«Primer fundador de bibliotecas de la orden franciscana. Impulsor de
la creación de un convento, bienhechor de los menesterosos. Sentía
especial devoción por la Pasión de Cristo que le afligía profundamente
arrancando sus lágrimas»
Centro de la Ciudad italiana de Fabriano, (Foto Parsifall -Wiki commons CC BY-SA 3.0) |
(ZENIT – Madrid, 21 Abr. 2017).- Nació en Fabriano, Ancona, Italia,
en febrero de 1251. Era hijo de Compagno Venimbeni, médico, y de
Margarita di Federico. Ésta debió haber prometido mediante voto que si
tenía un hijo acudiría a Asís en peregrinación. Y cuando el muchacho
tuvo edad de viajar lo llevó consigo. En este recorrido sucedió un hecho
significativo para el futuro del pequeño. Tuvieron un encuentro con
Angelo Tancredi, uno de los discípulos de san Francisco, quien mirando a
los ojos del niño vaticinó: «Tú serás uno de los nuestros». Fue un
hecho que el mismo beato narró en su Cronica Fabrianensis redactada en
1319.
Impresionada Margarita por estas palabras, se ocupó de recordar con
frecuencia a su hijo que tendría que consagrarse y vincularse a la Orden
franciscana, idea con la que creció. Profesionalmente el joven
Francisco no quiso seguir los pasos de su padre, y en lugar de cursar
medicina eligió la carrera de filosofía. Entre todos los pensadores de
la época sintió predilección por san Buenaventura, al que admiraba. En
1267, a los 16 años, ingresó en la Orden de los Hermanos Menores.
Mientras hacía el noviciado se le concedió acudir a la Porciúncula donde
se hallaba fray León, uno de los primeros seguidores de san Francisco
que moriría en 1271. Él, fray Angelo Tancredi y fray Rufino fueron
artífices de la Leyenda de los tres compañeros, una de las fuentes
capitales para conocer lo que aconteció en torno a la vida del
Poverello. Los textos van precedidos de una carta dirigida al ministro
general de la Orden, Crescentius de Aesio, fechada en Greccio el 11 de
agosto de 1246, que acompaña a las anotaciones tomadas por estos tres
discípulos suyos que fueron testigos de sus pasos. Es decir, que ellos
no fueron los autores de la obra, pero dieron las claves para conocer la
vida de san Francisco.
Una vez que san Buenaventura redactó la Leyenda mayor, reconocida por
el capítulo general de París en 1266 (antes había sido aprobada por el
capítulo general celebrado en Pisa en 1263), los restantes relatos
quedaron fuera de la circulación. Pero indudablemente conocer de primera
mano el devenir del fundador, nada menos que a través de fray León,
fascinó al beato de Fabriano. Incluso tuvo la fortuna de haber leído los
escritos de este fiel seguidor del Seráfico padre, y así lo consignó en
la Cronica. «He aquí que yo, fray Francisco de Fabriano, hermano menor
inútil e indigno, hago constar en este escrito que he leído y he visto
autentificado con el sello del señor obispo de Asís el documento de
indulgencia de la Porciúncula… y esto me lo testimonió fray León, uno de
los compañeros de san Francisco, hombre de vida probada, al que conocí
el año que vine [al convento] y fray León narró haber escuchado de la
labios de san Francisco cómo la obtuvo [la indulgencia] de nuestro señor
y papa Honorio III».
En 1268 Fabriano culminaba su noviciado en el convento de porta
Cervara, y justo ese año falleció el padre Raniero, que había sido
rector de Santa María di Civita y con el que san Francisco se confesó en
algunas ocasiones. También a él le vaticinó –pero en este caso lo hizo
el mismo Poverello–, que un día sería franciscano, como así sucedió.
Francisco de Fabriano impulsó la construcción de un nuevo convento en su
localidad natal. Al poder adquirir el terreno por una cantidad
razonable, juzgó que era un milagro de su fundador que en uno de sus
viajes a la localidad había predicho a María, esposa de Alberico, que un
día los frailes se establecerían en el lugar. El beato Francisco fue
nombrado superior de este convento en 1316, y desde 1318 a 1321. En ese
periodo, a propósito de la celebración del segundo capítulo provincial,
solicitó la generosa ayuda de los ciudadanos para atender a todos los
hermanos que participaban en él y que provenían de todas las Marcas,
obteniendo su inmediata respuesta. Como buen franciscano no tenía nada
propio. El dinero que le legó su padre lo invirtió en construir una
valiosa biblioteca en la que custodió importantes manuscritos. De ahí
que se le considere el «primer fundador de bibliotecas» de la Orden
franciscana.
De su generosidad sabían bien los menesterosos, a los que ayudaba
preparándoles la comida y distribuyéndola en la puerta del convento.
Vestía una áspera túnica y se infligía duras mortificaciones, apenas
descansaba, y lo poco que dormía lo hacía encima de un duro jergón.
Pasaba las horas prácticamente en oración, meditando en los misterios de
la Pasión de Cristo, por los que sentía especial devoción; le
arrancaban amargas lágrimas. Una gran parte de su tiempo transcurría en
el confesionario y en la predicación, pero también atendía a los
enfermos y les ayudaba a prepararse para un bien morir.
Fue particularmente devoto de las almas del Purgatorio, por las que
oraba y ofrecía sus penitencias. Al respecto se cuenta que, en una
ocasión, mientras oficiaba la misa por ellas, como solía hacer con
frecuencia, aunque la iglesia estaba casi vacía se escucharon muchas
voces que alegremente respondían «Amén» a las oraciones de la antigua
liturgia de la misa de difuntos; se cree que provenían de ellas. En todo
caso, cuando celebraba la misa siempre se podía apreciar el
recogimiento y fervor que acompañaba al beato. Llevaba cuarenta y cinco
años en la vida religiosa admirablemente sellados por su virtud cuando
le fue vaticinado el día de su deceso, hecho que se produjo el 22 de
abril de 1322. Pío VI aprobó su culto el 1 de abril de 1775.
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