«Ofreció su vida por la unidad de los cristianos. Esta religiosa
trapense falleció a los 25 años, consumando su afán victimal que, según
recordó, no se halla en la consecución de grandes obras, sino en la
ofrenda total del propio yo»
Beata María Gabriela Sagheddu (Santi e beati PD) |
(ZENIT – Madrid).- Nació en Dorgali, una localidad de la isla
italiana de Cerdeña, el 17 de marzo de 1914. Su padre trabajaba en el
pastoreo al servicio de otra persona. Fue la quinta de ocho hermanos.
Era una joven idealista y activa que no se detenía ante nada cuando
estaba convencida de la grandeza de algo. Y aunque en su infancia y
adolescencia dio muestras de terquedad, siempre terminaba imponiéndose
su bondad. Así reflejaron su carácter quienes la conocieron: «Obedecía
refunfuñando, pero era dócil»; «decía que no y, sin embargo, iba
inmediatamente». En esta época en la que rondaba los 6 años de vida
había perdido a su hermano mayor y a su padre, todo lo cual influía en
el hogar. Y puede que, aún siendo tan niña, se reforzaran los rasgos de
una personalidad como la suya tendente a la rebeldía y al autoritarismo.
Entre sus aficiones destacaba la lectura y el juego de las cartas.
Dio un giro radical a su comportamiento cuando tenía 18 años, tras
fallecer una hermana tres años menor. Hay quienes ante una tragedia de
esta naturaleza se enfrentan a Dios o pierden su fe. A otros le sirve
para reconciliarse con Él. En ninguno de estos dos polos extremos frente
al dolor –hay otras respuestas– se hallaba la beata. Su caso, bastante
común, era el de quien sigue la vida con una cierta rutina hasta que es
golpeado por un hecho dramático. Pero al sufrir esta pérdida se
comprometió con la Acción Católica, se hizo catequista y comenzó a
acudir a misa recibiendo la comunión diariamente. Consciente de la
muralla que suponían sus debilidades para el progreso espiritual, se
afanó en corregirlas. En lo que se propuso: estudios, apostolado,
oración…, alcanzó altas cotas porque no escatimó esfuerzo, ni
sacrificios. Hubo pretendientes que se hubieran casado con ella, pero en
dos ocasiones rechazó las propuestas de matrimonio. A los 20 años
eligió el cister de Grottaferrata, vía sugerida por su confesor, para
entregar su vida a Cristo por completo. Conmovida por la misericordia
divina que le había trazado ese camino, exclamaba: «¡qué bueno es el
Señor!». La gratitud fue una de las virtudes que la adornaron.
Ingresó en la Trapa en septiembre de 1935. Confiada a la voluntad de
Dios, vivía desasida de sí misma, sabiéndose guiada por Él. Condensaba
este sentimiento haciendo notar: «ahora actúa Tú». Es lo que brotó de lo
más íntimo de su ser cuando le sobrevino la idea de que podría quedar
fuera del noviciado. Era servicial, dócil, noble. No le costaba aceptar
sus defectos y pedía perdón sin ampararse en justificación alguna. Solía
rezar el rosario que llevaba enlazado entre sus dedos en muchos
instantes del día. Discreta y abnegada, buscaba el ejercicio de labores
ingratas con sumo gozo. A veces le asaltaba un sentimiento de
incapacidad, pero la obediencia le ayudaba a progresar en la virtud y a
no dejarse llevar por el desánimo. «Estoy en el coro, porque la
reverenda madre lo ha querido así. Cantar sé bien poco, mas desafinar,
mucho. Por esto habría querido retirarme del oficio, pero la reverenda
madre no ha querido, diciendo que poco a poco aprenderé». En un momento
dado manifestó: «Ahora he entendido verdaderamente que la gloria de Dios
y el ser víctima no consiste en hacer grandes cosas sino en el
sacrificio total del propio yo».
Deslumbrada por la elección divina de la que había sido objeto,
confesaba por carta a sus allegados: «Él, mi Jesús, habría podido elegir
tantas otras almas más amantes, más puras, inocentes, más dignas. Pero
no, Él ha querido elegirme a mí, si bien yo soy indigna…». «Podéis
imaginar mi alegría… Rezad siempre para que sea fiel a mis obligaciones y
a mi regla, haciendo siempre la voluntad de Dios, sin ofenderle nunca y
así vivir feliz para toda la vida en su casa». Sabía que la obediencia
es llave de libertad: «Es una gran gracia vivir en el monasterio, donde
todas las acciones, aún las más viles, cuando son por obediencia,
aportan un gran mérito».
Poco a poco fue conquistando el anonadamiento sintetizado en esta
sencilla y profunda confesión: «Mi vida no vale nada; puedo ofrecerla
tranquilamente». En ese tiempo, el abad padre Couturier impulsaba un
movimiento ecuménico, y encomendó a la abadesa María Pía Gullini
celebrar ocho días de oración por la unidad de los cristianos. Cuando
María Gabriela emitió los votos, los ofreció por la misma intención, al
igual que hizo el 25 de enero de 1938, tres meses después de haber
profesado, justo en la semana dedicada al octavario. Yendo más lejos,
ofreció su propia vida: «Siento que el Señor me lo pide –confió a la
madre Gullini– me siento impulsada incluso cuando no quiero pensar en
ello». La abadesa no se manifestó en ese momento. Le sugirió que hablase
con el capellán. Lo que él dijera sería lo que Dios quería para ella.
La respuesta del sacerdote fue afirmativa, y Dios tomó la palabra a la
beata. Después de haberse entregado en holocausto, repentinamente se
sintió débil y agotada, y se le diagnosticó tuberculosis. El director
supo por ella la metamorfosis que se operó en su organismo casi
instantáneamente: «desde el día de mi ofrecimiento, no he pasado un sólo
día sin sufrir. Soy feliz por poder ofrecer algo por amor de Jesús».
María Gabriela solo tenía este sentimiento: «la voluntad de Dios, su
gloria».
Hospitalizada, le dijo a la madre abadesa: «El Señor me tiene sobre
la cruz y yo no tengo más consolación que la de saber que sufro por
cumplir la voluntad divina con espíritu de obediencia». Durante quince
meses soportó heroicamente sus padecimientos hasta que el 23 de abril de
1939 falleció en Grottaferrata. Tenía 25 años, y había permanecido en
la vida monástica tres años y medio. Su oblación llegó a oídos de una
comunidad anglicana que manifestó: «Una caridad como la suya destruye
todos los perjuicios que muchos anglicanos tienen contra Roma. Si todos
sintiesen su caridad, el muro de la separación dejaría de existir». Juan
Pablo II la beatificó el 25 de enero de 1983, último día del octavario
de oración por la unidad de los cristianos.
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