La periodista Marina Ricci cuenta la historia del pequeño que adoptó, Govindo
Marina Ricci, vaticanista de la cadena de televisión italiana Tg5 (informativos de Mediaset), se desplazó hasta Calcuta en 1996 para cubrir un ingreso hospitalario de la Madre Teresa de Calcuta, quien aún viviría varios meses.
Pero esa noticia se convirtió para ella en secundaria ante el giro transformador que experimentó su propia vida visitando uno de los lugares atendidos por las Misioneras de la Caridad. Años después, lo comenta con Caterina Giojelli en Tempi:
Marina Ricci, vaticanista de los informativos de Mediaset en Italia.
Una vez cruzado el umbral de Shishu Bhavan, a la derecha, en el suelo, había un niño minúsculo. "Tenía los brazos y las piernas cruzadas, en una posición casi fetal, apretados como si un espasmo las hubiera clavado para siempre en esa posición. Estaba tumbado boca arriba y, mirándome, intentaba levantar la cabeza, sin conseguirlo. Parecía que quería venir hacia mí, o que me pedía que me inclinara sobre él y le cogiera en brazos. También yo estaba paralizada. No conseguía responder a la invitación de ese pequeño cuerpo crucificado, que en el primer impacto visual me dio miedo y provocava en mí un sentimiento de repugnancia".
"Lo máximo que pude conseguir de mí misma esa primera vez fue dar unos pocos pasos para acercarme y alargar un dedo hacia sus manitas. Un contacto fugaz, justo el tiempo de sentir sus pequeños dedos estrecharse alrededor del mío, como hacen los recién nacidos".
Después, una miríada de niños rodearon a Marina Ricci; montones de niños, centenares de niños con lagrimas, mocos... Dos religiosas sonreían desde lejos... "Adoption, adoption"... Era el mes de noviembre de 1996, la vaticanista del Tg5 había ido a Calcuta por trabajo, enviada por el director del noticiario, Enrico Mentana. Había llegado la noticia de que habían ingresado a Madre Teresa en el Birla Hospital, en Nueva Delhi; se temía por su vida, tal vez quedaba poco tiempo para hablar de su labor en la Nirmal Hriday, esa casa para moribundos que diez años antes había dejado sin palabras incluso al Papa Wojtyla.
Y ahí estaba Calcuta: miserable, una gigantesca letrina humana.
Y Nirmal Hriday, la casa del amor mudo, donde sólo hablaban los gestos de las manos arrugadas, consumidas, misericordiosas de la Madre Teresa y las religiosas misioneras de la caridad, manos tendidas para recoger de los sumideros a cielo abierto a personas enfermas de cólera y a agonizantes deshechos humanos para que pudieran morir amadísimos y atendidos como ángeles.
Y, sobre todo, ahí estaba el orfanato de Shishu Bhavan, donde vivir es siempre una feroz lucha que se lleva a cabo entre un plato de comida dado a los pequeños, que gritan y escupen y se escapan y abren los brazos en cruz, y un trapo usado por las novicias adolescentes para limpiarles el rostro, la cuchara metida en la boca y la cabecita apretada contra el blanco sari.
Porque es aquí, en el tabernáculo de una ciudad con un aire irrespirable, engrudo de asco, miasmas y enfermedades, y vergüenza –"mi vergüenza, mi incapacidad de inclinarme sobre un niño crucificado, la repugnancia por el hedor a orina, las ganas de huir cuando también el dolor de un niño es desagradable"-, en esas salas donde aún hoy viven, comen y duermen cientos de niños y minusválidos del orfanato de Madre Teresa, donde en 1996 Marina Ricci encontró a su hijo Govindo.
De Madre a madre
"No tenemos necesidad. Tenemos una larga lista de posibles padres". "Vale, si no tienen necesidad, mejor. Ya tengo cuatro hijos...". "Usted ya tiene cuatro hijos, el Señor le pide algo más. Adopte uno de los que nadie quiere. Adopte un niño minusválido". Lo que sucede después del shock que le causan los niños de Madre Teresa y el río de lágrimas mientras habla por teléfono con su marido, Tommaso, Marina Ricci ya lo ha contado en un libro: Govindo. Il dono di Madre Teresa (San Paolo).
