Seres humanos como productos de desecho
Más de medio millón de seres humanos esperan su destino, congelados y sin desarrollar.
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Actualizado 3 abril 2015
Hace 37 años nació la primera “niña probeta”. Desde entonces, han nacido cinco millones de bebés fecundados in vitro. Como resultado de este “avance científico”, el embrión humano se ha convertido en un objeto de consumo. Aquellos embriones que nunca llegan a ser transferidos al útero quedan a la deriva de tres caminos dramáticos: ser criopreservados, destinados a la investigación o, directamente, destruidos.
Cerca de medio millón de embriones humanos permanecen congelados en nuestro país en bancos de criopreservación, un letargo a -196 ºC que se ha convertido, en palabras del sacerdote Alfonso Fernández Benito, experto en teología moral, en un verdadero “corredor de la muerte”.
Llegados a este punto se plantean dilemas de diversa índole: moral (si es ético almacenar indefinidamente embriones o dejarlos morir); judicial (por ejemplo, qué hacer con los embriones congelados de una pareja que años después se divorcia); económico (mantenerlos en nitrógeno líquido es muy costoso), e, incluso, espacial (el volumen de embriones criopreservados aumenta cada día).
Esta cadena perpetua no es más que el resultado de un proceso que empieza en el laboratorio de un centro de técnicas de reproducción asistida. ¿Cómo surge este dilema?
El catedrático de Genética de la Universidad de Alcalá de Henares, el profesor Nicolás G. Jouve, define las técnicas de reproducción artificial como todos aquellos procedimientos que manipulan el óvulo, el espermatozoide o el embrión, con el fin de conseguir un embarazo.
Cerca de medio millón de embriones humanos permanecen congelados en nuestro país en bancos de criopreservación, un letargo a -196 ºC que se ha convertido, en palabras del sacerdote Alfonso Fernández Benito, experto en teología moral, en un verdadero “corredor de la muerte”.
Llegados a este punto se plantean dilemas de diversa índole: moral (si es ético almacenar indefinidamente embriones o dejarlos morir); judicial (por ejemplo, qué hacer con los embriones congelados de una pareja que años después se divorcia); económico (mantenerlos en nitrógeno líquido es muy costoso), e, incluso, espacial (el volumen de embriones criopreservados aumenta cada día).
Esta cadena perpetua no es más que el resultado de un proceso que empieza en el laboratorio de un centro de técnicas de reproducción asistida. ¿Cómo surge este dilema?
El catedrático de Genética de la Universidad de Alcalá de Henares, el profesor Nicolás G. Jouve, define las técnicas de reproducción artificial como todos aquellos procedimientos que manipulan el óvulo, el espermatozoide o el embrión, con el fin de conseguir un embarazo.
Nicolás Jouve. |
Dependiendo de dónde se produzca la fecundación, hay que distinguir entre distintas técnicas: la fecundación in vivo,
en que se manipulan gametos, pero no embriones, ya que la fecundación
tiene lugar en las trompas de falopio (es el caso de la inseminación
artificial, ya sea con esperma del propio cónyuge o de un donante); y la
fecundación in vitro (FIV), la cual tiene lugar fuera del claustro materno.
En esta, una vez llevada a cabo la fecundación, los embriones producidos en laboratorio se transfieren al útero, por lo que el proceso se conoce como FIVET (fecundación in vitro y transferencia embrionaria). Esta tecnología, que se desarrolla desde 1978, genera embriones que son “tan humanos como los que vienen por vía natural, pero se convierten en objetos manipulables porque están en manos de quienes los producen, con el consentimiento de leyes y padres”, sentencia Jouve.
Por eso, porque son humanos, se plantean problemas morales a los que la bioética personalista, que considera al ser humano un fin en sí mismo y no un medio, da una clara respuesta.
El ser humano como medio
Si bien el gran problema al que nos enfrentamos es el de la instrumentalización de la vida y la consideración del hijo como un derecho y no como un don, fruto del amor de los esposos, el primero de los problemas éticos derivados de la reproducción in vitro es que se producen más embriones de los que van a ser implantados (embriones “sobrantes”).
Actualmente, y dependiendo de la edad de la mujer, en cada proceso de FIV se fecundan entre 5 y 10 óvulos y, como esta tecnología tiene un rendimiento del 25 al 30 por ciento, como mucho, para elevar las probabilidades de que nazca un hijo se implanta más de un embrión. En Alemania e Italia, a lo sumo, se transfieren cuatro embriones al vientre de la mujer. En España está permitida la transferencia de un número ilimitado aunque se suelen implantar cuatro. El resto se desechan, se destinan a la investigación o se congelan. Si, pasados cinco años, nadie reclama estos embriones congelados, se podrán descongelar para la investigación o se dejan morir.
