«Pobre con los pobres, así vivió esta humilde monja que quiso por 
encima de todo estar clavada a la cruz de Cristo. Y este es el signo que
 vinculó a su nombre, que dio a su fundación y el que marcó su quehacer 
apostólico»
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| Escultura de santa Ángela de la Cruz en Sevilla (Wikipedia) | 
(ZENIT – Madrid).- Ángela Guerrero González nació en la espléndida 
ciudad de Sevilla, España, el 30 de enero de 1846. Su padre era cocinero
 en el convento de los padres Trinitarios y su esposa trabajaba también 
para los religiosos. En el hogar nacieron catorce hijos, de los cuales 
sobrevivieron seis. Su madre llegó a conocer su fundación. Angela era 
humilde, sencilla, muy alegre, devota y gran trabajadora; tenía un buen 
ejemplo en sus progenitores. Uno de los primeros recuerdos de su 
infancia, bien conocidos, fue su repentina desaparición –cosa de niños–,
 pero no se debió a una travesura ordinaria, como supuso enseguida 
Josefa, su madre. Así que apuntó al lugar donde pensaba que había podido
 ir: la iglesia. Y, efectivamente, allí estaba: orando, recorriendo los 
altares. Recordando el hecho, cuando ya era fundadora, decía: «Yo, todo 
el tiempo que podía, lo pasaba en la iglesia, echándome bendiciones de 
altar como hacen las chiquillas».
Para ayudar a los suyos comenzó a trabajar a los 12 años en el taller
 de una zapatería. Su formación fue muy precaria debido a la falta de 
recursos de su familia. Apenas pudo aprender a leer y escribir, pero su 
finura espiritual se hizo patente en ese cercano círculo. Así, mostraba 
rotundo desagrado ante conversaciones poco delicadas, teñidas por 
descalificaciones y blasfemias. Y, al menos en su presencia, sus 
compañeros se abstenían de proferir palabras malsonantes e improperios. 
Es otra característica de los santos quienes con su autoridad moral 
trazan caminos de bien comenzando por su entorno. Además de poner coto a
 la afilada lengua de los empleados, la santa les convencía para que 
rezasen el rosario. Éstos y otros rasgos de su virtud llegaron a oídos 
del padre Torres Padilla, quien le ayudó a dilucidar su vocación y a 
madurarla, orientándola hacia la vida apostólica. Tenía entonces 16 
años. Al salir del trabajo visitaba hogares sumidos en la pobreza, 
frecuentaba iglesias y rezaba en sus altares. Los menesterosos de su 
barrio recibían sus limosnas.
Cuando en 1865 Sevilla fue abatida por el cólera, diezmando a las 
familias que vivían en los «corrales de vecindad», Ángela, que ya tenía 
19 años, se desvivió para asistir a todos. Entonces abrió su corazón al 
padre Torres diciéndole que quería hacerse monja. Pero esta mujer audaz 
tenía un cuerpo menudo y era de complexión débil, así que cuando tocó la
 puerta de las Carmelitas Descalzas del barrio de Santa Cruz no fue 
admitida. Se temió que no pudiera soportar los rigores de la vida de 
clausura. Más tarde, fue postulante con las Hermanas de la Caridad. Sin 
embargo, su mala salud la obligó a salir del convento, pese a que las 
religiosas hicieron todo lo posible para que permaneciera junto a ellas 
buscándole destino en otros lugares, confiadas en una eventual mejoría. 
De modo que, en la calle nuevamente, Ángela partió con esta convicción: 
«Seré monja en el mundo». Y ante los pies del Crucificado hizo privada 
consagración de su vida el 1 de noviembre de 1871. Los dos años 
siguientes maduró su anhelo de vivir clavada –y subrayó esta expresión– 
junto a la cruz de Cristo, llamándose Ángela de la Cruz.
En 1873 formuló los votos perpetuos fuera del claustro, uniéndose por
 voto de obediencia a las indicaciones del padre Torres. En su corazón 
ya bullía el anhelo de «hacerse pobre con los pobres» (los llamaba sus 
señores), y formar la «Compañía de la Cruz». Con toda su confianza 
puesta en Cristo, en enero de 1875 comenzó a dar forma a este sueño. Se 
unieron a ella tres mujeres que se distinguían por su bondad y 
sencillez, y compartían el espíritu de pobreza. Una aportó los medios 
para alquilar un cuarto con «derecho a cocina», como entonces se decía. Y
 ese fue su «primer convento», austero, como los que irían surgiendo. 
Desplegaron una ingente labor asistencial realizada a tiempo completo, 
de día y de noche, que tenía como objetivo a los necesitados pobres y 
enfermos; limpiaban sus casas y les daban consuelo. Luego se mudaron a 
otra calle. Su acción ya había obtenido reconocimiento en estamentos 
religiosos. Vistieron un hábito y a Ángela pronto empezaron a llamarla 
«Madre». En medio de la labor pastoral realizaba duras penitencias y 
mortificaciones.
En 1876 el cardenal Spinola les dio la bendición. Y en 1894 ella 
mantuvo un encuentro con León XIII que aceptó su obra, aprobada después 
por Pío X en 1904. Sevilla y toda Andalucía acogió con gratitud y cariño
 a esta pobre «zapaterita, negrita, y tontita», como ella misma se 
definía, a la que acompañaba fama de santidad por sus virtudes y 
prodigios. Su forma de vida austera y mortificada suscitó numerosas 
vocaciones entre las jóvenes. Abría los brazos no solo a los pobres, 
sino también a potentados que solicitaban su atención, consejo y apoyo. 
Su amor por los necesitados le instó a realizar un gesto que otros 
santos tuvieron, como Catalina de Siena: succionar la supuración de las 
llagas de una enferma que se hallaba a punto de morir, y que sanó poco 
tiempo después.
Fue agraciada con visiones. Su itinerario espiritual estuvo marcado 
por grandes purificaciones que la condujeron a las más altas cimas de la
 mística, coronada por el desposorio espiritual. Fue reelegida cuatro 
veces madre general hasta sus 82 años. Cesó a instancias superiores 
eclesiales, y acogió con gran alegría volver a convertirse en una 
religiosa sin más responsabilidades. Una trombosis cerebral que se 
presentó el 7 de julio de 1931 la dejó casi paralizada. Y el 2 de marzo 
de 1932 voló al cielo. Lo último que se le había oído decir antes de 
perder el habla, fue: «No ser, no querer ser; pisotear el yo, enterrarlo
 si posible fuera…». Juan Pablo II la beatificó en Sevilla el 5 de 
noviembre de 1982 entre el delirio de las gentes que no ocultan su 
devoción por esta «madre de los pobres» como es conocida. Y el mismo 
pontífice la canonizó en Madrid el 4 de mayo de 2003. Su fiesta 
litúrgica es el 5 de noviembre, pero en el martirologio, criterio que 
rige este santoral, su celebración se fija para el día de hoy.
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