«Sintiéndose misionero de Cristo, este gran salesiano no temió a la
muerte. Fue fusilado en China, el lugar que evangelizaba, junto a otro
hermano, mientras defendían la integridad física de unas jóvenes que les
acompañaban»
San Luis Versiglia (Wiki commons) |
(ZENIT – Madrid).- Este mártir salesiano nació en
Oliva Gessi, Pavía, Italia, el 5 de junio de 1873. Cuando a sus 12 años
llegó al Oratorio turinés de Valdocco, regido por Don Bosco, para
estudiar allí y cumplir su sueño de convertirse en veterinario, era un
muchacho educado, sociable, ingenioso y muy sensible. En los dos años y
medio que pasó al lado del fundador de los salesianos, que fue su
director espiritual, cambió de parecer. Simplemente con ver su forma de
vida, se trocaron sus previsiones de futuro que no estaban encaminadas a
la vida religiosa. Además, le cupo el honor de pronunciar el discurso
de felicitación el día de su onomástica, la última que Don Bosco celebró
en la tierra. Éste murió el 31 de enero de 1888. Un año antes se
dirigió a Luís con estas palabras: «Ven a verme, tengo algo que decirte». Pero ya no hubo ocasión de consumar este encuentro.
El 11 de marzo de ese mismo año Luís sintió latir en
su corazón el ardor misionero cuando en la basílica de María Auxiliadora
vio cómo se imponía el crucifijo a siete salesianos que se disponían a
partir a sus destinos. Y siguió los pasos de su fundador.
Definitivamente abandonaba la idea de ser veterinario. Hizo el noviciado
en Foglizzo, y profesó a los 16 años. Luego estudió con ahínco en la
universidad Gregoriana de Roma y no dejó de dar testimonio de su fe a
los jóvenes que hallaba al paso en el Oratorio del Sagrado Corazón;
tenía como modelo a Don Bosco. En 1893 obtuvo brillantemente el grado de
doctor en filosofía en una edad espléndida, apenas rebasando la
veintena. Mientras impartía clases a los novicios en Foglizzo Canavese
(Turín), se empleaba a conciencia en el estudio de las disciplinas que
le encaminarían al sacerdocio, sacramento que recibió en 1895.
Su anhelo era partir a misiones. Y desde luego iría,
como él deseaba, pero no en esos momentos. El padre Miguel Rúa, sucesor
de Don Bosco, había visto sus cualidades y ya tenía para él otra
responsabilidad. Pasó por alto su juventud, y lo nombró director y
maestro de novicios en Genzano, un centro que él acababa de crear.
Acertó de pleno, porque realmente Luís era un gran formador, como
demostró en los nueve años que estuvo al frente de la casa. Como su afán
misionero se mantuvo intacto, aprovechó ese tiempo para aprender
idiomas, herramienta conveniente para quien se muestra dispuesto a
viajar a tierras lejanas para evangelizar, que era su caso. El momento
añorado llegó en enero de 1906. Su nuevo destino: China. Tenía entonces
la mítica edad de 33 años, y su corazón rebosaba de júbilo. Iba al
frente de esa primera expedición de salesianos que salía rumbo a este
país asiático.
Al llegar a Macao pronto se convirtió en el «padre de
los huérfanos»: los 55 niños del orfanato que el obispo puso en manos
de estos misioneros, centro dirigido espiritualmente por Luís, y en el
que dejó su impronta apostólica. Las tensiones político-sociales se
desencadenaron cuatro años más tarde, y con ellas el anticlericalismo de
origen portugués que tocaba de lleno a los territorios que dependían
del Estado luso. Eso conllevó la expulsión de los salesianos que
tuvieron que partir a Hong Kong. Allí, y a instancias del prelado, se
hicieron cargo de otro orfanato en medio de la desbordante alegría de
los ciudadanos de Heung Chow. Lamentablemente, un monzón arrasó su casa y
desplazó a los religiosos a Shek Ki. Desde 1912 a 1920 Luís dirigió
sabiamente la misión. Se abrieron nuevas residencias y pudieron atender
las fundaciones de Macao y de Río de Perlas. Creativo y lleno de
proyectos para mejorar la vida de la gente, creó una escuela de comercio
y diversos talleres, que revertieron en una mayor expansión.
En 1920 fue designado obispo de Schiu Chow. El
instante no podía ser más comprometedor ya que, lejos de disiparse los
atentados contra la fe católica, arreciaban. Nada de ello detuvo al
santo. Siguió impulsando escuelas, seminarios, casas de formación,
orfanatos, residencias de ancianos, catequizando a tiempo y a destiempo.
Cercano, fraterno, con un marcado espíritu paternal tutelaba la vida de
sus hermanos y no demandaba de ellos esfuerzos que él no hubiera
realizado antes. La mortificación entraba dentro de un itinerario
espiritual bendecido con numerosos frutos apostólicos. María Auxiliadora
alumbraba su quehacer. «Sin Ella –había dicho–, los salesianos no somos nada».
En los diez años siguientes que mediaron hasta su
martirio, se habían producido gravísimos altercados contra los
misioneros. Manifiestos, amenazas, insultos…, hasta llegar a arrasar
iglesias y misiones. El 24 de febrero de 1930 Luís partía hacia Linchow
con otro salesiano, el padre Calixto Caravario, y tres alumnas
salesianas. Fueron apresados y atados, conduciéndoles a un bosque de
bambú mientras les hacían objeto de linchamiento físico y verbal.
Querían destruir la iglesia y forzar a las jóvenes. Los dos sacerdotes,
decididos a dar su vida, intentaron protegerlas. Pero los violentos
terminaron con ellos, fusilándolos allí mismo. Previamente pudieron orar
hincados de rodillas y confesarse entre sí. Y antes con su valentía
habían dejado estupefactos a los captores. Acostumbrados a ver retratado
el terror a la muerte en las pupilas de los condenados, detectaron en
los misioneros el gozo de la ofrenda suprema a Dios: la de su propia
vida. En 1976 Pablo VI declaró mártires de la Iglesia a estos
misioneros. Fueron beatificados por Juan Pablo II el 15 de mayo de 1983.
Él mismo los canonizó el 1 de octubre de 2000.
in
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