«Esta carmelita, edificada por la lectura de vidas de santos y 
conmovida por la imagen de un Crucificado, se sintió llamada a entregar 
su vida a Cristo. Es un ejemplo de fidelidad y perseverancia en medio de
 sus noches de espíritu»
(ZENIT – Madrid).- Nació en Turín, Italia, el 7 de enero de 1661. Era
 la última de once hermanos habidos en el matrimonio de los condes 
Giovanni Donato y María Tana, que estaba emparentada con la madre de san
 Luís Gonzaga. Fue educada conforme convenía a su origen aristocrático y
 se convirtió en una joven despierta e inteligente, de trato exquisito. 
Su gran temperamento y vivacidad discurría parejo al equilibrio y 
templanza que exhibió en muchos instantes de su vida. Su infancia estuvo
 caracterizada por una poderosa inclinación hacia lo espiritual; 
construía altares, y le agradaba escuchar las vidas de santos que le 
leía una empleada doméstica, costumbre que tuvo un poderoso influjo en 
su vocación. Su modelo era san Luís Gonzaga. Como hizo santa Teresa de 
Jesús, huyó de casa con su hermano en busca del martirio. Esta 
sensibilidad tuvo otro momento de fulgor al descubrir un Crucificado sin
 brazos en el ático de su hogar, que la dejó profundamente conmocionada.
 Tanto es así, que conmovida por su visión desterró a su muñeca del 
dormitorio y convirtió a la imagen en objeto de su ternura. Ante ella 
suplicaba con lágrimas el perdón de sus pecados. Humanamente, su pasión 
era la danza, en la que sobresalía con creces.
Poco a poco se iba dando cuenta de que le atrapaban ciertas 
flaquezas, experimentando vanidad y agrado ante los halagos de los que 
era objeto. Una visión de Cristo ensangrentado y coronado de espinas, 
que contempló en el espejo, le hizo aborrecer la vanidad. Otro instante 
de inflexión en su vida fue la primera comunión que recibió en 1672. 
Después, inclinada a luchar contra sus tendencias, buscaba en la oración
 la fuerza precisa para hacerles frente, iniciando un camino de 
mortificación y penitencia que no abandonaría. Se dedicó a visitar 
enfermos y a ejercitar obras de caridad. Su director, el párroco padre 
Malliano, acertadamente la condujo por el sendero de la virtud. En 1673 
ingresó en el monasterio cisterciense de Santa María de la Estrella para
 recibir formación. Permaneció allí año y medio porque su madre, viendo 
sus muchas cualidades, y dado que el conde había muerto en 1668, no dudó
 en ponerla al frente de la administración de la casa, y tuvo que dejar 
la comunidad.
Dos años más tarde la beata sondeó nuevamente el parecer materno 
porque quería ser religiosa, pero su madre fraguaba su matrimonio. No 
hubo acuerdo, y comenzó una enconada lucha en defensa de su vocación que
 se dilató en el tiempo en medio de numerosas vicisitudes y 
contrariedades. Por fin, convencida su madre de que no podía disuadirla,
 dio su consentimiento para que ingresara con las cistercienses de 
Saluzzo. Pero en 1675 o 1676, en el transcurso de un viaje a Turín para 
ver la Sábana Santa, la joven conoció a un padre carmelita. Tuvieron una
 conversación tan decisiva que determinó ingresar en el monasterio de 
carmelitas descalzas de Santa Cristina. De nuevo su madre se opuso a que
 consagrara su vida en una Orden con regla tan austera, pero el 19 de 
noviembre de ese año Marianna logró su propósito.
La vida conventual fue extremadamente difícil para ella, como narró 
en su autobiografía. Las pruebas espirituales que duraron catorce años 
incluyeron sequedad en la oración, animadversión a sus hermanas, así 
como a las penitencias y mortificaciones, asechanzas del demonio, una 
hipersensibilidad a su entorno percibido con un insoportable hedor que 
le llevaba a rechazar el alimento. Ella, que había gustado de los 
favores divinos, de repente no encontraba consuelo en la oración y debía
 caminar en fe porque no vislumbraba a Dios: «¡Me has engañado, Dio 
mío! Cuando era libre me dabas consuelo y dulzura; y ahora que estoy 
ligada a Ti no me das más que amargura». Sus súplicas insistentes a
 Cristo le sumían en una sima más oscura, y la experiencia de 
aborrecimiento de sí misma llenaba su existencia de angustia y 
repugnancia por sus muchas ofensas. En ese desierto surgieron las dudas 
acerca de su vocación, atentados y tentaciones contra la caridad, el 
abandono del convento y hasta la desesperación, además de incitaciones 
contra la pureza. Frente a ello, con su oración insistente forjada en la
 fe, ofrecida con espíritu de reparación y fidelidad en la obediencia, 
alcanzó la gracia de la perseverancia.
De ese estado interior de luchas que terminaron en 1691 nadie tuvo 
noticia. Ante los demás su virtud brillaba poderosamente. Austera en su 
vida, se consideraba la más indigna de todas. «O dadme mortificaciones o hacedme morir»,
 rogaba a Dios. En 1682 los éxtasis ya habían comenzado a ser frecuentes
 y, en ocasiones, públicos. Era devota de María y de san José, y a él 
dedicó el Carmelo de Moncalieri que fundó con gran celo apostólico en 
1702 aunque no pudo estar presente en su inauguración que se produjo al 
año siguiente. En 1696 logró que la diócesis de Turín instituyese la 
festividad del patrocinio del santo Patriarca. Fue una excelente maestra
 de novicias. Elegida priora cuatro veces, se negó a encarnar la misión 
una quinta en 1717, fecha ya cercana a su muerte: «Pueden empeñarse en hacerme priora; yo me empeñaré con mi Jesús a ver quien puede más».
 Murió el 16 de diciembre de ese año. Fue beatificada por el papa Pío IX
 el 25 de abril de 1865. Fue la primera carmelita descalza italiana en 
subir a los altares. San Juan Bosco redactó su biografía para este 
momento.
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