«Comparte con san Francisco de Asís el patronazgo de la naturaleza y de la ecología»
(ZENIT – Madrid).- Esta primera indígena canonizada, conocida como
«El lirio de los Mohawks», nació en Ossernenon, estado de Nueva York, en
1656. Su padre pertenecía a la tribu Mohawk de la cual era jefe, y su
madre a la Algonquin. La familia la completaba un hermano varón. Los
tres murieron en 1660 a consecuencia de una epidemia de viruela que
atacó ferozmente a todo el pueblo, diezmándolo. Kateri también contrajo
la enfermedad que respetó su vida pero le desfiguró el rostro y le
afectó a la vista. Una vez arrasada la aldea, que fue pasto de las
llamas, se trasladó a Kahnawake y quedó bajo la tutela de dos tíos y una
tía que no tenían descendencia. Uno de estos familiares no ocultaba su
desprecio por la religión. La llamaban Tekakwitha por su significado:
«la que pone las cosas en orden», nombre que se ganó con su eficiente
trabajo sirviendo a la esposa del tío que la acogió en su casa.
En los pocos años que convivió con su madre Tagaskouita –que había
conocido el catolicismo antes de ser raptada y obligada a desposarse
tras una guerra entre clanes tribales–, le habló de Dios. Ella sufrió la
hostilidad de su marido, que era pagano, y su inquina hacia los
religiosos jesuitas. Y vivió apenada por ver a sus hijos maniatados y
sin libertad de decisión para optar por el credo católico. Pero mantuvo
firme su fe contra viento y marea. Kateri recordaba canciones religiosas
que su madre sabía, y que entonaban juntas en casa de sus parientes.
En 1667 unos jesuitas fueron huéspedes de su tío y, aprovechando que
tenía en sus manos la misión de atenderles, pudo profundizar en ese Dios
amor que le bullía dentro porque ellos le hablaban de Jesús y de María.
Sin embargo, no tuvo ocasión de confiarse y manifestar cuán grandes
eran sus deseos de ser bautizada. Pero en 1674 otro de los jesuitas que
había fundado la misión de San Pietro en Caughuawaga, el padre James de
Lamberville, llegó a su tribu para evangelizar. Y Kateri vio el momento
de cumplir su ardiente anhelo de convertirse en cristiana. De hecho,
aunque sus tíos la prometieron a un joven guerrero, había rehusado
casarse con él porque algo había en su interior, que no sabía descifrar,
y que la empujaba a cumbres más altas. La ruptura del acuerdo
establecido hacía años causó gran conmoción en su entorno y la mayor
parte de la tribu no se lo perdonó.
Una oportuna lesión en el pie le permitió abrir su corazón al jesuita
en casa de su tío, y pedirle secretamente la gracia del bautismo. Le
explicó que su madre y la amiga de ella, Anastasie Tegonhatsihongo, al
ser cristianas le habían enseñado algunos principios de fe, pero tenía
sed de profundizar en ellos. No había dado antes este paso por temor a
su familia. El sacerdote constató que Kateri no era precisamente una
párvula del amor divino, sino que en la joven latían fuertemente
virtudes que conforman la santidad; es decir, que el Espíritu Santo
estaba actuando dentro de ella conduciéndola por el sendero de la
perfección. Y en la Pascua de 1676, siempre en medio de gran cautela, la
bautizó en la misión de San Pedro, cercana a la aldea. En ese momento
le dieron el nombre de Kateri (Catalina).
La decisión tomada por la joven atrajo la hostilidad de la gente. Fue
objeto de insultos e incluso vio amenazada su vida. Cuando el padre
Lamberville se percató de que la situación que rodeaba a la muchacha era
insostenible, se ocupó de sacarla de allí. Anastasie se encontraba ya
en la conocida pradera de la Magdeleine en Nueva Francia, más allá del
río san Lorenzo, y la esperaba con los brazos abiertos. En 1677 Kateri
huyó abandonando a su tío con la ayuda de unos amigos. Logró llegar a la
misión aunque para ello había tenido que recorrer más de 300 km.
caminando por el bosque. Los jesuitas la consideraron un tesoro.
Anastasie la instruyó en la fe y logró materializar su sueño de
entregarse a la oración y a la penitencia. Le horrorizaba el pecado y se
flagelaba sin compasión afligida por las faltas que hubiera podido
cometer.
Convirtió los campos de maíz en el escenario ideal para rezar el
rosario burlando los rigores climatológicos, sin tener en cuenta el
esfuerzo que ello suponía. Mientras, en las riveras del río hacía cruces
de madera. Para no importunar a quienes le daban cobijo, y llevada de
su gran amor a la Eucaristía y a Jesús crucificado, se mantenía
discretamente cercana a la capilla, esperando su apertura desde la
madrugada. Luego permanecía allí hasta que culminaba la última misa que
se oficiaba. En 1677, año en el que recibió la primera comunión, la
misión de San Francisco Javier se trasladó a Sault St. Louis, cerca de
Montreal en Canadá. En 1678 conoció a Marie-Thérèse TekaiaKentha, que se
había convertido al catolicismo, compartiendo ambas similares anhelos
de penitencia. Todo lo realizaban en común bajo la atenta mirada de su
director espiritual, el padre Pierre Cholenec.
En 1679 Kateri emitió su voto de virginidad, una decisión que tenía
un peso importante al proceder de una persona aborigen. Con ella dio un
gran testimonio. Después de visitar un convento de religiosas en
Montreal consultó si podría poner en marcha una fundación con algunas
amigas, pero su confesor le hizo ver que no estaba preparada para tal
empresa. Su misión fue catequizar a los niños y prestar impagable ayuda a
los enfermos y ancianos; todo ello sin dejar de mortificarse. Su débil
organismo no resistió tantos envites, pese a que el padre Cholenec había
tenido que poner coto a sus excesos porque se temía lo peor. Y así fue.
Al final, contrajo una tuberculosis que segó su vida el 17 de abril de
1680, cuando tenía 24 años. Sus últimas palabras fueron: «¡Jesús, te
amo!». La muerte liberó su rostro de las huellas de la viruela. En todo
momento había dado pruebas de fe, esperanza y caridad. Fue heroica en su
paciencia, resignación y alegría en el sufrimiento. Juan Pablo II la
beatificó el 22 de junio de 1980, y Benedicto XVI la canonizó el 21 de
octubre de 2012. Junto a san Francisco de Asís se la considera patrona
de la naturaleza y de la ecología.
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