«La cruz fue el único tesoro que tuvo este gran trapense, brillante
arquitecto, un joven sensible y de gran finura humana y espiritual. Una
diabetes terminó con su vida a temprana edad. Juan Pablo lo puso como
modelo para los jóvenes»
Arnáiz Barón |
(ZENIT – Madrid).- Nació en Burgos, España, el 9 de
abril de 1911. Su inclinación a vivir por y para Dios fue manifiesta en
la infancia. «¡Solo Dios llena el alma…, y la llena toda!», decía. En
esa época dorada contrajo unas fiebres colibacilares. Cuando sanó, su
padre, que había visto en la curación una intervención de María, lo
consagró en Zaragoza a la Virgen del Pilar en el estío de 1922. Rafael
no olvidó este hecho. «Honrando a la Virgen, amaremos más a Jesús;
poniéndonos bajo su manto, comprenderemos mejor la misericordia divina».
La enfermedad nunca le abandonaría.
Era elegante, sensible. También caprichoso y tendente a la vanidad.
Poseía una brillante inteligencia, con predominio de la intuición, que
le permitió sobresalir en los estudios aunque no los cuidara
debidamente. Se estableció con la familia en Oviedo, y al término de su
formación básica se matriculó en la Escuela Superior de Arquitectura de
Madrid. Hizo grandes amistades porque era una persona entrañable y
cercana en la que se percibía la huella de Dios. Estaba vinculado al
Apostolado de la Oración, a la Adoración Nocturna y a la Congregación de
María Inmaculada. A los 19 años visitó el monasterio cisterciense de
San Isidro de Dueñas y le atrajo poderosamente. El 16 de enero de 1934
ingresó en él, dejando atrás las previsiones eventuales de un futuro
espléndido, y las posibilidades que le ofrecía cotidianamente el
bienestar de su hogar paterno.
Su ilusión por entregarse a Dios a través de una vida
penitente y contemplativa era más fuerte que todo. «La verdadera
felicidad se encuentra en Dios y solamente en Dios». No contaba con la
presencia repentina de la diabetes, temible entonces por sus funestas
consecuencias, que le obligó a abandonar la Trapa en tres ocasiones.
Comprendió el sentido purificador del dolor: «Cuando me veo otra vez en
el mundo, enfermo, separado del monasterio, y en la situación en que me
encuentro… veo que me era necesario, que la lección que estoy
aprendiendo es muy útil, pues mi corazón está muy apegado a las
criaturas, y Dios quiere que lo desate para entregárselo a Él solo». Su
experiencia personal le permitía alumbrar la vida de otras personas y
conducirlas a Dios. A su tía María, duquesa de Maqueda, le aconsejaba en
1935: «Déjate hacer; sufre, pero sufre amándole, amándole mucho a
través de la oscuridad, a pesar de la tempestad que parece el Señor te
ha puesto, a pesar de no verle, ama el madero desnudo de la cruz […].
Llora, llora todo lo que puedas y sufre, pero a los pies de la cruz, y
sufre amando a Dios ¡qué felicidad!… Cómo te quiere Dios, ya lo verás
algún día muy cercano».
Su rica vida interior le había permitido conocer la
estrecha simbiosis espiritual que existe entre el dolor y el gozo,
experiencia que halla quien busca a Dios con purísimo corazón: «Muchas
veces he pensado que el mayor consuelo es no tener ninguno; lo he
pensado y lo he experimentado […]. Alguna vez he sentido en mi corazón
pequeños latidos de amor a Dios… Ansias de Él y desprecio del mundo y de
mí mismo. Alguna vez he sentido el consuelo enorme e inmenso de verme
solo y abandonado en los brazos de Dios. Soledad con Dios. Nadie que no
lo haya experimentado, lo puede saber, y yo no lo sé explicar. Pero solo
sé decir que es un consuelo que solo se experimenta en el sufrir…, y en
el sufrir solo… y con Dios, está la verdadera alegría». Sus
sentimientos recuerdan a las vivencias místicas de Juan de la Cruz y de
Teresa de Jesús: «Es un nada desear más que sufrir. Es un ansia muy
grande de vivir y morir ignorado de los hombres y del mundo entero… Es
un deseo grande de todo lo que es voluntad de Dios… Es no querer nada
fuera de Él… Es querer y no querer. No sé, no me sé explicar… solo Dios
me entiende…».
En este camino de perfección iba dejando atrás lastres
que en otro tiempo le habían pesado: «Todo va cambiando en mi alma. Lo
que antes me hacía sufrir…, ahora me es indiferente; en cambio, voy
encontrando los repliegues en mi corazón que estaban escondidos, y que
ahora salen a la luz […]. Lo que antes me humillaba, ahora casi me causa
risa. Ya no me importa mi situación de Oblato […]. Veo que el último
lugar es el mejor de todos; me alegro de no ser nada ni nadie, estoy
encantado con mi enfermedad que me da motivos para padecer físicamente y
moralmente…». El eje de su vida era Cristo: «Mi centro es Jesús, es su
cruz». La conciencia de su indignidad le hacía decir: «He sido un gran
pecador… Perdóname, Señor, lo que digo… Yo, Señor, nada quiero, nada me
importa… solo Tú… No me hagas caso, Señor… soy un niño caprichoso. Pero
Tú tienes la culpa, mi Dios…¡si no me quisieras tanto!».
Resistiéndose a abandonar su vida religiosa, regresó al
monasterio una cuarta vez. Tomó la decisión, aún cuando era realmente
penosa y suponía un acto heroico para una situación como la suya, con
una naturaleza débil que tenía que luchar contra la enfermedad. «Si lo
que deseas es… mis sufrimientos, tómalos todos, Señor». Ofreció a Dios
en holocausto su personal calvario, dejando brotar el potente caudal de
su amor. De él quedan magistrales trazos en sus escritos, prolongación
post mortem de su fecunda actividad apostólica. En ellos se detecta la
finura y profundidad de esta alma delicada. «Solamente en el silencio se
puede vivir, pero no en el silencio de palabras y de obras…, no; es
otra cosa muy difícil de explicar… Es el silencio del que quiere mucho,
mucho, y no sabe qué decir, ni qué pensar, ni qué desear, ni qué hacer…
Solo Dios allá adentro, muy calladito, esperando, esperando, no sé…, es
muy bueno el Señor».
Era un esteta que soñó volcar en la pintura la belleza del amor
divino que selló su espíritu. Murió a consecuencia de un coma diabético
el 26 de abril de 1938. Tenía 27 años. Sus restos yacen en el cementerio
del monasterio. El 19 de agosto de 1989 Juan Pablo II, en la Jornada
mundial de la juventud, lo propuso como modelo para los jóvenes. El 27
de septiembre de 1992 lo beatificó. Y Benedicto XVI lo canonizó el 11 de
octubre de 2009.
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