«Flor de la reforma franciscana. Fue discípulo aventajado de Pedro de
Villacreces. Pasó su vida consumido en oración y sacrificios,
sosteniendo el rigor de la Regla que había heredado. Hizo muchos
milagros»
San Pedro Regalado (Wiki Commons - José Luiz) |
(ZENIT – Madrid).- Pedro Regalado y de la Costanilla nació en
Valladolid, España, hacia 1390. Perdió a su padre siendo muy pequeño. Su
madre lo llevaba temprano al convento de San Francisco donde actuaba
como monaguillo, por lo que fácilmente se estableció un vínculo
entrañable con los religiosos a los que acompañaba en la santa misa,
despertando en él una temprana vocación. A los 13 años ingresó en el
convento.
Era jovencísimo cuando le impusieron el hábito. Los muros de los
claustros albergaban a personas sin escrúpulos ni vocación. Se habían
recluido en esos recintos con variadas y distintas intenciones, lo cual
se evidenciaba en una falta de espíritu religioso. A nada de ello fue
ajeno el momento histórico que propició numerosos arribismos de esta
naturaleza. En esa época, el venerable fray Pedro de Villacreces,
egregio maestro en teología por las universidades de París, Toulouse y
Salamanca, estaba dispuesto a actuar para renovar la vida monástica que
se había impregnado de muchas sombras proyectadas en ella al margen de
la consagración. Con este objetivo, el obispo de Osma le autorizó a
fundar por tierras burgalesas.
En 1404 llegó a Valladolid. Procedía de las cuevas de Arlanza y del
eremitorio de La Salceda donde se hallaba buscando seguidores para
secundarle en tan delicada misión. Cuando Pedro Regalado lo conoció a
sus 14 años, entró en inmediata sintonía con él. La diferencia de edad
–el fraile superaba los 60–, nunca fue un muro entre ambos; todo lo
contrario. Y es que los dos compartían el anhelo de conquistar la
santidad, y ante este altísimo fin nada se interpone. Entonces fray
Pedro ya era considerado santo por muchos, y fue instructor del joven
que aprendió a estimar junto al fraile el cumplimiento de la observancia
franciscana.
Unidos partieron rumbo a La Aguilera, lugar colindante a Aranda de
Duero, para fundar un convento. Con sumo gozo, y sin temor a la
austeridad porque buscaba la gloria de Dios con todas sus fuerzas, se
abrazó el muchacho al rigor de la regla. Y no era baladí. De las
veinticuatro horas que tiene el día, diez estaban destinadas a la
oración comunitaria y personal, trabajo y limosna. Éste era, en esencia,
el plan cotidiano. El bondadoso fraile se ocupó de formar a Pedro
Regalado para el sacerdocio. Éste celebró su primera misa en la ermita
del convento en 1412. De algún modo era su credencial para realizar el
apostolado en la cuenca media del Duero. Su virtud, percibida en
palabras y gestos, era bendecida con hechos prodigiosos por los que fue
reconocido como «el santo del Duero». Nadie quedaba indiferente ante sus
dotes taumatúrgicas. Fray Pedro de Villacreces podía respirar
tranquilo; Dios había bendecido a la Orden con un gran santo. Durante
once años cumplió con alegría las humildes misiones que le encomendaron.
Ofrecía limosnas a los pobres que llegaban al convento, trabajó en la
cocina como ayudante, y fue sacristán, entre otras.
En 1415 cuando fray Pedro fundó El Abrojo en la provincia de
Valladolid, su discípulo estaba tan bien formado y había dado tales
muestras de virtud que no dudó en elegirlo maestro de novicios. Y como
tal prosiguió su vida de intensísima mortificación y penitencia.
Recorría el entorno como un consumado predicador. Con su sencillez y
ardor apostólico arrebataba numerosas conversiones. Todos acudían a él
con el corazón contrito y la certeza de que saldrían plenamente
renovados después de mostrarle las huellas de sus heridas. Nada tiene de
particular que en octubre de 1422, cuando se produjo la muerte de
Villacreces, tras el capítulo de Peñafiel los religiosos de las dos
casas fundadas por él pensaran en Pedro Regalado para que siguiera al
frente de todos como prelado o vicario. Y no se equivocaron. La reforma
se extendió como un floreciente rosario de nuevas fundaciones, conocidas
como «las siete de la fama».
Pedro, con su inflamada devoción por la Eucaristía, la Pasión de
Cristo y María, hilvanaba las jornadas consumiéndose en oración y
sacrificios, sosteniendo el rigor de la regla que había heredado. Toda
disciplina cabía en su acontecer. Los habitantes del lugar sabían de su
severo ascetismo. Veían su escuálida figura perfilada sobre el cerro del
Águila, rebosante de austeridades, portando los símbolos del Redentor:
cruz, corona de espinas y soga, mientras realizaba el Via Crucis.
Los milagros se sucedían, como también los favores celestiales que
recibía. Uno de ellos, quizá el más renombrado, alude a un 25 de marzo,
festividad de la Anunciación; estuvo vinculado a su amor por María. Fue
Ella quien debió colmar el anhelo del santo de poder postrarse ante su
imagen en la iglesia de La Aguilera mientras rezaba maitines. El lugar
distaba unos ochenta km. del Abrojo. Pero los ángeles hicieron posible
este sueño de Pedro trasladándole en un santiamén al templo, mientras
una estrella que simbolizaba a la Virgen los conducía. Devuelto del
mismo modo al convento, una vez hubo cumplido su anhelo, todo se produjo
en tan brevísimo espacio de tiempo que ninguno de sus hermanos llegó a
percatarse de su ausencia, ignorando lo concerniente a este hecho
prodigioso.
En 1456 Pedro viajó a San Antonio de Fresneda, cerca de Belorado, y
se reunió con un religioso antiguo compañero suyo que se hallaba
enfermo. También él regresó al Abrojo debilitado. Ante la cercanía de su
muerte, se trasladó a La Aguilera y el 30 de marzo de ese año entregó
su alma a Dios. Cuando en el estío de 1493 la reina Isabel la Católica
visitó el convento, se dirigió a las damas de su séquito y aludiendo a
la tumba de Pedro, dijo: «Pisad despacio, que debajo de estas losas
descansan los huesos de un santo». Fue beatificado por Inocencio XI el
17 de agosto de 1683. Benedicto XIV lo canonizó el 29 de junio de 1746.
Es el Patrón de Valladolid.
in
Sem comentários:
Enviar um comentário