«Modelo para Catalina de Siena, Inés fue inusualmente precoz en la
elección de la vida consagrada. Era una niña de 9 años cuando ingresó en
el convento. A los 12 administraba los bienes, y a los 15 se convirtió
en abadesa»
Santa Inés de Montepulciano |
(ZENIT – Madrid).- San Raimundo de Capua, biógrafo de Catalina de
Siena, es una de las fuentes principales para conocer a esta santa. Ella
no ocultó su impresión al conocer los hechos extraordinarios que Dios
hizo por medio de Inés, y la profundísima vida de piedad y penitencia
que jalonó su existencia. En su Diálogo escribió Catalina: «La dulce
virgen santa Inés, que desde la niñez hasta el fin de su vida me sirvió
con humildad y firme esperanza sin preocuparse de sí misma». En Inés
fueron palpables los signos de la sencillez e inocencia evangélica,
muestra de que un niño no tiene doblez y de que su apertura a los más
altos ideales obedece a un patrimonio legado por el Padre celestial, al
que jamás se cierra; siempre está presto a manifestarse a poco que se
estimule y acompañe en el camino de la fe. Si todavía hay alguien que
piense que el rigor y la comprensión de una alta vida espiritual es
impropia de esa edad, debería desterrar la idea.
Nació Inés Segni el 28 de enero de 1268 en Gracciano Vecchio, pequeña
localidad cercana a Montepulciano, Italia. Su familia, poseedora de
excelentes recursos económicos, abrazaba el credo que ella heredó,
complaciéndose en el rezo de las oraciones que le enseñaron,
especialmente el Padrenuestro y el Avemaría. Los recitaba en distintos
momentos del día priorizando este fervoroso gesto sobre los juegos
infantiles que retomaba después de haber orado devotamente. Muy niña se
fijó en el tosco hábito, un «sacco», que llevaban las religiosas de su
ciudad natal. Le sedujeron, porque a su corta edad ya experimentaba
particular tendencia a la espiritual. Y a los 9 años ingresó en la
comunidad. Tuvo la fortuna de que sus padres se lo permitieran al ver la
madurez con la que expuso su anhelo, y de ser acogida y formada por
ellas.
A los 12 años Inés eran tan capaz y tan virtuosa que pusieron en sus
manos la administración de los bienes del monasterio. Y a los 15 fue
enviada a Procena en respuesta a una demanda efectuada por las personas
que tenían a su cargo el castillo de Montepulciano que solicitaban la
presencia de las monjas allí. Para asumir el oficio de abadesa tuvo que
ser dispensada por el papa Martín IV. El hecho de ser elegida para esta
misión siendo tan joven da idea de su talla humana y espiritual. La
clave de su vida era la oración continua. El trato familiar con las
Personas Divinas y su devoción por la Virgen María cincelaban su
espíritu con los signos indelebles de un amor que iba transfigurándola
en Cristo. Era amable, humilde, sencilla, bondadosa, abnegada, con gran
visión de gobierno, y mostraba en toda circunstancia paz y alegría. Al
encarnar las virtudes evangélicas todo lo que decía era creíble.
Junto a Margarita, que fue su formadora, fundó otro monasterio en
Montepulciano a petición de un grupo de caballeros. A sus 18 años el
obispo la designó superiora del mismo. Permaneció en ese cargo veintidós
años. En este nuevo convento, con su ilimitada entrega, llena de
confianza en Dios, el rigor en el cumplimiento de la regla, su oración y
pasión por la Eucaristía, siguió arrebatando la gracia de muchísimas
vocaciones. Tuvo también preocupaciones y disgustos. En dos ocasiones
viajó a Roma. Una de ellas con objeto de cercenar de raíz la ambición y
afanes de poder internos. Por si fuera poco, su úlcera de estómago y
habituales infecciones intestinales no le dieron excesiva tregua desde
1304, aunque ella mostraba extraordinaria fortaleza de manera incesante
soportándolas con paciencia.
Las noticias de su excelsa forma de vida y de la bondad que regía el
monasterio que se hallaba bajo su responsabilidad fue origen de una
tercera fundación que requirieron pusiese en marcha en Montepulciano,
erigida con la aprobación del pontífice. Años atrás, la Virgen le había
encomendado esta obra sellada con el signo de tres piedras que entregó a
la religiosa. Vio en la oración que debía ser destinada a la juventud
y, con la contribución económica de amigos, familiares y vecinos, abrió
el convento en 1306 en ese monte en cuyas laderas moraban mujeres de
vida descarriada. Eligió la regla a seguir después de tener una visión
en la que se le presentaron tres santos: Agustín, Domingo y Francisco.
Iban navegando en un barco y la invitaron a subir. En medio de la
sobrenatural conversación, Domingo vaticinó: «Subirá a mi nave, pues así
lo ha dispuesto Dios». Y el espíritu dominicano fue adoptado por ella y
sus hermanas.
Adornada con diversos carismas, el de milagros y éxtasis, entre
otros, que comenzaron a manifestarse en su infancia, recibía también
mensajes extraordinarios. En una de estas visiones, narrada por san
Raimundo, la Virgen depositó al Niño Jesús en sus brazos, y parece ser
que antes de entregárselo de nuevo a María, le quitó la cruz que portaba
en el cuello y la conservó. En otra ocasión, tras haber contemplado el
gozo del paraíso con la Virgen y los santos que entonaban Vernans Rosa
(floreciendo la rosa), apareció una rosa en el lugar donde había estado
hincada de rodillas.
En 1316 por sugerencia de las religiosas aceptó recibir tratamiento
para sus enfermedades en las termas de Chianciano. Allí siguieron
obrándose prodigios. Empeoró y regresó a Montepulciano. Los últimos
meses de vida los pasó animando y confortando espiritualmente a sus
hermanas. Quienes la acompañaban en los postreros instantes no podían
evitar la emoción. Pero Inés las consoló, diciéndoles: «Si en verdad me
aman, alégrense de que voy al Padre Dios a recibir su herencia eterna.
No se afanen, que desde la eternidad las encomendaré siempre». Falleció
el 20 de abril de 1317. Catalina de Siena, que la denominó «madre
gloriosa», acudió a venerar sus restos treinta años más tarde. El cuerpo
se hallaba (y se encuentra) incorrupto. Según relató san Raimundo,
cuando Catalina hizo ademán de arrodillarse, uno de los pies de Inés
cobró vida y se puso a su alcance, hecho milagroso que fue contemplado
por los que se encontraban allí. Clemente VIII beatificó a Inés en 1608.
Benedicto XIII la canonizó el 10 de diciembre de 1726.
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