Repetir resignados que todo está mal y nada es como antes es la atmósfera del sepulcro. Jesús en cambio invita a salir
La misa del Papa en Carpi (Fto. Osservatore © Romano) |
(ZENIT – Ciudad del Vaticano, 3 Abr. 2017).- El papa Francisco en
su visita pastoral a la ciudad italiana de Carpi, realizada este domingo
2 de abril, celebró la santa misa en la Plaza de los Mártires. Después
de la proclamación del santo evangelio, el Papa Francisco ha pronunciado
la homilía que reproducimos a continuación:
Homilía del Santo Padre
“Las Lecturas de hoy nos hablan del Dios de la vida, que vence la
muerte. Detengámonos, en particular, en el último de los signos
milagrosos que Jesús hace antes de su Pascua, en el sepulcro de su amigo
Lázaro.
Allí todo parece terminado: la tumba está cerrada con una gran
piedra; alrededor hay solo llanto y desolación. También Jesús está
conmovido por el misterio dramático de la pérdida de una persona
querida: “Se conmovió profundamente” y estaba “muy turbado” (Jn, 11,33).
Después “estalló en llanto” (v. 35) y fue al sepulcro, dice el
Evangelio, “todavía conmovido profundamente una vez más” (v. 38). Este
es el corazón de Dios: lejano del mal pero cercano a quien sufre; no
hace desaparecer el mal mágicamente, sino que com-padece el sufrimiento,
lo hace propio y lo transforma habitándolo.
Notamos, sin embargo que, en medio de la desolación general por la
muerte de Lázaro, Jesús no se deja llevar por el desánimo. Aun sufriendo
Él mismo, pide que se crea firmemente; no se encierra en el llanto,
sino que, conmovido se pone en camino hacia el sepulcro. No se deja
capturar del ambiente emotivo resignado que lo circunda, sino que reza
con confianza y dice: “Padre, te doy gracias” (v. 41). Así, en el
misterio del sufrimiento, frente al cual el pensamiento y el progreso se
aplastan como moscas en los cristales, Jesús nos da ejemplo de cómo
comportarnos: no huye del sufrimiento, que pertenece a esta vida, pero
no se deja aprisionar por el pesimismo.
En torno al sepulcro se lleva así un gran encuentro-desencuentro.
Por una parte está la gran desilusión, la precariedad de nuestra vida
mortal que, atravesada por la angustia de la muerte, experimenta a
menudo la derrota, una oscuridad interior que parece insuperable.
Nuestra alma, creada para la vida, sufre sintiendo que su sed eterna de
bien es oprimida por un mal antiguo y oscuro. Por una parte es ésta
derrota del sepulcro. Pero por la otra, está la esperanza que vence la
muerte y el mal y que tiene un nombre; la esperanza se llama: Jesús. Él
no trae un poco de bienestar o algún remedio para alargar la vida, sino
que proclama: “Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí aunque
muera, vivirá” (v. 25). Por esto dice: “quitad la piedra”(v. 39) y
grita a Lázaro con voz fuerte: “Sal” (v. 43).
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros estamos invitados a
decidir de qué parte estar. Se puede estar de la parte del sepulcro o se
puede estar de la parte de Jesús. Hay quienes se dejan encerrar por la
tristeza y quienes se abren a la esperanza. Hay quienes se quedan
atrapados en las ruinas de la vida, y quienes, como vosotros, con la
ayuda de Dios, reconstruyen con paciente esperanza.
Frente a los grandes “por qué” de la vida tenemos dos caminos:
quedarnos mirando melancólicamente los sepulcros de ayer y de hoy, o
acercar a Jesús a nuestros sepulcros. Sí, porque cada uno de nosotros ya
tiene un pequeño sepulcro, alguna zona un poco muerta dentro del
corazón: una herida, un mal sufrido o realizado, un rencor que no da
tregua, un remordimiento que regresa constantemente, un pecado que no se
consigue superar. Identifiquemos hoy estos nuestros pequeños sepulcros
que tenemos dentro e invitemos allí a Jesús.
Es extraño, pero a menudo preferimos estar solos en las grutas
oscuras que llevamos dentro, en vez de invitar a Jesús; estamos tentados
de buscarnos siempre a nosotros mismos, rumiando y hundiéndonos en la
angustia, lamiéndonos las heridas, en lugar de ir a Él, que nos dice:
“Venid a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo os
aliviaré.” (Mt 11:28). No nos dejemos aprisionar por la tentación de
quedarnos solos y desesperanzados quejándonos de lo que nos sucede; no
cedamos a la lógica inútil del miedo que no lleva a ninguna parte,
repitiendo resignados que todo está mal y nada es como antes. Esta es la
atmósfera del sepulcro; el Señor, en cambio, quiere abrir el camino de
la vida, el del encuentro con Él, de la confianza en Él, de la
resurrección del corazón. El camino del “Levántate”, ¡levántate, sal!,
esto es lo que nos dice el Señor, y Él está a nuestro lado para
hacerlo.
Escuchamos, pues, dirigidas a cada uno de nosotros, las palabras de
Jesús a Lázaro: “¡Sal!”; sal del atasco de la tristeza sin esperanza;
desata las vendas de miedo que obstruyen el camino; los lazos de las
debilidades y de las inquietudes que te bloquean; repite que Dios
desata los nudos. Siguiendo a e Jesús aprendemos a no atar nuestras
vidas en torno a los problemas que se enredan: siempre habrá problemas,
siempre, y, cuando resolvemos uno, siempre, llega otro. Podemos, sin
embargo, encontrar una nueva estabilidad, y esta estabilidad es
precisamente Jesús, ésta estabilidad se llama Jesús, que es la
resurrección y la vida: con él la alegría habita en el corazón, renace
la esperanza, el dolor se transforma en paz, el temor en confianza, la
prueba en ofrenda de amor. Y aunque los pesos no faltarán, siempre
estará su mano que levanta, su Palabra que alienta y nos dice a todos, a
cada uno de nosotros: “¡Sal! ¡Ven a mí! “. Nos dice a todos: no tengáis
miedo.
También a nosotros, hoy como entonces, Jesús nos dice: “Quítate la
piedra.” Por muy pesado que sea el pasado, grande el pecado, fuerte la
vergüenza, nunca bloqueemos el ingreso del Señor. Quitemos ante El la
piedra que le impide entrar: este es el tiempo favorable para remover
nuestro pecado, nuestro apego a las vanidades del mundo, el orgullo que
nos bloquea el alma. Tantas enemistades entre nosotros, en las familias,
tantas cosas… y este es el tiempo favorable para remover todas estas
cosas.
Visitados y liberados por Jesús, pidamos la gracia de ser testigos de
vida en este mundo que tiene sed de ello, testigos que suscitan y
resucitan la esperanza de Dios en los corazones cansados y abrumados
por la tristeza. Nuestro anuncio es la alegría del Señor viviente, que
aún hoy dice, como a Ezequiel: “Yo voy a abrir vuestras tumbas, os haré
salir de ellas, y os haré volver, pueblo mío, a la tierra de Israel” (Ez
37,12)”.
in
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