Un libro que salió hace tres años, durante la canonización de Madre Teresa, en el momento culminante del Año Santo de la Misericordia. Un libro que, desde hace tres años, genera acontecimientos impensables, gracias a un "sí" dicho por una madre que, sin coraza, decidió escribir qué sucedió el día en que conoció a Govindo, y los días siguientes, y los meses siguientes.
Y lo que vuelve a suceder hoy, cuando el tiempo ha adquirido un significado totalmente distinto. "No es fácil reconocer a Dios en un esqueleto. Y sin embargo, Dios me tendió una trampa a través de un pequeño esqueleto que encontré en un rincón de la infernal Calcuta", cuenta Marina Ricci a Tempi.
Y a "Dios" lo ponemos en el encabezamiento de todo este relato, porque si no se comprende que esta es la historia de Su presencia sentida en la oscuridad del alma y en el rostro llagado de los más pobres, no se comprende la sequía gracias a la cual la Madre Teresa se convirtió en santa en el siglo XX, y tampoco la de una madre agarrada por los pelos y anegada en lágrimas en Calcuta que, en una criatura pequeña y mortal, se encontró cara a cara con lo eterno.
"Ante la petición de la religiosa responsable de la adopción empecé a balbucear: 'Un niño discapacitado necesita una madre que esté en casa, yo trabajo, no lo digo por mí, lo haría, incluso ya había visto a un niño...'. '¿Cuál?', preguntó rápidamente la hermana, 'indíquemelo', relata Marina Ricci. En menos de diez segundos me lo había puesto en los brazos, ese diminuto cuerpecito agarrotado al que no había tenido el valor de abrazar cuando entré en Shishu Bhava".
En Calcuta, cuenta Ricci, no hay sofás para elucubrar teorías, y muchos menos para los discursos intelectuales-mediáticos sobre el valor de la vida: en ese momento lo único que había era una renombrada periodista capaz sólo de repetir de manera mecánica una oración vespertina. Hubo un tiempo en que todo era "distinto, todo estaba lleno del amor embriagador por un Dios crucificado", pero ese tiempo se había resquebrajado, junto a la comunidad que frecuentaba: "Sin esos rostros, que para mí habían sido Su carne y Su sangre, poco a poco había ido resbalando en un limbo en el que ya no era ni practicante ni atea. Mi inquietud había sido sustituida por una sorda desesperación, que yo controlaba con la vida, y con la soledad que todos llevamos dentro de nosotros a pesar de tener hijos, marido y trabajo". Y hela aquí, con Govindo entre sus brazos y el corazón por fin obligado, desgarrado y abierto de par en par.
No se lo llevó consigo enseguida. "'Ve a Roma, habla con tu marido, ¿qué dice tu marido': la primera que me planteó las cosas claramente fue la hermana Frederick [lean Govindo, lean el papel que esta gran amiga de Madre Teresa tuvo en la historia de la familia Ricci], y no pasaba día en que los amigos y familiares no me plantearan la larga lista de los desastres que causaría esta adopción. Estaba arriesgándolo todo: mi carrera, la estabilidad económica, la paz familiar, '¿Cómo harás?', me repetían sin cesar. Todo justísimo. Pero yo había visto al niño. Si Dios existía, sólo podía tener el rostro de Govindo".
"Si había sido Él el quien me había conmovido y me había aferrado, no podía tener otra carne que esa poca que estaba pegada a los esqueléticos brazos y piernas de Govindo. Para mí era algo evidente. Y también para mi marido. La posibilidad de ensanchar el corazón y de descubrirlo nos estaba haciendo amar más y de manera distinta a como amábamos antes. Seguía siendo una periodista; por oficio y por temperamento estaba también acostumbrada a dudar y a verificar. Si Dios nos pide algo también nos da la fuerza para llevarlo a cabo, me repetía la hermana Frederick. Y tuve que ceder a la evidencia".
