«Esta protectora de la infancia y de la juventud, fundadora del
Instituto de las Hermanas de los Ángeles Custodios, siempre contó con el
decisivo y generoso apoyo de su esposo que no puso impedimento a su
profesión religiosa»
Beata Rafaela Ybarra de Villalonga |
(ZENIT – Madrid).- No hay confín que se interponga en la vida de un
apóstol, ni siquiera cuando el llamamiento de Cristo le sorprende en el
estado civil de casado. Además de ejercer admirablemente su
responsabilidad atendiendo a su familia, no se escuda en ella para
minimizar la entrega debida a Dios le falte o no su respaldo. Si fuese
éste el caso, entonces se dispone a vivir una ofrenda martirial, y con
ella atrae bendiciones diversas a los más cercanos que son extensivas a
todo el que se halla a su alrededor; con tanto sacrificio se labra esa
selecta morada en el cielo de la que habla el evangelio.
A Rafaela su esposo nunca le puso impedimentos para ejercer un
vibrante apostolado, que secundó generosamente, culminando con su
aprobación para que profesase y fundase un Instituto religioso, máxima
prueba de un amor humano que se inspira en el divino. Esta
excelente esposa y madre de familia nació en Bilbao, España, el 16 de
enero de 1843. También en ella se cumple, como en la mayoría de los
casos, que su fe nació y quedó profundamente arraigada con el testimonio
y aliento de su familia, que le inculcó la base virtuosa sobre la que
estuvo erigida su existencia. Pertenecía a la alta sociedad bilbaína.
Los signos del amor divino en ella fueron precoces. Vivió la experiencia
de su primera comunión gozosamente: «Comulgué con
gran fervor. Recuerdo muy bien haber experimentado grandes consuelos
espirituales y haber llorado pensando en la Pasión de Jesús».
No obstante, en medio de su piedad también hubo un hueco para ciertas
vanidades que, por lo general, resultan particularmente atractivas en la
juventud. Ella misma confesó sus buenos hábitos y debilidades: «Me
gustaba ser vista y obsequiada. El lujo no era exagerado para mi
posición. Sin embargo, gastaba bastante en todo. Me gustaban mucho las
joyas. Pero conservaba un fondo de piedad natural. Rezaba el Rosario
todos los días con los criados; leía mis libros de piedad y era
compasiva con los necesitados».
A los 18 años contrajo matrimonio
con José de Villalonga, ingeniero industrial de procedencia catalana,
hombre virtuoso, sin cuya generosidad y respeto no hubiera podido llevar
a cabo la obra que emprendió. La súplica de Rafaela era esta: «Que
sea cada día mejor esposa, mejor madre, mejor hija. Haz, Señor, que yo
sea una mansión de paz dentro de la familia». Lo consiguió. Compaginó
admirablemente la vida de oración y de caridad con el cuidado de su
extensa familia, compuesta por los siete hijos que alumbró más cinco
sobrinos que quedaron a su cargo cuando su hermana, y madre de los
pequeños, falleció. Ella también tuvo que desprenderse tempranamente de
dos de sus hijos, y el benjamín quedó apresado por una terrible y
dolorosa parálisis infantil. Aunque san Juan Bosco se lo vaticinó al
encontrarla en Barcelona: «Señora, este niño será su crucecita», la
madre tuvo que afrontar ese dolor y gozarse de la grandeza del pequeño
que un día le dijo: «Mamá, tú eres por lo menos ‘Sierva de Dios’».
Rafaela llevaba ya una vida de oración y tenía tal
devoción al Santísimo Sacramento que cada vez se sentía más empujada a
la unión con Él, y a realizar el mayor bien que le fuera posible. Ese
momento llegó cuando a raíz de la profesión de su marido –promotor de la
empresa Altos Hornos, que tenía un capital humano de tres mil
personas–, tomó contacto con esa realidad del mundo obrero. Se sentía
inclinada a cuidar de las niñas y de las jóvenes expuestas a los riesgos
que van unidos a la pobreza y la ignorancia frecuentes en su época.
Veía los males que acechaban a las jóvenes obreras y para acogerlas creó
la casa Asilo de la Sagrada Familia. Las recogía por las calles y no
dudaba en ponerse en aprietos con tal de rescatarlas del peligro. Quería
proporcionarles todo lo que precisaban humana y espiritualmente,
sembrando sus vidas de esperanza. Además, a los enfermos y pobres nunca
les faltó su caridad. «Las personas pasan, pero las obras permanecen»,
solía decir.
Creó en Bilbao numerosas instituciones de protección a
la mujer. La ayudaron en este empeño voluntarias que trabajaban
siguiendo la consigna que les dio: «dulzura en los medios y firmeza en
los fines». Tenía claro, y así lo transmitió, que «lo que no alcance el
amor, no lo conseguirá el temor». Lo decía por experiencia, puesto que
un día que fue a buscar a una reclusa, ésta la abofeteó. Y ella,
respondiendo con mansedumbre, le dijo: «No me has hecho daño, hija mía;
desde hoy te quiero más», palabras tan sentidas y auténticas, que la
joven se vino abajo y se arrepintió llorando amargamente. El propósito
de toda la obra de Rafaela fue este: vivir «unidas a Dios por la oración
y el apostolado» para llevar «el anuncio del amor de Dios, al mundo de
la niñez y de la juventud». Así surgieron pisos y talleres con los que
pudo dar sustento y formación a estos colectivos. Contó con el
consentimiento de su esposo D. José Villalonga para hacer profesión
religiosa y fundar el Instituto de las Hermanas de los Ángeles Custodios
en 1894. Falleció el 23 de febrero de 1900. Había hecho vida el lema
que inculcó a todos: «nunca os canséis de hacer el bien». Fue
beatificada el 30 de septiembre de 1984 por Juan Pablo II.
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