Además, algunos centros de reproducción asistida ofrecen a la pareja que continúa el tratamiento la posibilidad de acudir a una “reducción embrionaria”, es decir, una técnica abortiva que disminuye a 1 o 2 el número de fetos y que, como se ha comprobado, conlleva un aumento de hasta un 75 por ciento del riesgo de parto prematuro.
Dilemas éticos
La Iglesia aún no se ha pronunciado claramente sobre lo que debería hacerse con los embriones criopreservados. Según Fernández Benito, “lo más lícito es dejar de producir embriones”.
En esta, una vez llevada a cabo la fecundación, los embriones producidos en laboratorio se transfieren al útero, por lo que el proceso se conoce como FIVET (fecundación in vitro y transferencia embrionaria). Esta tecnología, que se desarrolla desde 1978, genera embriones que son “tan humanos como los que vienen por vía natural, pero se convierten en objetos manipulables porque están en manos de quienes los producen, con el consentimiento de leyes y padres”, sentencia Jouve.
Por eso, porque son humanos, se plantean problemas morales a los que la bioética personalista, que considera al ser humano un fin en sí mismo y no un medio, da una clara respuesta.
El ser humano como medio
Si bien el gran problema al que nos enfrentamos es el de la instrumentalización de la vida y la consideración del hijo como un derecho y no como un don, fruto del amor de los esposos, el primero de los problemas éticos derivados de la reproducción in vitro es que se producen más embriones de los que van a ser implantados (embriones “sobrantes”).
Actualmente, y dependiendo de la edad de la mujer, en cada proceso de FIV se fecundan entre 5 y 10 óvulos y, como esta tecnología tiene un rendimiento del 25 al 30 por ciento, como mucho, para elevar las probabilidades de que nazca un hijo se implanta más de un embrión. En Alemania e Italia, a lo sumo, se transfieren cuatro embriones al vientre de la mujer. En España está permitida la transferencia de un número ilimitado aunque se suelen implantar cuatro. El resto se desechan, se destinan a la investigación o se congelan. Si, pasados cinco años, nadie reclama estos embriones congelados, se podrán descongelar para la investigación o se dejan morir.
Además, algunos centros de reproducción asistida ofrecen a la pareja que continúa el tratamiento la posibilidad de acudir a una “reducción embrionaria”, es decir, una técnica abortiva que disminuye a 1 o 2 el número de fetos y que, como se ha comprobado, conlleva un aumento de hasta un 75 por ciento del riesgo de parto prematuro.
Dilemas éticos
La Iglesia aún no se ha pronunciado claramente sobre lo que debería hacerse con los embriones criopreservados. Según Fernández Benito, “lo más lícito es dejar de producir embriones”.
Alfonso Fernández Benito. |
Pero ¿qué hacer con los que ya existen? Este teólogo moralista indica
que si una pareja que tiene embriones congelados acude a él diciéndole
“no lo sabíamos”, por lo que se enfrentan a serios problemas de
conciencia, él les recomienda “que los descongelen e implanten, de dos en dos, o que los dejen morir en paz,
porque la oportunidad de que sobrevivan es muy remota”. De hecho, de
los que se descongelan, un tercio mueren en el camino, y de los
restantes, si se transfieren al útero materno, el 87 por ciento no
finaliza la gestación.
Cabría otra posibilidad, sobre la que la Iglesia tampoco se ha pronunciado: la adopción de embriones congelados. “Podría ser una opción –dice Jouve– pero, en todo caso, no sería la solución para los 500.000 embriones que hay en circulación en nuestro país”. Además, a esto se sumaría el problema de la identidad: “Nuestra sociedad no es consciente de que se está transgrediendo el derecho del niño a saber quiénes son sus padres, a nacer en una familia y a ser concebido de forma digna”.
Esto mismo lo explica la instrucción Donum vitae (1987), sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, que la Santa Sede publicó ante el auge de las técnicas de reproducción artificial. “El hijo no es algo debido y no puede ser considerado como objeto de propiedad [...], tiene derecho a ser el fruto del acto específico del amor conyugal de sus padres y tiene también derecho a ser respetado como persona desde el momento de su concepción”.
Neoeugenesia
Hace pocos meses, el Gobierno británico aprobó la creación de embriones provenientes de tres donantes: dos madres y un padre. Este tipo de ingeniería genética está orientada a crear embriones sin defectos en el ADN mitocondrial (orgánulos que están fuera del núcleo de una célula, es decir, en el citoplasma), los cuales podrían dar lugar a enfermedades. En este caso, se utilizaría el esperma del padre, el núcleo del óvulo de la madre y el citoplasma de una donante.