Conmover las almas, abrir la puerta de par en par a las preguntas
Ni siquiera las objeciones de los médicos que, desde Italia, examinaron la historia clínica de Govindo, que hablaban de parálisis cerebral espástica y microcefalia, detuvieron a los Ricci: "Esto no es un niño, es un monstruo", había exclamado la pediatra. "Mamá", le preguntaban sus hijas, "si nos pasara algo malo a uno de nosotros, ¿qué harías? ¿Nos abandonarías?". "El hecho es que no sabía qué tenía Govindo. En cuanto llegó a Italia estuvo ingresado durante un mes y medio. Durante mucho tiempo estuvo alimentado a través de un tubo naso-gástrico. Su cuerpecito estaba lleno de mordeduras de animales. Nos ha pasado de todo. Desde la lumbrera que, después de una visita de diez minutos y cobrarnos una cifra exorbitante, nos aconsejó mantenerlo apartado 'el tiempo que durara', hasta el que nos preguntó: '¿Acaso no se dan cuenta de cómo está?'."
"Pero también ha habido médicos como la pediatra Zora Del Buono: cuando vino a nuestra casa, de paso por Roma porque trabajaba en Bari, no me habló durante una hora. Se pasó todo el tiempo observando a Govindo mientras jugaba en la alfombra. Y lo que me dijo fue una bocanada de aire fresco. Los problemas de mi hijo eran una mezcla de muchos daños: los provocados por la enfermedad, pero también los causados por el abandono. Había que acariciarle mucho, abrazarle, agobiarle incluso. Mis hijos, junto a sus amigos, lo tenían en brazos, le daban de comer, lo cambiaban. Fueron la mejor terapia. Aún veo a Maria bailando con Gogo, a Luigi durmiendo en el suelo con su hermano en su barriga, a Cristina haciéndole reír y a Angela que sabía cómo tranquilizarle. Ninguno de nosotros quería 'arreglar' a Govindo. Sólo queríamos amarlo. Lo que no sabíamos es el efecto arrollador que el amor de Govindo tendría en nosotros".
Govindo Ricci. Foto: Vita.
Así pasaron volando los años en casa Ricci, entre risas e ingresos hospitalarios, alegrías y preocupaciones, cansancio y una alternancia de energía, peleas y hacer las paces. Como una familia cualquiera, "nos amábamos", hasta llegar a olvidarse de la sentencia de muerte que representaba el síndrome de Cockayne que le habían diagnosticado a Govindo.
Los médicos no conseguían explicar la capacidad de resistencia de Govindo, que cumplía un año tras otro. Sólo las religiosas de Madre Teresa no se asombraban, acostumbradas a creer que el amor realiza milagros, no sólo físicos. "'Dime, dime, ¿qué efecto causa Govindo en los demás?', me preguntaba la hermana Frederick cuando venía a Roma. Como si hubiera comprendido desde nuestro primer encuentro que Govindo habría conmovido a las almas y abierto la puerta de par en par a las preguntas. Ante su pobreza, su lenguaje sellado por el misterio, todo el que le amaba comprendía que no valía nada, que le faltaba de todo. Nos había convertido a todos en mendigos".
No ha sido difícil vivir Govindo y con Govindo. Cuando, recién cumplidos los 18 años, Govindo se marchó, Marina dijo a su hija Angela: "Ahora tenemos mucho tiempo". Su hija la miró a los ojos y dijo: "Sí, mamá, pero ¿para qué?".
