«El santo portero de Altötting. Ejemplo de caridad y piedad en la
vida ordinaria de un capuchino que desde niño aborrecía el pecado y que
alcanzó la gloria ejercitando su humilde misión durante más de cuarenta
años»
San Conrado (Juan Evangelista) Birndorfer de Parzham |
(ZENIT – Madrid).- El testimonio de vida de este humilde capuchino
nuevamente pone de relieve que la santidad se alcanza en cualquier
misión por sencilla que sea. El dintel del convento y la campanilla que
avisaba de la presencia de alguien era el escenario cotidiano de
Conrado. Ante todo recién llegado al claustro de la ciudad bávara de
Altötting con su cálida sonrisa y sencillez dibujaba seductoras
expectativas aventurando las bendiciones que podían derramarse sobre
ellos en el religioso recinto. Para un santo las contrariedades son
vehículos de insólita potencia que le conducen a la unión con la
Santísima Trinidad. Él sobrenaturalizó lo ordinario en circunstancias
hostiles. Y conquistó la santidad. No hicieron falta levitaciones,
milagros, ni hechos extraordinarios, sino el escrupuloso cumplimiento
diario de su labor realizada por amor a Cristo. En la portería que tuvo a
su cargo durante más de cuatro décadas no olvidó que franqueaba el
acceso a su divino Hermano, especialmente cuando los pobres llegaban a
él y les atendía con ejemplar caridad. Con virtudes como la amabilidad,
caridad y paciencia, fruto de su recogimiento, forjaba su eterna corona
en el cielo, aunque ni sus propios hermanos de comunidad podían
sospecharlo.
Nació en Venushof, Parzham, Alemania, el 22 de diciembre de 1818 en
el seno de una acomodada familia de labradores que tuvieron diez hijos,
de los cuales fue el penúltimo. Estos generosos progenitores, con sus
prácticas piadosas diarias realizadas en familia, le enseñaron a amar a
Cristo, a María y a conocer la Biblia. No era extraño que con ese caldo
de cultivo siendo niño le agradase tanto orar y sentirse feliz al hablar
de Dios. Su madre advertía en el pequeño una chispa especial cuando
narraban las historias sagradas, y le preguntaba: «Juan, ¿quieres amar a
Dios?». La respuesta no se hacía esperar: «Mamá, enséñeme usted cómo
debo amarle con todas mis fuerzas». Creció aborreciendo las blasfemias y
el pecado. Poco a poco se vislumbraba su amor por la oración. A esta
edad fue manifiesta su inclinación por el espíritu franciscano. A los 14
años perdió a sus padres y se convirtió en punto de referencia para sus
hermanos. Todos siguieron ejercitando las prácticas que ellos les
enseñaron. Juan, en particular, aprovechaba la noche para rezar y
realizar penitencias que muchas veces solían durar hasta el alba.
En 1837 inició su formación con los benedictinos de Metten,
Deggendorf. Pero se ve que lo suyo no era el estudio. En una visita que
efectuó al santuario de Altötting tuvo la impresión de que María le
invitaba a quedarse allí. Sin embargo, en 1841 se vinculó a la Orden
Tercera de Penitencia (Orden franciscana seglar). Dios le puso otras
cotas que no supo interpretar y las expuso a un confesor después de
haber orado ante la Virgen de Altötting. El sacerdote le dijo: «Dios te
quiere capuchino». Repartió sus cuantiosos bienes entre los pobres y la
parroquia para ingresar en el convento de Laufen en 1851. Tenía 33 años.
Allí tomo el nombre de Conrado.
Su noviciado estuvo plagado de pruebas y públicas humillaciones que,
pese a ser de indudable dureza, aún le parecían nimias para lo que
juzgaba merecía: «¿Qué pensabas? –se decía–, ¿creías que ibas a recibir
caricias como los niños?». En esos días escribió esta nota: «Adquiriré
la costumbre de estar siempre en la presencia de Dios. Observaré
riguroso silencio en cuanto me sea posible. Así me preservaré de muchos
defectos, para entretenerme mejor en coloquios con mi Dios». Tras la
profesión fue destinado a la portería del convento de Santa Ana de
Altötting, noticia que le llenó de alegría. Era un lugar donde la
afluencia de peregrinos exigía la atención de una persona exquisita como
él. En aquel pequeño reducto se santificó durante cuarenta y tres años,
viviendo el recogimiento en medio de la algarabía creada por el
constante ajetreo de los peregrinos. «Estoy siempre feliz y contento en
Dios. Acojo con gratitud todo lo que viene del amado Padre celestial,
bien sean penas o alegrías. Él conoce muy bien lo que es mejor para
nosotros […]. Me esfuerzo en amarlo mucho. ¡Ah!, este es muy
frecuentemente mi único desasosiego, que yo lo ame tan poco. Sí,
quisiera ser precisamente un serafín de amor, quisiera invitar a todas
las criaturas a que me ayuden a amar a mi Dios».
Un día advirtió una celdilla casi oculta debajo de la escalera. Tenía
una pequeña ventana que daba a la Iglesia. Y su corazón palpitó de
gozo: ¡desde allí podía ver el Sagrario! Era un lugar oscuro y reducido.
A fuerza de insistencia consiguió que le dejaran habitarla y en esa
morada siguió cultivando su amor a Cristo crucificado y a María. Ayudaba
a la sacristía y en las primeras misas oficiadas en el santuario. Sus
superiores le autorizaron a comulgar diariamente, algo excepcional en
esa época. Nadie le oyó quejarse ni lamentarse. Trataba con auténtica
caridad a todos, especialmente a las personas que intentaban incomodarle
y socavar su admirable y heroica paciencia. Nunca perdió la
mansedumbre. «La Cruz es mi libro, una mirada a ella me enseña cómo debo
actuar en cada circunstancia». Fue un gran apóstol en la portería, el
hombre del silencio evangélico: «Esforcémonos mucho en llevar una vida
verdaderamente íntima y escondida en Dios, porque es algo muy hermoso
detenerse con el buen Dios: si nosotros estamos verdaderamente
recogidos, nada nos será obstáculo, incluso en medio de las ocupaciones
que nuestra vocación conlleva; y amaremos mucho el silencio porque un
alma que habla mucho no llegará jamás a una vida verdaderamente
interior».
Logró convertir a personas de baja calaña, hombres y mujeres, que
después se entregaron a Dios en la vida religiosa. En sus apuntes
espirituales se lee: «Mi vida consiste en amar y padecer […]. El amor no
conoce límites». Sintiéndose morir, tocó la puerta del padre guardián
diciéndole: «Padre, ya no puedo más». Tres días más tarde, el 21 de
abril de 1894, falleció. Pío XI lo beatificó el 15 de junio de 1930, y
lo canonizó el 20 de mayo de 1934.
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