolengo que en todo Turín».
El ejemplo de san Vicente de Paúl, que le impresionó al leer su biografía y enseñanzas, supuso una gran transformación para él. Y el hecho luctuoso que sucedió el 2 de septiembre de 1827 selló su vida. Una mujer francesa, Juana M. Gonnet, que viajaba desde Milán a Lyón junto a su esposo y a tres hijos, gestante en sexto mes de embarazo, requería inmediata atención por hallarse gravemente enferma. El santo la condujo a un cercano hospital, pero le negaron el auxilio. Primeramente por cuestiones burocráticas, ya que era extranjera, y después por carencia elemental de medios para costearse el tratamiento. Rápidamente la trasladó al hospicio de maternidad con los mismos resultados. Impotente y apesadumbrado, José intentó que la vieran en otros centros, pero la mujer falleció en sus brazos en medio de muchos sufrimientos. Profundamente desolado, se dijo: «Esto no puede volver a ocurrir. Debo hacer algo para que la gente desamparada tenga un sitio al que acudir».
Se desprendió de todo lo que tenía, incluido el manto, y comenzó su acción caritativa el 17 de enero de 1828 en una habitación que alquiló ex profeso. Puso en ella cuatro camas y abrió el hospital «Volta Rossa». En su empeño le ayudaron el Dr. Lorenzo Granetti, el farmacéutico Pablo Anglesio, y Mariana Nasi Pullini, viuda y con muchos recursos, que rigió el centro y le proporcionó los medios para ponerlo en marcha. Dio a esta obra el nombre de Damas de la Caridad. En tres años había 210 internados y 170 asistentes, aunque después fundó una congregación dedicada expresamente a la atención de personas desvalidas, designando superiora a Nasi.
En 1831 el hospital fue clausurado por las autoridades de Turín temerosas de que se propagase a través de él la epidemia de cólera que devastaba el país. Esta decisión era un contratiempo. Pero José, seguro de que la voluntad de Dios está detrás de cualquier circunstancia que rodea a la vida, pensó: «¿Por qué esta orden, que parece absurda y sin piedad no puede ser providencial?». Y como era un santo, lejos de venirse abajo, sintiéndose fortalecido no perdió el tiempo. Al ver que nuevamente los pobres y enfermos se veían en el más absoluto desamparo, se estableció en otro barrio, en Valdocco y fundó la Pequeña Casa de la Divina Providencia. Con el tiempo se convertiría en un magnífico hospital en el que serían atendidos hasta 10.000 pacientes. Por orden suya en la puerta se esculpió: «La caridad de Cristo nos anima». Su excelsa labor y sus grandes virtudes fueron de gran influjo para la vida de san Luís Orione.
En 1833 fundó la congregación de Hermanos de San Vicente, actuales Hermanos de José B. Cottolengo. Instituyó también los ermitaños del Santo Rosario y los sacerdotes de la Santísima Trinidad. El diablo quiso poner coto a su desmedida entrega. Pero su fe en la divina Providencia espoleaba su admirable caridad y así inauguró nuevos pabellones donde podía acoger a enfermos sumidos en extrema pobreza. No dejaba a nadie desamparado. En sus centros recibían atención y cariño enfermos mentales, huérfanos, inválidos, abandonados y sordomudos. Dios le proporcionaba lo preciso para mantenerlos, cuidando a quienes los asistían a través de hechos ciertamente prodigiosos. Sabía de sobra que entrega y confianza, en Él unidas, revertían en grandes milagros. «Si falta algo es porque confiamos poco o nos hacemos indignos», hacía notar a los cercanos. Actuaba con sagacidad evangélica: «¡Aceptaremos más pobres!». Era como un lance dirigido al cielo: «si la divina Providencia nos ha de dar, es necesario que la casa esté vacía». Y su fe atraía la gracia que jamás tiene fondo: «el banco de la divina Providencia no conoce la bancarrota». El dinero o bienes materiales surgían no se sabe de dónde en el momento preciso, hecho que se produjo hasta unos días antes de morir. Él lo atribuía a María: «No tengan miedo, nuestra Señora está con nosotros nos protege y defiende».
En su oración no había más intenciones que el Reino de Dios y la santidad. Lo demás lo dejaba al arbitrio de Él. De hecho, un día en que más faltos de todo se hallaban, sus súplicas no eran que llegasen a la casa alimentos o medicinas, sino: «Señor: que se cumpla siempre tu santísima voluntad. Que te amemos. Que te obedezcamos. Que te hagamos amar y conocer». Su mucho trabajo e intensa dedicación debilitaron su salud. «El asno no quiere caminar», decía con humor al verse limitado. En 1842 el tifus se extendió sobre Turín afectando de lleno al santo, que falleció el 30 de abril de ese año. Benedicto XV lo beatificó el 29 de abril de 1917. Pío XI, que lo denominó «un genio del bien», lo canonizó el 19 de marzo de 1934.
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