«Tercer obispo de Antioquia, doctor de la unidad, denominado
Theophoros (portador de Dios), murió mártir por amor a Cristo bajo las
fauces de los leones en el anfiteatro Flavio»
San Ignacio de Antioquía |
(ZENIT – Madrid).- «Permitid que sirva de alimento a
las bestias feroces para que por ellas pueda alcanzar a Dios. Soy trigo
de Cristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras para
convertirme en pan sabroso a mi Señor Jesucristo. Animad a las bestias
para que sean mi sepulcro, para que no dejen nada de mi cuerpo, para que
cuando esté muerto, no sea gravoso a nadie […]. Si no quieren atacarme,
yo las obligaré. Os pido perdón. Sé lo que me conviene. Ahora comienzo a
ser discípulo. Que ninguna cosa visible o invisible me impida llegar a
Jesucristo […]. Poneos de mi lado y del lado de Dios. No llevéis en
vuestros labios el nombre de Jesucristo y deseos mundanos en el corazón.
Aún cuando yo mismo, ya entre vosotros os implorara vuestra ayuda, no
me escuchéis, sino creed lo que os digo por carta. Os escribo lleno de
vida, pero con anhelos de morir». Son palabras de la epístola que este apasionado y valeroso atleta de Cristo, Padre Apostólico, discípulo de los apóstoles san Juan y san Pablo, sospechando el glorioso fin que le aguardaba, dirigió a los cristianos de Roma. Y ciertamente fue condenado por el emperador Trajano a morir en el circo bajo las fauces de las fieras.
Los datos conocidos de su vida arrancan del momento en que los
apóstoles Pedro y Pablo lo designaron sucesor de Evodio (que dejó este
mundo hacia el año 69 d.C.) para ocupar como obispo la sede de
Antioquia. Ésta era entonces una ciudad populosa, de gran importancia
dentro del Imperio Romano, mosaico de creencias y vía de paso de gran
atractivo para muchas personas. Los que se fueron afincando, en su
mayoría procedentes de diversos puntos, habían dejado allí su impronta.
Greco-paganos, judeocristianos helenistas, judíos ortodoxos, entre
otros, junto a la nutrida comunidad cristiana conformaban el paisaje
social de este núcleo gordiano «de las Iglesias de la gentilidad», con
el que tuvo que lidiar san Ignacio. Y no le resultó fácil, como se
percibe en sus ímprobos esfuerzos y llamamientos a la unidad.
Fue un pastor excepcional. Transmitió con fidelidad la doctrina
heredada de los primeros apóstoles y defendió bravamente la fe contra
herejías como el docetismo. En las siete epístolas que dirigió a las
distintas Iglesias (algunas redactadas mientras viajaba para ser
martirizado), no dejó de exhortar a los cristianos a dar la vida por
Cristo, a ser fieles a las enseñanzas recibidas, a mantenerse firmes
frente a los que pretendían socavarlas, así como a vivir la caridad y
unidad entre todos. Cuando supieron que había sido hecho prisionero y
viajaba para ser ajusticiado, como tantos mártires, iban saliéndole al
encuentro (entre otros, san Policarpo); él los bendecía con paternal
ternura, orando por ellos y por la Iglesia. Eusebio de Cesarea, al
historiar ese momento, haciéndose eco del discurrir de Ignacio, puso de
manifiesto el ardor apostólico del santo que no perdía ocasión para dar a
conocer a Cristo. En las ciudades que atravesó se ocupó de fortalecer a
los fieles recordándoles el mensaje evangélico, animándoles a vivir la
santidad. Tras de sí dejaba la huella de la unidad entre las Iglesias,
después de haber alertado contra las herejías que irrumpían con fuerza
buscando la confusión y la ruptura con el magisterio eclesial que de
ellas se deriva.
Particularmente relevante fue su paso por Esmirna, sede de san
Policarpo, que había bebido las fuentes primigenias del cristianismo de
manos de san Juan. El edificante y rico legado de san Ignacio que amasó
en ese lugar, además de las bendiciones que su presencia proporcionó a
los cristianos de la ciudad, ha llegado a nuestros días. Se compone de
una serie de cartas dirigidas a sus hermanos de Éfeso, Magnesia, Trales y
Roma, a través de las cuales dejaba oír la poderosa voz de la fe que
inundaba sus entrañas. A la comunidad romana le había dicho: «Trigo soy de Dios, molido por los dientes de las fieras, y convertido en pan puro de Cristo».
No finalizó con estas misivas su encendida catequesis. En Tróada, su
siguiente escala, escribió a la comunidad de Filadelfia, a la de
Esmirna, y a Policarpo. En estos textos vivos, pujantes de gozo –porque
sabía que iba camino de su martirio y ansiaba derramar su sangre por
Cristo, ya que de este modo se abrazaría a Él por toda la eternidad–, se
percibe cuánto le urgía dejar bien sentadas las bases de la comunión
apostólica, recordando las claves del seguimiento, coronadas siempre por
la caridad.
La lucha, el esfuerzo, la entrega incesante, la fraternidad, el
espíritu de familia, el ir todos a una, y ponerse a merced unos de
otros, siempre mirando a quien presidía la comunidad, sin celos,
rivalidades y envidias, alumbraron a los fieles a quienes las dirigió y a
las sucesivas generaciones. El potente eco de su voz se abre paso en
nuestras vidas y nos insta a seguir el camino hasta el fin,
recordándonos el valor de la gracia que recibimos cuando nos afiliamos a
la Iglesia: «¡Vuestro bautismo ha de permanecer
como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza,
la paciencia como un arsenal de todas las armas!».
El 20 de diciembre del año 107, aunque este extremo no está
confirmado, compareció ante el prefecto. Fue un trámite fugaz, inútil,
ya que todo estaba decidido de antemano, y sin dilación fue conducido al
anfiteatro Flavio. Allí unos leones dieron fin a su vida. Las Actas de
los mártires reflejan este cruento sacrificio del gran prelado de
Antioquia, cuyo sobrenombre de «Theophoros» (portador de Dios) sintetiza
el acontecer de ese testigo de Cristo que derramó su sangre por Él.
Había sido el primero en denominar «católica» a la Iglesia, en utilizar
la palabra «Eucaristía» refiriéndose al Santísimo Sacramento, y en
escribir sobre el parto virginal de María. Ha dejado obras excepcionales
mostrando que la doctrina eclesial procede de Cristo por medio de los
apóstoles. Sus restos fueron llevados a Antioquia.
in
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