«Impulsora de las Maestras Pía, durante un tiempo su acción discurrió
casi pareja a la de Rosa Venerini. Después, Lucía emprendió en
solitario la fundación de Roma y el establecimiento de casi una
treintena de escuelas»
Santa Lucía Filippini (Foto Wiki Commons) |
(ZENIT – Madrid).- Hoy festividad de la
Anunciación del Señor también se celebra la vida de Lucía. Nació en
Corneto, Tarquinia, Italia, el 13 de enero de 1372. Fue la última de
cinco hijos que nacieron en el seno de una acomodada familia compuesta
por Felipe y Magdalena Picchi-Falzacappa, ambos emparentados con los
obispos de Montefiascone y Corneto, y el cardenal Falzacappa,
respectivamente. Pero Lucía apenas pudo disfrutar de sus padres. En los
primeros años de vida perdió a los dos. Y las benedictinas de santa
Lucía de Corneto se ocuparon de ella por expreso deseo de su familia
materna a cuyo cuidado había quedado. Esta etapa de formación discurrió
sin contratiempos. Su conducta era apreciada por las religiosas que
constataban su inteligencia y virtud, todo lo cual hizo que en su
entorno depositaran en ella grandes esperanzas. Era muy joven cuando se
percataron de las cualidades que poseía para dedicarse a la docencia.
Además, los niños acogían sus enseñanzas catequéticas con verdadero
entusiasmo. Fue de gran ayuda para el vicario parroquial.
A los 16 años tuvo un encuentro providencial con
el cardenal Marcantonio Barbarigo que pasó por Tarquinia. Seguramente
conversó también con el sacerdote que la conocía bien. Y entre la buena
impresión que le causaría ver los dones con los que había sido agraciada
la joven, más el juicio del párroco, no dudó en proponerle el ingreso
con las clarisas de Montefiascone quienes iban a completar su formación.
En la mente del cardenal bullían interesantes proyectos que estaban ya
en marcha y en los que pensaba implicarla. A su debido tiempo le hizo
partícipe de sus sueños que consistían en su vinculación con un
entramado académico orientado a proporcionar educación católica a niñas
pobres en diversos puntos de Italia.
La fascinante noticia –envuelta como todo ideal en
grandes sueños que se forjan sin pensar inicialmente en las
dificultades, porque surgen con el espíritu de su factibilidad, y más
cuando los guía un afán apostólico que descansa en la confianza en Dios–
impresionó a Lucía. Porque es verdad que ella tenía muy buenos
contactos entre las personas relevantes de su ciudad natal y de otras
circundantes, simplemente por razones de cuna, y podía utilizar su
influencia para promover el proyecto. Pero se le hacía un mundo acoger
una labor que creía excedía a sus fuerzas. Sin embargo, el cardenal no
se dejó convencer. Persistió en su empeño y ella le secundó
generosamente, ya que, encontrándose perfectamente incardinada en la
comunidad religiosa de clarisas en la que había ingresado en 1668, se
ofreció a abandonarla dispuesta a emprender el camino de incertidumbre
que monseñor Barbarigo le proponía.
Además, se daba la circunstancia de que en
Montefiascone se encontró con Rosa Venerini. Y como ésta era adalid del
cardenal, que la tenía en alta estima, Lucía no se sintió sola. Por
indicación de Barbarigo, Rosa ya trabajaba en la fundación de la red
educativa gratuita dirigida a niñas y conformada por profesoras laicas.
Las muchachas que no tenían medios económicos, o adolecían de una
familia que pudiera hacerse cargo de ellas, encontraron en las escuelas
todo lo que precisaban para su desarrollo integral. Ya preparadas serían
puntales para la familia y su acción repercutiría en la sociedad. Esas
escuelas fueron un referente importante en las zonas rurales.
Precisamente en ese momento en el que Rosa y Lucía se conocieron,
aquélla estaba promoviendo los centros por distintos lugares y formando a
las maestras que debían hacerse cargo de la labor.
En 1694 Rosa partió a Viterbo. Y Lucía quedó al
frente de la fundación de Montefiascone. Tras la muerte del cardenal en
1706, ésta siguió extendiendo la obra por otras diócesis. Contaba con el
apoyo de los Píos Operarios, que cumplían la voluntad de Barbarigo
quien les rogó que le prestaran ayuda. En 1707, por indicación de
Clemente XI, Lucía fundó en Roma y se ocupó de dirigir el orfanato
femenino.
Pero la situación se fue tornando cada vez más
difícil para ella que se vio obligada a afrontar muchos contratiempos.
La influencia de los Píos Operarios interviniendo en las líneas
iniciales trazadas por Rosa Venerini, y a las que dieron una orientación
diametralmente opuesta, suscitaron grandes recelos y salpicaron a
Lucía. Las prácticas de los Píos Operarios se hallaban bajo sospecha de
cierto quietismo. Y la santa, a su pesar, se vio enredada en una maraña
en la que no tuvo ni arte ni parte, pero que culminó con la dolorosa
separación de Rosa ese año de 1707. Ésta la reemplazó en la dirección de
los centros de Roma, de los que Lucía fue apartada, y regresó a
Montefiascone. Sin embargo, las divergencias persistieron tanto en el
fondo como en la forma de aplicar la pedagogía en estas escuelas.
Además, ya estaba en marcha la congregación de Maestras Pías Filippini a
las que dio definitivo espaldarazo el cardenal Barbarigo. Ello le había
permitido a Lucía gestionar los centros de Roma. Y es que tal como se
habían planteado las cosas, de otro modo no hubiera podido actuar
libremente fuera de Montefiascone porque el cardenal no quería que
saliesen de la diócesis de Viterbo. Es decir, que al final era como si
hubiese dos fundaciones, al frente de las cuales se hallaban cada una de
ellas. Y si bien compartían similares objetivos desde su inicio,
dependían de los ordinarios de cada lugar. Con lo cual, en medio de
tanto embrollo, Lucía acudió al pontífice para que mediase y cesasen los
problemas surgidos. Quería sacar adelante la obra que había impulsado
con tanto esfuerzo, y lo consiguió.
Cuatro décadas estuvo al frente de la misma, junto
a las Maestras Pías que llevaban su nombre, dejando 28 escuelas
fundadas que después de morir ella siguieron multiplicándose. Sufrió
mucho en el alma y en el cuerpo. Falleció por causa de un cáncer a los
60 años el 25 de marzo de 1732. Pío XI la canonizó el 22 de junio de
1930. Sus restos se veneran en la catedral de Montefiascone. Rosa había
muerto el 7 de mayo de 1728, y fue canonizada el 15 de octubre de 2006
por Juan Pablo II.
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