Un gran Sábado Santo
Sucedió en noviembre de 2010. Incluso agonizando, Govindo reconoció a quien amaba, apretando la mano de su hermana Cristina, con toda la familia de rodillas alrededor de su cama. Un vez terminado el funeral, Tommaso Ricci dijo en esa iglesia llena hasta los topes de amigos, compañeros de trabajo, familiares y dirigiéndose también a la gran cantidad de personas que desde Buenos Aires a Jerusalén, desde Calcuta a Milán rezaban por su hijo que, como "linterna viva", había mantenido unida a su familia: "Te doy doblemente las gracias, hijo mío. Me has hecho sentir que soy un padre elegido por su hijo, preferido, me has hecho sentir un padre mejor de lo que era, no me has negado nunca una sonrisa, siempre me has buscado con tus brazos, te agarrabas a mi cuello, también cuando no estaba de buen humor. Junto a tus hermanos has hecho de mí un padre feliz. Gracias, hijo mío. El segundo gracias sólo te lo anuncio. Mi alma, tan llena de pecados, incoherencias, aridez, no puede competir con la tuya, tan pura, límpida, inocente y, por tanto, cercanísima a Dios. Pero aún dispongo de una carta a mi favor. Soy tu padre, debes obedecerme, te pido, por lo tanto, que me ayudes a transformar este vacío que me mata, que nos mata, ¿verdad, Marina? en algo bueno, en una nueva forma de ese bien que nos has regalado. Eres un hijo bueno y sé que lo harás. Entonces te daré mi segundo gracias, el definitivo, y lo haré personalmente cuando Dios quiera".
De Govindo o, como dice Marina Ricci, "del amor que te agarra de repente y te envuelve en su red hasta que dejas de moverte y dejas que, como una caricia, la vida te entre dentro y te colme de ternura", han escrito sus hermanas Maria, Angela, Cristina y su hermano, Luigi. Y se sigue hablando de Govindo y escribiendo sobre él, tal como había previsto la hermana Frederick. Son cientos las personas conmovidas por su historia que escriben a su madre "para contarme su historia, me hablan sobre su desesperación.
Nunca como en estos meses he comprendido las palabras del postulador de la causa de Madre Teresa, cuando dijo que Dios manda a los santos necesarios en cada época, y las de Joseph Ratzinger sobre el Sábado Santo, el día del aparente silencio de Dios". Ratzinger escribió: "¿No empieza a ser nuestro siglo un gran Sábado Santo, día de la ausencia de Dios, en el que también los discípulos sienten un vacío aterrador en el corazón, que se agranda cada vez más, y por este motivo se preparan, llenos de vergüenza y angustia, a volver a casa y se dirigen, tristes y destrozados por la desesperación hacia Emaús, sin darse cuenta en absoluto que el que creían que estaba muerto estaba en medio de ellos?".
También en una oración recitada mecánicamente
De la "oscuridad" de la Madre Teresa se habló mucho después de su muerte, esos larguísimos años de silencio en los que la "voz" (que le había dicho "tengo sed de ti, de tu amor" y ordenado que diera vida a una orden que anunciara su amor entre los más pobres de los pobres, anunciándole sacrificios, sufrimiento y cansancio) había permanecido en silencio.
"Fue entonces cuando la Madre Teresa participó en la pasión del alma de Cristo, que sudó sangre y se sintió abandonado por el Padre en Getsemaní. Como Cristo, y como el último de los deshechos humanos de Calcuta, Teresa vivió la desesperación, el vacío existencial de no sentirse amados, deseados, queridos. Pero también la nostalgia de ese Dios al que pedirá perdón por haber dudado de su existencia, esa nostalgia que le impidió, como había prometido a su madre cuando se fue de misión, dejar de aferrar la mano de Cristo aunque fuera sólo a través de una oración recitada mecánicamente. Este es el cristianismo. Todos estamos aferrados a esa mano, con nuestras dudas, nuestra soledad, nuestra desesperación. En la oscuridad, Cristo nos tiende la mano a todos". A través de las manos arrugadas, consumidas, misericordiosas de una santa entre los pobres. Y a través de las manos esqueléticas de un niño, extendidas para aferrar el dedo de una mujer en el tabernáculo de Calcuta.
Traducción de Elena Faccia Serrano.
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