«Esta Hija de Jesús ofreció su vida por un familiar agnóstico,
habiendo dado pruebas en el convento de una edificante fortaleza que se
puso de relieve en el transcurso de su dolorosa enfermedad. Murió a los
21 años»
Beata María Antonia Bandrés y Elósegui |
(ZENIT – Madrid).- En un hogar acomodado de Tolosa, Guipúzcoa,
España, nació esta beata el 6 de marzo de 1898. Su padre Raimundo
Bandrés era un reputado jurista que había formado una gran familia junto
a Teresa Elósogui. Antonia fue la segunda de quince hermanos. Nació
frágil y recibió cuidados y ternura a raudales que hicieron mella en su
forma de ser. Tanto derroche de atenciones revertieron en su
personalidad en tal grado que durante los primeros años fue una persona
inmadura en la que se apreciaba una hipersensibilidad preocupante.
Su madre se había ocupado de inculcarle muchos valores que, unidos a
su gran devoción a María, fueron abriéndole luminosos caminos. Pero en
el transcurso de su adolescencia, esta madre generosa y llena de piedad,
no ocultó su inquietud: «¡Qué chiquilla más fastidiosa!, decía, ¡cuánto
vas a sufrir con ese carácter!». Sin embargo, el germen de tan buen
ejemplo ya estaba larvado en el corazón de la joven. Comenzó una labor
caritativa con los pobres y necesitados que malvivían en los suburbios
acompañando a su madre de la que aprendió a contemplar el rostro de
Cristo en ellos. También contaba con la discreción de una empleada
doméstica que la seguía solícita en esta acción solidaria que llevaba a
cabo y que iba dejando una huella indeleble en los agraciados,
conmovidos por su espíritu humilde, sencillo y generoso. Finura de trato
y el tacto que brotaba de su caridad le permitieron suavizar las
aristas que halló en personas difíciles de hábitos violentos.
Había cursado estudios en el colegio de san José, de Tolosa, erigido
por la Madre Cándida, fundadora de las Hijas de Jesús, quién al
conocerla, seducida por su virtud, vislumbró en ella una futura
vocación. La espiritualidad mariana del centro, que tenía como objeto
directo de su devoción a la Virgen del Amor Hermoso, hicieron que
reviviese en Antonia el amor a María que su buena madre le infundió. En
1915, a la edad de 17 años, como en medio de su frágil salud emergía la
fortaleza que proviene de la gracia divina, no dudó en consagrarse.
Cumpliría así el vaticinio que la fundadora le hizo cuando era una
adolescente: «Tú serás Hija de Jesús». Antonia entrevió la llamada en
medio de la oración cuando realizaba los ejercicios espirituales en
Loyola. El profundo y legítimo cariño que le vinculaba a su familia no
fue un escollo. Y aunque experimentaba el dolor de la separación, siguió
en pos de Cristo. Eso sí, reconocería con toda sencillez en el
noviciado: «Solo por Dios los he dejado». Un tío suyo, Antón, agnóstico
declarado, no vio con buenos ojos esta decisión, sentimiento que no pasó
desapercibido para la beata.
En 1918 profesó en Salamanca y, casi a la par, su salud fue
quebrándose irremisiblemente. La sonrisa en medio del sufrimiento era
una constante en su rostro, como lo fue la conformidad y paz que mostró
en todo instante dejando conmovido a su médico, el egregio Dr. Filiberto
Villalobos. Éste comentaba con doctos amigos, como el gran Miguel de
Unamuno, el impacto que le causaba ver tanta conformidad y fe en su
paciente, que caminaba gozosa a un final indeclinable porque sabía que
le aguardaban los brazos del Padre celestial. «¡Qué errada es nuestra
vida! –exclamaba–. Esto sí que es morir!». Una reflexión que caló en el
ánimo de sus interlocutores. El hecho es que Antonia había ofrecido su
vida a Dios por la conversión de su tío Antón, gracia que le fue
concedida y que se materializó cuando él se percató de la grandeza de su
sobrina, hallando la paz en el perdón y la misericordia divina ante la
imagen de la Virgen de Aránzazu.
¡Quién hubiera dicho que aquélla frágil adolescente que mostraba la
herida de sus sentimientos a la primera de cambio, impulsada por una
enfermiza sensibilidad, iba a actuar con tanta entereza! Que se hubiera
propuesto con esa firmeza con que lo hizo: «Es preciso llegar a la
cumbre», enfrentándose con bravura a una muerte inevitable que asumió
uniéndose a Cristo sabedora de que Él nunca la abandonaba, creyendo que
le sería otorgada la petición que hizo para su querido padrino. Si
Cristo había sufrido, por qué no iba a hacerlo ella. Resoluta, clara,
indeclinable en esta determinación de morir para ser dadora de vida con
Él, tenía claro que ese afán de ofrenda tenía que cumplirlo con este
cariz: «de hacerla, hacerla entera».
En medio de sus sufrimientos, Dios no quiso dejarla huérfana de
consuelo, y ella llegó a manifestar: «¿Esto es morir? ¡Qué dulce es
morir en la vida religiosa! Siento que la Virgen está a mi lado, que
Jesús me ama y yo lo amo…». El 27 de abril de 1919, festividad de
Nuestra Señora de Montserrat, culminó su calvario y entró en la gloria.
Tenía 21 años recién cumplidos. Fue beatificada por Juan Pablo II el 12
de mayo de 1996 junto a su fundadora, la Madre Cándida María de Jesús.
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