«Este insigne apóstol de América central, sabio en misericordia, se
ocupó especialmente de los desheredados, aunque derramó su caridad sobre
todos. Un hombre de tanta ternura en su trato que fue denominado madre
de Guatemala»
San Pedro de San José Betancur (Wiki commons - Polylerus) |
El humilde «Hermano Pedro», gran apóstol de América central, nació en
Vilaflor, Tenerife, Islas Canarias, España, el 21 de marzo de 1626, en
el seno de una familia dedicada al pastoreo y a la agricultura. Tuvo
cinco hermanos que, como él, recibieron de sus padres la preciada
herencia de la fe. De niño hincaba el cayado en el suelo con la idea de
que le sirviera como reloj de sol; de ese modo podía controlar los
momentos en los que debía abstenerse de comer y beber a fin de guardar
el ayuno eucarístico. Ya entonces hacía penitencia y oraba de rodillas
con los brazos en cruz, alabando a Dios, sin medir el tiempo. Al perder a
su padre se ocupó de gestionar el modesto patrimonio que poseían. Un
pariente suyo, fray Luis, trajo noticias de las misiones y de la labor
evangelizadora que se llevaba a cabo allende los mares. Pedro sintió
grandes ansias de partir allí. No eran los planes de su madre, que
soñaba en su matrimonio, pero su inclinación era servir a la Iglesia.
Con todo, sometió a Dios su voluntad.
Tenía una tía a la que calificaba como «mujer de Iglesia», y habiendo
tomado un tiempo para orar quiso conocer su parecer. Ella le señaló las
Indias: «Debes salir al encuentro de Dios, como Pedro sobre las aguas».
Poco tiempo después, otro anciano venerable ratificó este juicio. Pedro
partió a La Habana donde llegó con 23 años. Trabajó como tejedor, pero
no identificaba el lugar en el que habría de llevar a cabo su misión y
se trasladó a Honduras. Al oír hablar de Guatemala tuvo la certeza de
que era su destino.
Entró en Santiago de los Caballeros de Guatemala, la antigua capital,
el 18 febrero de 1651, rezando la Salve Regina. Ese día tembló la
tierra y fueron incontables los damnificados. Él mismo, agotado, cayó
enfermo y fue ingresado en hospital real de Santiago. Solo, sin
referencias, ni medios, tuvo ocasión de convivir con los pobres y
abandonados, muchos de ellos indios y negros. Cuando sanó, entró en
contacto con los terciarios franciscanos. Las buenas amistades que iba
amasando le prestaban libros piadosos. Aprendió a leer y a escribir. Y a
finales de 1653 ingresó en la Congregación mariana de los jesuitas y se
hizo hermano de la cuerda de San Francisco. Al año siguiente se unió a
la hermandad de la Virgen del Carmen.
Ya tenía 27 años y acariciaba el sueño de ser sacerdote, pero el
latín se le resistía. Tras diversas peripecias desistió de este anhelo y
se fue a Petapa. En la ermita de los dominicos rezó ante la imagen de
la Virgen del Rosario. Salió con dos ideas claras. Una, olvidarse del
tema del sacerdocio. Otra, que debía regresar a Guatemala. Su confesor,
el padre Espino, le sugirió que viviese en el Calvario. Y el 8 de julio
de 1656 fue recibido en la Orden Tercera franciscana. Le vetaron ciertas
penitencias que quiso realizar con afán de mortificación, y se sometió
humildemente al juicio de sus superiores: «Más vale el gordo alegre,
humilde y obediente, que el flaco triste, soberbio y penitente», decía.
Alguien le preguntó qué es orar, y respondió: «estar en la presencia de
Dios» […}. «Estarse todo el día y la noche alabando a Dios, amando a
Dios, obrando por Dios, comunicando con Dios». Una vez, viéndole a pleno
sol, quisieron saber por qué no se cubría. En su réplica estaba la
clave: su familiaridad con las Personas Divinas: «Bien está sin sombrero
quien está en la presencia de Dios».
Le encomendaron la tutela de la ermita del Calvario, cercana al
convento, y fue su sacristán. En 1658, de la nada, confiando en la
Providencia, abrió la «casita de la Virgen» que puso bajo el amparo de
Santa María de Belén. Rememoraba con ella el modesto lugar donde Cristo
nació. Allí inició una labor asistencial impregnada de misericordia. Las
humildes moradas de los pobres, las cárceles y los hospitales
comenzaron a sentir el influjo de la presencia de este gran apóstol. Se
ocupó de los emigrantes que se hallaban sin trabajo, así como de los
numerosos adolescentes que vagaban sin rumbo fijo y sin instrucción,
cebo predilecto para desaprensivos, abocados a toda clase de males. Eran
blancos, mestizos y negros. Los peligros no distinguen el color;
acechan a cualquiera. De modo que pensando en tantos desheredados, puso
en marcha una primera fundación para acogerlos. La formación humana y
espiritual que les proporcionó seguía una línea pedagógica novedosa que
continúa llamando la atención.
Pedro no se conformó con esta acción apostólica. Construyó una
escuela, una enfermería, un hospital para convalecientes, un oratorio y
una posada para estudiantes universitarios y clérigos que iban de paso,
dos colectivos a los que les venía bien hallar alojamiento económico y
seguro. La Eucaristía, la Pasión y el Nacimiento de Belén eran, junto a
la oración, pilares de su vida. Perseguía, sobre todo, yacer oculto en
Dios y desde esta centralidad suplicaba la conversión de los pecadores.
Solía buscarlos por las calles de noche y de día con un mensaje
transparente y directo: «Acordaos, hermanos, que un alma tenemos y, si
la perdemos, no la recobramos».
En 1665 el obispo le permitió llamarse Pedro de San José. Era tanta
su virtud que poco a poco se fueron uniendo al proyecto otros
terciarios. Le ayudaban y compartían con él la penitencia y la oración.
Viendo que este vínculo establecido en su derredor había dado lugar a
una vida comunitaria, escribió unas reglas que no solo les comprometían a
ellos sino también a las mujeres encargadas de la educación de los
niños. Así florecieron las órdenes de los bethlemitas y de las
bethlemitas, reconocidas por la Santa Sede en 1673. Los ciudadanos
guatemaltecos denominaron a Pedro: «Madre de Guatemala». Eso da idea de
la impresión de tutela en todos los ámbitos que había ejercido con ellos
con su admirable caridad. Murió el 25 de abril de 1667 debido a una
bronconeumonía que atacó a su organismo debilitado por las
mortificaciones y los ayunos. Apenas contaba con 41 años. Uno de sus
biógrafos lo ha calificado como «sabio en misericordia». Juan Pablo II
lo beatificó el 22 de junio de 1980, y lo canonizó el 30 de julio de
2002.
in
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