Este es un paso más dentro de la tecnología del llamado “bebé medicamento”, que permite a los padres de un hijo con una patología tener otro hijo sano cuya sangre o médula sirva para curar al enfermo. Así, el hijo sano se convierte “en la caja de herramientas para arreglar al hermanito enfermo”, asegura Jouve.
Bancos de cordón umbilical
Esta técnica es posible gracias al denominado “diagnóstico genético preimplantacional” (DGP), que permite conocer información genética de un embrión para elegir el sexo del bebé o para descartar a los que portan un gen que puede dar lugar a enfermedades. “Es una práctica eugenésica, porque se trata de seleccionar seres humanos por sus cualidades genéticas”, explica Jouve. Además, “es muy bajo el porcentaje de éxito, porque para este diagnóstico hay que extraer una célula al embrión, y pocos logran sobrevivir”.
Por otra parte, en el “bebé medicamento” se observa claramente la intención ideológica que hay detrás de toda esta ingeniería, ya que “ir a un banco de cordones umbilicales sería suficiente para tratar de sanar al niño enfermo, y nos ahorraríamos un largo proceso, muy duro para la madre y para los embriones”, sentencia el genetista. Por si fuera poco, cada vez hay más bibliografía que corrobora las enfermedades que desarrollan los niños producidos in vitro: cáncer infantil o enfermedades como el síndrome de Prader-Willi o el de Angelman, debido, sobre todo, a los efectos del ambiente en el cultivo. “No se puede comparar el claustro materno con el frío medio del laboratorio”, apunta Jouve.
Para evitar que dilemas como estos continúen, hace falta un cambio en la legislación, pero este solo será posible si se crea conciencia social del mal que se está haciendo al no respetar la vida humana en todas sus instancias.
Artículo publicado originalmente en Misión.
Cabría otra posibilidad, sobre la que la Iglesia tampoco se ha pronunciado: la adopción de embriones congelados. “Podría ser una opción –dice Jouve– pero, en todo caso, no sería la solución para los 500.000 embriones que hay en circulación en nuestro país”. Además, a esto se sumaría el problema de la identidad: “Nuestra sociedad no es consciente de que se está transgrediendo el derecho del niño a saber quiénes son sus padres, a nacer en una familia y a ser concebido de forma digna”.
Esto mismo lo explica la instrucción Donum vitae (1987), sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, que la Santa Sede publicó ante el auge de las técnicas de reproducción artificial. “El hijo no es algo debido y no puede ser considerado como objeto de propiedad [...], tiene derecho a ser el fruto del acto específico del amor conyugal de sus padres y tiene también derecho a ser respetado como persona desde el momento de su concepción”.
Neoeugenesia
Hace pocos meses, el Gobierno británico aprobó la creación de embriones provenientes de tres donantes: dos madres y un padre. Este tipo de ingeniería genética está orientada a crear embriones sin defectos en el ADN mitocondrial (orgánulos que están fuera del núcleo de una célula, es decir, en el citoplasma), los cuales podrían dar lugar a enfermedades. En este caso, se utilizaría el esperma del padre, el núcleo del óvulo de la madre y el citoplasma de una donante.
Este es un paso más dentro de la tecnología del llamado “bebé medicamento”, que permite a los padres de un hijo con una patología tener otro hijo sano cuya sangre o médula sirva para curar al enfermo. Así, el hijo sano se convierte “en la caja de herramientas para arreglar al hermanito enfermo”, asegura Jouve.
Bancos de cordón umbilical
Esta técnica es posible gracias al denominado “diagnóstico genético preimplantacional” (DGP), que permite conocer información genética de un embrión para elegir el sexo del bebé o para descartar a los que portan un gen que puede dar lugar a enfermedades. “Es una práctica eugenésica, porque se trata de seleccionar seres humanos por sus cualidades genéticas”, explica Jouve. Además, “es muy bajo el porcentaje de éxito, porque para este diagnóstico hay que extraer una célula al embrión, y pocos logran sobrevivir”.
Por otra parte, en el “bebé medicamento” se observa claramente la intención ideológica que hay detrás de toda esta ingeniería, ya que “ir a un banco de cordones umbilicales sería suficiente para tratar de sanar al niño enfermo, y nos ahorraríamos un largo proceso, muy duro para la madre y para los embriones”, sentencia el genetista. Por si fuera poco, cada vez hay más bibliografía que corrobora las enfermedades que desarrollan los niños producidos in vitro: cáncer infantil o enfermedades como el síndrome de Prader-Willi o el de Angelman, debido, sobre todo, a los efectos del ambiente en el cultivo. “No se puede comparar el claustro materno con el frío medio del laboratorio”, apunta Jouve.
Para evitar que dilemas como estos continúen, hace falta un cambio en la legislación, pero este solo será posible si se crea conciencia social del mal que se está haciendo al no respetar la vida humana en todas sus instancias.
Artículo publicado originalmente en Misión.
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