«Lego capuchino. Hizo de la pobreza el santo y seña de su vida;
poseía un crucifijo de latón, un rosario, un manto raído, y un corazón
tan grande que no le cabía en el pecho. Fue agraciado con el don de
milagros»
San Serafín de Montegranario |
(ZENIT – Madrid).- En esta festividad de Nuestra Señora de Aparecida, y de la Virgen del Pilar, patrona de la hispanidad, entre otros santos y beatos la Iglesia celebra también la vida de este humilde capuchino.
Félix era natural de Montegranario, Italia. Nació en 1540. Su padre,
un modesto albañil, tuvo que sacar adelante cuatro hijos. Serafín fue el
segundo y sufrió durante años la penuria económica de la familia y el
trato despótico y violento de su hermano mayor, Silencio, que se cebó en
él cuando quedaron huérfanos. Una jovencita, Lisa, fue su particular
«ángel protector». Trajo con ella el aire diáfano del ideal religioso
leyéndole vidas de santos. Fue el detonante de preguntas hondas que se
formuló por vez primera: “–«¿Y qué hemos de hacer para salvarnos? Creo que lo mejor para mí será retirarme a un desierto y hacer vida de penitencia». Con la lucidez que brota de la inocencia evangélica, Lisa respondió: –«¿Para qué quieres un desierto? Vete a vivir con los capuchinos, y serás santo».
Serafín supo de la existencia de estos religiosos y de la vida que
llevaban a través del relato que hizo ella. En esa época ya se estaba
labrando esa santidad que deslumbraría a las gentes en medio de la
compleja relación con su hermano, la dureza de su trabajo como peón de
albañil, portando en sus espaldas un peso desproporcionado, y sufriendo
las chanzas de otros compañeros. Su alma transparente era una simbiosis
de ofrenda y sacrificio.
A los 18 años se fue al convento de Loro-Piceno, consciente de sus
muchas deficiencias humanas: distraído, lento, descuidado, olvidadizo,
torpe… Pero tenía lo esencial, como revelan las humildes palabras que
dirigió al portero que le abrió la puerta: –«Padre, yo no sé leer ni escribir; no sé más que rezar y amar a Dios».
Hizo el noviciado en Jesi y mostró la autenticidad de su vocación. Le
veían orar durante horas ante el sagrario, tenía verdadero espíritu
penitencial, y fraguaba su acontecer con ayuno y mortificaciones. Él
mismo diseñó cilicios para las severas disciplinas que se aplicó,
llevado de su convencimiento de que eran un bien para su alma. Cuando un
superior le invitó a moderarlos en beneficio de su salud, respondió: –«¡Vaya una cosa! Si yo muero, habrá un pecador menos en el mundo». Durante
cuarenta años sufrió desprecios y humillaciones dentro y fuera del
convento, curtiéndose en la virtud de la paciencia. Y consiguió aceptar
sus debilidades. Fue un maestro de la caridad. Respondía bondadosamente
cuando era objeto de mofa: «muy bien, muy bien. Tú me conoces mejor
que nadie. Así hay que tratar a los pecadores como yo. Dios te lo pague,
santito mío, Dios te lo pague».
Al final, y viendo que no respondía en las misiones que se le
encomendaron, fue destinado a la limosna. Pero este religioso, que no se
distinguió precisamente por su eficiencia, como era un santo fue
bendecido con diversas experiencias místicas: éxtasis, visiones y
milagros. Tenía el don de llegar a las gentes que conducía a Dios. Amaba
profundamente a la Virgen y difundió su devoción en los demás. Era
fidelísimo a la vivencia evangélica; jamás cometió voluntariamente un
pecado venial, ni consintió en su entorno componendas al respecto.
Sentía profunda piedad por los enfermos y moribundos. Y cuando hizo
milagros, llevado por su humildad, trató de ocultarlos. Aceptaba sus
limitaciones lleno de mansedumbre: «No poseo nada; tengo
solamente este crucifijo y el rosario, pero con ellos, si Dios me ayuda,
serviré de ayuda a los hermanos, y me haré santo». Con la
penetración que da la auténtica vida espiritual mostraba su crucifijo
de latón para recordar a los predicadores que en él se halla la clave de
todo: «Este es el verdadero libro que conviene estudiar para hacer predicaciones provechosas a los pueblos».
Era feliz con su pobreza. Poseía un manto raído que una vez tuvo que
reemplazar temporalmente, sustituyéndolo por uno nuevo por indicación de
un superior que quiso probar su obediencia. Ese día soportó con gozo
las chanzas de quienes, acostumbrados a su humilde sayal, se
sorprendieron al verle pedir limosna por las calles de Ascoli con
inusual «elegancia». Abrumado por la gente que le reclamaba por su fama
de milagrero, (que se había hecho manifiesta no solo con las personas
sino también con animales a los que amansaba), añoraba la soledad y el
silencio. Sus superiores le prohibieron realizar prodigios. Como no
estaba en su mano evitarlos, pedía discreción a los agraciados: «Vete, y quédate calladito, calladito, santito, porque no he sido yo, sino que ha sido Cristo y tu fe las que te han curado».
Toda su trayectoria pone de manifiesto que estaba en las antípodas de
la inmadurez espiritual. Refleja la grandeza de un alma penitente,
entregada, desprendida, desasida de sí. Ello se percibe también en sus
constantes destinos; fue un religioso que pasó por muchos conventos. A
nadie negó el bien que pudo hacer, comenzando por infundir a los que
acudían a él en masa la confianza en Dios y en su divina Providencia. Se
le reveló la hora de su muerte y esperó gozoso el momento. Llevaba
sesenta y cuatro años llenos de trabajos y severas penitencias. Alegre y
lúcidamente cándido, como siempre había sido, respondía a la pregunta
de sus hermanos que se interesaban por su salud: «Muy bien; pronto me voy al cielo».
A principios de octubre de 1604 enfermó, y sólo se levantó el día 12
de ese mes, horas antes de morir. Previamente, tuvo la gracia de ayudar
en misa, comulgar y hasta pedir limosna. Tanto es así, que pensando que
se repondría demoraron administrarle los sacramentos. Pero él sabía que
estaba a las puertas del cielo, y suplicó: «dadme a mi Dios, traedme a mi Jesús. Antes de la noche voy a morir». Y así fue. Clemente XIII lo canonizó el 16 de julio de 1767.
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