«Sin quedar irremediablemente atrapada por la dolorosa pérdida de sus
padres y algunos hermanos, esta fundadora italiana fue desde el Corazón
de Jesús y de María al de la juventud. Destinó su cuantiosa herencia a
los necesitados»
La beata Eugenia Ravasco |
(ZENIT – Madrid).- Aunque en sus entrañas latía el hondo anhelo de
partir a misiones, sueño que no pudo cumplir, siendo jovencísima pasó a
formar parte del gran elenco de fundadores y fundadoras, y dedicó su
quehacer a sembrar de esperanza el acontecer de los jóvenes, con
singular atención a los más desamparados.
Nació el 4 de enero de 1845 en Milán, Italia, siendo la
tercera de los seis hijos que verían la luz en la familia formada por
el honorable banquero Francisco Mateo y su esposa Carolina Mozzoni
Frosconi. No iba a tener otro afán en su vida que «vivir abandonada en
Dios y en las manos de María Inmaculada» y «arder en el deseo del bien
ajeno, especialmente de la juventud», ideario de su fundación y objetivo
de su acontecer. En esa situación familiar privilegiada, económica y
social, fue educada en la fe, aunque perdió a su madre cuando era una
niña. Dos hermanos pequeños murieron también, y su padre, de origen
genovés, regresó a su tierra con dos de sus hijos, el mayor y la
benjamina. Mientras, Eugenia quedó bajo el amparo de una tía que la
formó y cuidó como una madre hasta que en 1852, con hondo pesar por
tener que separarse de ella, se fue a Génova junto a su padre y
hermanos: Ambrosio y Elisa. Con ésta última, en particular, estuvo
estrechamente unida.
En 1855 murió su progenitor, y otros tíos, Luís Ravasco, también
banquero y comprometido con la fe, así como Elisa Parodi, madre de una
numerosa prole de diez hijos, intentaron cubrir el doloroso vacío. Luís
fue el tutor de sus sobrinos. Buscó una institutriz para las niñas, y
aunque aquélla actuó con mano firme y severa en exceso, Eugenia se
amoldó sin dificultad. Tomó la primera comunión en 1855, y desde ese
momento experimentó una singular devoción por la Eucaristía, que fue uno
de los rasgos de su vida espiritual, compartido con su amor a los
Sagrados Corazones de Jesús y de María Inmaculada. Al fallecer su
querido tío Luís, que tanto bien le reportó, una de sus tías fraguó para
ella un ventajoso matrimonio con un marqués, pero no prosperó la idea
porque la elección de su consagración al Sagrado Corazón de Jesús estaba
grabada en lo más íntimo de su ser.
En mayo de 1863 penetró en el templo de Santa Sabina.
Un misionero predicaba la palabra, y Eugenia halló la respuesta que
estaba buscando para su vida: ensamblado su corazón al Corazón de Jesús,
se consagraría a los demás. Dócil a la voluntad divina, a través de su
director espiritual comenzó a dar los pasos oportunos con firmeza. No
tuvo en cuenta el juicio negativo de familiares y las críticas
desdeñosas de personas de alto estatus social, como había sido el suyo, y
dio muestras de su gran caridad y generosidad poniendo al servicio de
los necesitados el copioso patrimonio que había heredado: «Este dinero
no es mío, sino del Señor, yo soy solamente la depositaria». Y así
comenzó a prestar toda clase de ayuda a niñas, enfermos y pobres.
Siendo joven había tenido que afrontar las dificultades
y dolorosos hechos que acaecieron en su familia, hacerse cargo de los
bienes y luchar contra personas sin escrúpulos que intentaron
esquilmarlos. Además, vio con enorme sufrimiento cómo se perdía
irremediablemente su hermano mayor, preso de los desmanes. Todo ello
acrisoló su gran fortaleza y revistió su madurez humana y espiritual.
Por eso se comprende que el 6 de diciembre de 1868, contando solo con 23
años, fundase la Congregación de las Hijas de los Sagrados Corazones de
Jesús y de María. Ésta nació con el objeto de inculcar a los jóvenes,
especialmente a los desfavorecidos, los valores cristianos. A todos
instó a seguir el camino de perfección. Atenta a los pobres, no descuidó
tampoco a personas con recursos ganándoselas para Cristo, al tiempo que
obtenía su ayuda económica para auxiliar a los que nada poseían. La
estrecha colaboración con las parroquias dio grandes frutos apostólicos.
Con todos compartió su acendrado amor a la Eucaristía así como a los
Sagrados Corazones de Jesús y de María. Rogaba insistentemente: «Corazón
de Jesús, concededme poder hacer este bien y ninguno otro, en todas
partes».
Su sueño frustrado, porque así lo determinó la
Providencia, fue ir a misiones. Pero estuvo al lado de los presos, los
moribundos y los incrédulos. En 1878 creó la Escuela Normal femenina,
criticada e incomprendida por sectores laicistas. Nada hizo mella en su
fe y vivió, como siempre había hecho, totalmente desprendida de sí. Las
numerosas acciones que impulsó tuvieron el signo de la alegría y de la
fe. Aconsejaba a las jóvenes: «Estad alegres, divertíos, pero
santamente…». Y a sus hijas: «Vuestro gozo atraiga otros corazones para
alabar a Dios». Con este espíritu asumió, llena de paciencia y caridad,
la incomprensión y soledad a la que fue sometida dentro de su comunidad.
Muy enferma murió el 30 de diciembre de 1900. Fue beatificada por Juan
Pablo II el 27 de abril de 2003.
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