«Su vida fue una sencilla ofrenda por amor a Dios, a la parroquia y
al pueblo. Desde su condición de terciaria carmelita supo ganarse a
todos con sus muchas virtudes, llevándoles a la fe. Fue devota de la
Eucaristía y de María»
Beata Josefa Naval Girbés -(Wiki Commons) |
(ZENIT – Madrid).- Josefa, la popular y entrañable señora Pepa,
estimada por sus vecinos, era una de esas mujeres entregadas a las
necesidades ajenas que pasan por el mundo con exquisita caridad. Y
cuando ésta se ejerce de forma tan cercana y natural, cuajada de
sencillez evangélica, como hizo ella, los gestos de ternura inmersos en
el paisaje cotidiano parecen entrar dentro de lo ordinario, de lo
previsible; es el fruto de la costumbre. Como es tan fácil habituarse a
recibir las dádivas de una persona generosa, a veces, aunque sea de
manera inconsciente, puede terminarse por no valorar su quehacer.
Desde que nació en Algemesí, Valencia, España, el 11 de diciembre de
1820, esta beata fue acogida con la alegría que comporta ver cómo
florece la vida trayendo consigo el aroma del Creador. Además, el gozo
era especialmente visible en el hogar de Francisco y Josefa María que
sería bendecido con cinco hijos, prole que ella inauguraba. Poco a poco,
con sus virtudes se convirtió en una especie de talismán para los
habitantes de su ciudad natal. La pérdida de su madre, cuando tenía 13
años, le instó a depositar su desolación en el regazo de la suprema
maestra del dolor: María. En la capilla de los dominicos, postrada de
hinojos ante la imagen de la Virgen del Rosario, anegada en llanto se
puso bajo su amparo pidiéndole que fuese su madre. A partir de ese
momento, Ella sería su punto de referencia. Y seguramente influyó en su
decisión de consagrarse a Dios por completo a sus 18 años con voto
perpetuo de castidad.
El párroco de San Jaime, Gaspar Silvestre, durante casi tres décadas
la condujo firmemente por el sendero de la virtud. Pero ella
correspondía con inestimable ayuda atendiendo la parroquia, ocupándose
de los ornamentos litúrgicos y del cuidado de los altares. Se había
formado en la Enseñanza, escuela que dependía del cabildo catedralicio, y
paralelamente, mientras contribuía con su trabajo a las tareas
domésticas, aprendió el arte del bordado que ejecutaba con maestría. De
esta cualidad se beneficiaba la parroquia en la que se podían apreciar
las primorosas labores que salían de sus manos. Y fue además un
instrumento fecundo para su apostolado, ya que puso a merced de jóvenes y
niñas su buen hacer transmitiéndoles gratuitamente sus conocimientos en
un espacio habilitado al efecto en su propio domicilio. Era una ocasión
única, que no desperdició, para compartir la fe con ellas y con las
madres que las acompañaban mientras les daba clases de lectura o las
adiestraba en la costura y bordado. Pero también amas de casa y niños
salieron fortalecidos de la «escuela dominical» desde la que
catequizaba.
Sin otro anhelo que ofrendarse a sí misma en el entorno que la vio
nacer, se hizo terciaria carmelita. Su afán era llevar a todos a Dios.
«¡Almas, almas para Dios! ¡No quiero que se condenen! ¡Señor, ayúdame a
conseguirlo!», era su ferviente súplica. Por eso aprovechaba cualquier
situación en las que se veía inmersa para evangelizar. Era bien conocida
por su generosidad ilimitada. Atendía y socorría a huérfanos y toda
clase de desfavorecidos, consolaba a los enfermos, a quienes visitaba
asiduamente, y siempre disponía de sus recursos económicos para ayudar a
quien lo precisaba. Supo ganarse a la gente con su talante
clarividente, conciliador, lleno de prudencia, puesto de relieve en los
acertados consejos que proporcionaba a unos y a otros.
Además de participar diariamente en la misa, dedicaba muchas horas
diarias a la oración, clave en toda consagración que culmina en los
altares. El ejercicio de las virtudes de la humildad, paciencia,
abnegación, silencio y fidelidad en la obediencia eran características
en su vida. Siempre mostró su devoción a la Eucaristía y a María. Entre
los santos, tenía predilección por Juan de la Cruz. Con su autoridad
moral contribuyó a que muchos alejados se integraran en la parroquia. De
la multitud de actos de caridad que se podrían referir de ella, el
brillo de esta virtud principal se hizo particularmente ostensible
durante la epidemia de cólera de 1885.
Su existencia prosiguió sin mayor notoriedad, guiada por el afán de
hacer el bien a todos, hasta que la sencilla y fecunda ofrenda de amor
que había trazado con su vida esta admirable laica, culminó el 24 de
febrero de 1893 cuando tenía 73 años. Juan Pablo II la beatificó el 25
de septiembre de 1988.
in
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