«Este doctor de la Iglesia, obispo y cardenal de Ostia, entendió que
la ofrenda de sus tendencias dominantes serían más efectivas
espiritualmente que los instrumentos penitenciales que se aplicaba como
castigo»
San Pedro Damiani (Kiwi commons) |
(ZENIT – Madrid).- La penitencia, el ayuno de las pasiones, tiene en
la vida santa una expresión concreta. Todo aquel que aspira a la
perfección sabe, porque así lo indicó Cristo, que no puede alcanzarla si
no está dispuesto a negarse a sí mismo. Ahora bien, durante siglos en
la historia de la ascética las penitencias físicas tenían gran
ascendente sobre otras opciones expiatorias. Sin embargo, la virulencia
con la que muchos hombres y mujeres se aplicaron cilicios y disciplinas
varias, no siempre dio los resultados que cabría esperar.
Pedro Damiani, que inició una vía purgativa alentada por la
mortificación física, se percató después del alcance de esa entrega
cotidiana que conllevan los heroicos y silenciosos sacrificios, siempre
lacerantes, pero llenos de bendiciones. Nació en Ravena, Italia, en
1007. Pertenecía a una familia numerosa y pobre. Fue el último de los
hijos y perdió a sus padres prematuramente. Entonces quedó a cargo de
uno de sus hermanos, que le trató con inusitada dureza. Apenas sabía
caminar y ya estaba cuidando puercos. Pero otro de sus hermanos, Damián,
era arcipreste de Ravena y se ocupó de su formación. Cursó estudios en
Faenza y en Parma con gran aprovechamiento, bajo su atenta mirada.
Impresionado y agradecido por el trato fraternal que recibió, Pedro
incorporó el nombre de pila de aquél al suyo; de ahí proviene Damiani.
Acostumbrado a la rudeza de la vida, que sufrió tan tempranamente, la
austeridad fue su gran aliada cuando determinó abandonar el mundo
exterior ingresando en el convento de Fonte Avellana, donde residía una
comunidad de ermitaños.
La divina Providencia alumbró sus reflexiones con la presencia
inesperada de dos benedictinos que pertenecían al convento y que dieron
respuesta satisfactoria a sus preguntas respecto a la forma de vida que
llevaban. Experimentando con fuerza las tentaciones de la carne, no dudó
en defenderse de los ataques del maligno arrancándose de las garras del
pecado con duras mortificaciones. En conformidad con las costumbres de
la época colocó debajo de su camisa un cilicio, se azotaba y ayunaba. Su
cuerpo no estaba hecho a esta clase de durezas tan intensas y sintió el
peso de su debilidad. Comprendió entonces que las penitencias deben ser
otras, entendiendo que debía tener paciencia y cumplir los afanes del
día a día, estudiando y trabajando con denuedo.
La severidad que se infligía, se tornaba misericordia e indulgencia
con los demás, siempre atendiendo a la vivencia de la caridad. Había
aprendido de su experiencia y enseñó a otros a que luchasen por el Reino
de Dios; esa era su mejor y más fecunda penitencia en lugar de castigar
su organismo. Se dedicó a estudiar las Sagradas Escrituras con tanto
empeño que fue designado para suceder al abad, y en contra de su
voluntad, ya que en manera alguna deseaba esa misión, la asumió en 1043.
De su fecunda pluma surgieron textos dirigidos a los ermitaños. Señaló
los deberes de clérigos y monjes, abordando también temas morales y
disciplinares. Decía: «Es imposible restaurar la
disciplina una vez que ésta decae; si nosotros, por negligencia, dejamos
caer en desuso las reglas, las generaciones futuras no podrán volver a
la primitiva observancia. Guardémonos de incurrir en semejante culpa y
transmitamos fielmente a nuestros sucesores el legado de nuestros
predecesores».
Es autor del Libro Gomorriano (por Gomorra), con el que quiso
contrarrestar el poderoso influjo de las costumbres licenciosas de su
tiempo. «Este mundo —escribió en esta obra—se hunde cada día de tal
suerte en la corrupción, que todas las clases sociales están podridas.
No hay pudor, ni decencia, ni religión; el brillante tropel de las
santas virtudes ha huido de nosotros. Todos buscan su interés; están
devorados por el apetito insaciable de los bienes de la tierra. El fin
del mundo se acerca, y ellos no cesan de pecar. Hierven las olas
furiosas del orgullo, y la lujuria levanta una tempestad general. El
orden del matrimonio está confundido, y los cristianos viven como
judíos. Todos, grandes y pequeños, están enredados en la concupiscencia,
nadie tiene vergüenza del sacrilegio, del perjurio, de la lujuria, y el
mundo es un abismo de envidia y de hediondez».
Promovió la comunión con la Sede Apostólica. Es conocida su actividad
en contra de la simonía, frecuente en la época, que proporcionaba a la
Iglesia gobernantes indignos de su oficio. Vivió austeramente hasta el
final de su existencia. Huyendo del ocio como de la peste, cuando no se
hallaba en la oración o estaba absorto en el trabajo, fabricaba
utensilios diversos. Fundó otras cinco comunidades de ermitaños
fomentando entre los monjes el espíritu de retiro, caridad y humildad.
Además, estuvo al servicio de la Iglesia. Fue designado obispo y
cardenal de Ostia en 1057. Su última misión fue solventar el
controvertido asunto que implicaba al arzobispo de Ravena por indicación
del papa Alejandro II. Aquél había sido excomulgado
por sus atrocidades. Cuando llegó para entrevistarse con él, el
arzobispo había muerto. Pero convirtió a sus cómplices, a quienes impuso
la debida penitencia. En febrero de 1072 al regresar a Roma contrajo
una fiebre de tal calibre que a los ocho días se produjo su muerte. En
estos postreros instantes le acompañaron un grupo de monjes que residía
en un monasterio establecido en una zona circundante a Faenza, que
recitaron los maitines alrededor de su lecho. León XIII lo canonizó el año 1823, y él mismo lo declaró doctor de la Iglesia en 1828.
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