«La enfermedad y la muerte fueron los peldaños de una heroica
ofrenda. Joven atractivo, con gran éxito social, viéndose sin salud
prometió consagrarse. Esta decisión, reiteradamente incumplida, la
materializó al morir su hermana»
San Gabriel de la Dolorosa (WIKIPEDIA) |
(ZENIT – Madrid).- La vida de Francisco Possenti, un amasijo de
enfermedad y muerte que fueron peldaños de una heroica ofrenda, es la de
una intensa y bellísima historia de amor a Jesús crucificado, a la
Eucaristía y a la Virgen. Pero no fue así desde el principio. Acomodado a
los recursos que le ofrecía el alto estatus social de su familia y el
éxito que le rodeaba, fue aplazando la respuesta al llamamiento que
claramente percibía dentro de sí. Experto en promesas incumplidas se
ofrecía a Dios, y casi a renglón seguido se olvidaba de materializar su
entrega. La maraña de autoengaños y mentiras psicológicas en las que se
enredó le hacían perder el tiempo que Dios había trazado sobre él. Hasta
que el sufrimiento atenazó su vida con su propia enfermedad y con la
pérdida del ser que más quería. Después jamás intentó doblegar la
voluntad divina queriendo acomodarla a la suya. Conmovió el corazón de
Gemma Galgani asistiéndola desde el cielo, a través de «visitas» en las
que la animaba y aconsejaba.
Nació en Asís, Italia, el 1 de marzo de 1838. Era el
undécimo de trece hermanos. Perdió a su madre cuando tenía 4 años. Su
padre era juez en la ciudad y al quedarse viudo se ocupó personalmente
de su formación. Era un hombre creyente que, junto a su esposa, había
alentado a sus hijos a compartir diariamente prácticas de piedad como el
rezo del rosario. Sostenidos por su confianza en Dios afrontaron la
desaparición de cinco de los hermanos. La sensibilidad de la que hacía
gala se puso de manifiesto también con la educación de Francisco. Éste
tenía lo que se dice mal genio. Un carácter impulsivo y tendente a la
ira, que su progenitor se preocupó de templar a través de la selecta
educación que le proporcionaron los hermanos de las Escuelas Cristianas y
los jesuitas con quienes le llevó a estudiar.
El mundo en cierto modo le atraía, y como era un líder
fácilmente sobresalía en cualquier lugar. Después, la indómita
personalidad, atenuada progresivamente, dejó traslucir un «temperamento
suave, jovial, insinuante, decidido y generoso; poseía también un
corazón sensible y lleno de afectividad… Era de palabra fácil,
apropiada, inteligente, amena y llena de una gracia que sorprendía…».
Además, poseía innegable atractivo: alto y bien formado; le acompañaba
incluso su tono de voz. Esmerado en el vestir –iba a la última– tenía
dotes para el canto, la poesía y el teatro. Sensible y proclive al
enamoramiento, se sentía atraído por la lectura de las novelas. Pero
como en su interior mantenía siempre viva su fe cristiana (incluso tenía
en su habitación una escultura de la Piedad que veneraba), después
experimentaba una honda tristeza y abatimiento. A veces iba con su padre
al teatro, y lo abandonaba a escondidas para rezar bajo el pórtico de
la cercana catedral, regresando de nuevo antes de finalizar la función.
Dios tocó su corazón por medio de una grave enfermedad.
Aterrorizado por ella, prometió que si sanaba abandonaría la vida que
llevaba. Se curó, pero no cumplió su palabra. Con todo, llamó a la
puerta de los jesuitas, y aunque fue aceptado pensó que le convenía una
comunidad más rigurosa. Nuevamente estuvo a punto de morir, y seguro de
que sanaría manteniéndose fiel a Dios, tocado por el ejemplo del beato
Andrés Bobola, al que había pedido su mediación, efectivamente se curó.
Solo le quedaba cumplir su promesa ingresando con los jesuitas. Sin
embargo, dejó pasar el tiempo. Entonces perdió a la hermana que más
quería a consecuencia de una epidemia de cólera, y lo interpretó como un
signo divino inaplazable. De modo que, comunicó a su padre la decisión
que daría el rumbo definitivo a su existencia. A su progenitor le
parecía que un joven tan mundano como él no iba a encajar fácilmente en
esa forma de vida y desistiría de su empeño prontamente. En esa época
intervino María. El 22 de agosto de 1856, cuando Francisco asistía a la
procesión de la «Santa Icone» en Spoleto, donde residía, la Virgen le
dijo: «Tú no estás llamado a seguir en el mundo. ¿Qué haces, pues, en
él? Entra en la vida religiosa». Y el 10 de septiembre de 1856, con 18
años, ingresó en el noviciado pasionista de Morrovalle (Macerata). Al
profesar tomó el nombre de Gabriel de la Dolorosa.
Efectivamente, tal y como su padre pensó, la diferencia
entre la vida que había llevado y la conventual le costó grandes
esfuerzos a todos los niveles. En nada se parecía la frugalidad de una
mesa sobre la que se extendían humildes viandas con los apetitosos
bocados que había gustado en su casa. Los horarios, la disciplina… Se
sobrepuso a todo. Y después hizo notar en sus escritos: «La alegría y el
gozo que disfruto dentro de estas paredes son indecibles». Se formó en
Preveterino, Camerino e Isola feliz de poder convertirse en sacerdote,
pero Dios tenía otros planes para él. Nunca se quejó, soportó santamente
las humillaciones, y fue admirado por sus hermanos por la amabilidad de
su trato, su fervor y la fidelidad en el cumplimiento de lo que se le
indicaba. «Lo que más me ayuda a vivir con el alma en paz es pensar en
la presencia de Dios, el recordar que los ojos de Dios siempre me están
mirando y sus oídos me están oyendo a toda hora y que el Señor pagará
todo lo que se hace por él, aunque sea regalar a otro un vaso de agua»,
decía.
Refugiado en Cristo, y tan alejado de la notoriedad,
hasta quemó las notas de sus experiencias místicas que habían estado
cuajadas de favores celestiales. Paciente, humilde y obediente supo
sacar partido a las mortificaciones y penitencias, creciendo en la
santidad a través del dominio de la voluntad en las pequeñas cosas del
día a día. A punto de ser ordenado sacerdote en 1861, contrajo la
tuberculosis. Tenía presente la Pasión de Cristo y le habían consolado
«Las glorias de María» de san Alfonso María de Ligorio, que acrecentaron
su devoción por la Virgen. Tras un año de sufrimientos, ofrecidos como
víctima expiatoria a Cristo, dando heroico testimonio de paciencia y de
conformidad en tan doloroso proceso, murió en Isola del Gran Sasso,
Teramo, el 27 de febrero de 1862. Fue canonizado el 13 de mayo de 1920
por Benedicto XV.
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