Angelus 18 Nov. 2018. Captura De Pantalla Vatican Media |
Palabras del Papa antes de la oración mariana
NOVIEMBRE 18, 2018 16:36 * ANGELUS Y REGINA CAELI
(ZENIT – 18 nov. 2018).- Tras celebrar la Misa en el marco de la II Jornada Mundial de los Pobres este domingo, 18 de noviembre de 2018, el Santo Padre ha rezado esta mañana el Ángelus en la plaza de San Pedro ante 30.000 fieles y visitantes, según ha indicado la policía del Vaticano.
En el Evangelio de hoy –ha señalado el Papa– Jesús dice que la historia de los pueblos y la de los individuos tiene un fin y una meta que alcanzar: “El encuentro definitivo con el Señor”.
“No sabemos ni el tiempo, ni la manera en que sucederá –advierte el Santo Padre–. El Señor ha reiterado que nadie sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo. Todo se guarda en el secreto del misterio del Padre”. “Sabemos, sin embargo, un principio fundamental con el que debemos confrontarnos: El cielo y la tierra pasarán, dice Jesús, pero mis palabras no pasarán”, ha aclarado.
“De la misma manera”, ha comentado Francisco, “el poder del dinero y los medios económicos con los que pretendemos comprar todo y a todos, ya no podrán ser utilizados. Tendremos con nosotros nada más que lo que hemos logrado en esta vida, creyendo en su Palabra”.
Responsabilidad
Así, ha matizado que “nadie de nosotros puede escapar a este momento. La astucia que a menudo ponemos en nuestro comportamiento para dar crédito a la imagen que queremos ofrecer, ya no servirá”.
Sin embargo, el Obispo de Roma ha finalizado sus palabras con un aliento de esperanza, pidiendo a la Virgen su intercesión “para que la constatación de nuestra temporalidad en la tierra y de nuestro límite no nos sumerja en angustia, sino que nos haga volver a nuestra responsabilidad hacia nosotros mismos, hacia nuestro prójimo, hacia el mundo entero”.
A continuación ofrecemos la transcripción de las palabras del Papa Francisco antes de rezar la oración del Ángelus.
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Palabras del Papa antes del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
En el pasaje del Evangelio de este domingo, el Señor quiere instruir a sus discípulos sobre los acontecimientos futuros. No se trata en primer lugar de un discurso sobre el fin del mundo, sino más bien es una invitación a vivir bien en el presente, a estar atentos, vigilantes y siempre listos para cuando se nos llame a rendir cuentas de nuestra vida.
Jesús dice: “En aquellos días, después de aquella tripulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará más su luz. Las estrellas caerán del cielo”.
Estas palabras nos hacen pensar en la primera página del Libro del Génesis. La historia de la Creación. El sol, la luna… las estrellas, que desde el principio de los tiempos brillan en su orden y traen luz, signo de vida, aquí se describen en su decadencia mientras se hunden en la oscuridad y en el caos, signo del fin.
En cambio, la luz que brillará en este último día será única y nueva. Será la luz del Señor Jesús, que vendrá en la gloria con todos los santos, en ese encuentro veremos finalmente su rostro en la plenitud de la luz de la Trinidad, un rostro radiante de amor ante el cual todo ser humano se manifestará también en total verdad. La historia de la humanidad, como la historia personal de cada uno de nosotros no puede entenderse como una simple sucesión de palabras y hechos que no tienen sentido.
Tampoco puede interpretarse a la luz de una visión fatalista, como si todo estuviera ya establecido según el destino que quita cualquier espacio de libertad, impidiéndonos tomar decisiones que son el resultado de una decisión real.
En el Evangelio de hoy, más bien, Jesús dice que la historia de los pueblos y la de los individuos tiene un fin y una meta que alcanzar: El encuentro definitivo con el Señor. No sabemos ni el tiempo, ni la manera en que sucederá. El Señor ha reiterado que nadie sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo. Todo se guarda en el secreto del misterio del Padre. Sabemos, sin embargo, un principio fundamental con el que debemos confrontarnos: El cielo y la tierra pasarán, dice Jesús, pero mis palabras no pasarán.
El verdadero punto central es éste. En ese día, cada uno de nosotros tendrá que comprender si la Palabra del Hijo de Dios ha iluminado nuestra existencia personal o si le ha dado la espalda, y ha preferido confiar en sus propias palabras. Será más que nunca el momento de abandonarnos definitivamente al amor del Padre, y de confiarnos a su misericordia. Nadie puede escapar de este momento, nadie de nosotros puede escapar a este momento. La astucia que a menudo ponemos en nuestro comportamiento para dar crédito a la imagen que queremos ofrecer, ya no servirá.
De la misma manera, el poder del dinero y los medios económicos con los que pretendemos comprar todo y a todos, ya no podrán ser utilizados. Tendremos con nosotros nada más que lo que hemos logrado en esta vida, creyendo en su Palabra. Todo y nada de lo que hemos vivido o dejado de hacer. Con nosotros, solo llevaremos lo que hemos donado, lo que hemos dado.
Invocamos la intercesión de la Virgen María para que la constatación de nuestra temporalidad en la tierra y de nuestro límite no nos sumerja en angustia, sino que nos haga volver a nuestra responsabilidad hacia nosotros mismos, hacia nuestro prójimo, hacia el mundo entero.
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