«Defensor del clero frente a las ingerencias del poder civil
encarnado por el monarca inglés Enrique II, del que fue su canciller y
amigo, este arzobispo fue decapitado en el interior de la catedral donde
se hallaba orando»
Santo Tomás Becket - Wiki commons - Original in British Library: Harley MS 5102 |
(ZENIT – Madrid).- Nació en Londres, Inglaterra, el 21 de diciembre
de 1118. Era hijo de una familia de origen francés; su padre era
comerciante. Cursó estudios con los canónigos regulares de Merton, en
Surrey, y tras la pérdida de sus padres, entrando ya en la veintena, se
ganó el sustento trabajando primeramente al servicio de un familiar y
luego con un señor aficionado a la cinegética y a la cetrería, deporte
que heredó y cultivó durante un tiempo. Era inteligente y sagaz,
exquisito en el trato. Había pasado por París y Bolonia donde había
cursado teología, de modo que a los 24 años el arzobispo de Canterbury,
Teobaldo, lo acogió entre los suyos y obtuvo para él muchas prebendas.
En 1154 después de recibir el diaconado, el arzobispo lo designó
arcediano de Canterbury. Hasta la muerte de éste, acaecida en 1161,
Tomás mostró su pericia y delicadeza en asuntos diplomáticos de cierta
envergadura que el prelado le encomendó dentro y fuera de las fronteras.
Estas misiones le llevaron en distintas ocasiones a Roma. Teobaldo veía
en su estrecho colaborador un hombre valiente y fiel, que defendía la
verdad; contó siempre con su aprobación y confianza. Estas y otras
cualidades no pasaron desapercibidas para el rey Enrique II que hacia
1155 le había nombrado canciller suyo. Ambos mantuvieron una estrecha
amistad. Fue una relación entrañable que sobrepasó el vínculo que les
unía en las difíciles cuestiones de estado que compartían.
Tomás tenía una personalidad arrolladora y compleja. Fue templando su
orgulloso temperamento, inclinado a la ira y a la violencia, a fuerza
de oración y disciplina. Durante un tiempo fue excesivo en su
prodigalidad, pero reconocido en su innegable generosidad a la hora de
agasajar a todos, incluidos los ricos, y especialmente a los pobres.
Tocante a la defensa de su país, en el campo de batalla no tenía precio.
Era un aguerrido y valiente general que se sentía cómodo luchando por
los suyos, a la par que vestía el hábito clerical.
Al fallecer Teobaldo, Enrique II lo designó sucesor
suyo para ocupar la sede arzobispal haciendo uso del privilegio que le
había conferido el pontífice. Al saber que fraguaba este nombramiento,
Tomás pareció adivinar lo que iba a suceder, y vaticinó: «Si Dios
permite que yo ascienda a la dignidad de arzobispo de Canterbury, no
pasará mucho tiempo sin que pierda los favores de Vuestra Majestad, y
todo el afecto con que vos me honráis se transformará en odio. Puesto
que Vuestra Majestad proyectará hacer ciertas cosas que vayan en
perjuicio de los derechos de la Iglesia, mucho me temo que Vuestra
Majestad requiera de mí una ayuda o una aprobación que no podré darle.
No faltarán personas envidiosas que aprovechen esas ocasiones para
alentar una amarga e interminable desavenencia entre vos y yo».
Así fue. El 3 de junio de 1162 Tomás recibió el
sacramento del orden y a continuación fue consagrado arzobispo.
Entregado en cuerpo y alma a su misión, se propuso guardar celosamente
los derechos del pueblo y de la Iglesia. De la noche a la mañana dio un
cambio radical a su forma de vida, hecho que fue ostensible para quienes
le conocían. Centrado en la oración, el ejercicio de la piedad y
caridad con los desfavorecidos, templado y moderado al extremo en sus
costumbres culinarias, que eran harto frugales, se esforzaba por todas
las vías posibles en seguir el camino de la perfección. Humildemente
pidió que no le ocultaran las flaquezas que advirtieran en él: «Muchos
ojos ven mejor que dos. Si ven en mi comportamiento algo que no está de
acuerdo con mi dignidad de arzobispo, les agradeceré de todo corazón si
me lo advierten».
Las disensiones con el rey llegaron pronto. Tomás
repudiaba cualquier prebenda del monarca sobre sus súbditos, como
propugnaban las «constituciones»
de 1164. Le había apoyado siempre incondicionalmente, pero no podía
tolerar las presiones que ejercía sobre la Iglesia. Su rechazo a las
decisiones que tomaba Enrique II oprimiendo al pueblo y haciéndole
objeto de distintos atropellos, supuso para él un destierro de seis años
en territorio francés. Primeramente vivió con la comunidad cisterciense
de Pontigny, pero la ira del rey que amenazaba la vida de todos si
cobijaban a Tomás, hizo que en 1166 éste se trasladara a la abadía de San Columba Abbey, en Sens, donde se gozaba de la protección de Luís VII de Francia.
Hasta que el papa Alejandro III medió entre las partes y aunque Tomás
le rogó que lo reemplazase en su misión por otra persona, no logró
convencerle, por lo cual regresó a Canterbury. Su vuelta estuvo marcada
por la convicción de que iba hacia su muerte. Ante la aclamación de sus
seguidores manifestó: «Vuelvo a Inglaterra para morir». Impugnó las
decisiones de obispos que acogieron las «constituciones»
poniendo de manifiesto que nada había cambiado en él, y actuó como
mediador de quienes veían pisoteados derechos elementales.
Harto y resentido, en un momento dado el rey farfulló
ante un grupo de personas su deseo de liberarse de aquel «clérigo
infernal que le hacía la vida imposible». Cuatro componentes de su
séquito, que le oyeron, tomaron literalmente sus palabras. Buscaron a
Tomás, le acosaron en el interior de la catedral donde se hallaba, y sin
inmutarse ante su valentía, mientras decía: «En nombre de Jesús y en
defensa de la Iglesia, estoy dispuesto a morir», lo decapitaron
brutalmente el 29 de diciembre de 1170. Alejandro III lo canonizó el 21
de febrero de 1173.
in
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