«Su vida muestra los frutos que nacen de una íntima relación con
Dios. Fue cofundador de la Congregación de las Siervas del Sagrado
Corazón de Jesús, que tuvo como objetivo a los jóvenes, enfermos y todo
el que precisase ayuda»
San José Sebastián Pelczar |
(ZENIT – Madrid).- Nació el 17 de enero del 1842 en
Korczyna, Polonia. Sus padres tuvieron muy en cuenta sus grandes dotes
para el estudio, haciendo posible que recibiese esmerada formación, sin
descuidar su educación en la fe. Muy pronto descubrió que deseaba seguir
a Cristo. Aún no había terminado la primera fase de su preparación
académica y ya anotó en su diario: «Los ideales de la tierra palidecen,
el ideal de la vida lo veo en el sacrificio y el ideal del sacrificio en
el sacerdocio». Eligió esta vía sin pensar que tal decisión implicaría
asumir íntimas renuncias.
En 1860 inició los estudios eclesiásticos en el
seminario de Przemyśl; cuatro años más tarde era sacerdote. Puso en
manos de Jesús y de María su acontecer humano, espiritual y apostólico, y
se dispuso a cumplir la voluntad divina bajo esta consigna: «Todo por
el sacratísimo Corazón de Jesús, a través de las manos inmaculadas de la
Santísima Virgen María». Primeramente fue vicario parroquial de Sambor.
Pero no se podían desperdiciar sus altas cualidades intelectuales. Por
ello, fue enviado a Roma para cursar estudios que simultaneó en dos
universidades, la Gregoriana, entonces Collegium Romanum, y la
Lateranense, que en esa época era Instituto de san Apolinar. Fueron dos
intensos años de dedicación que luego le permitieron impartir clases en
el seminario de Przemyśl y en la universidad Jagellónica de Cracovia.
Se doctoró en teología y en derecho canónico. Entre sus
méritos académicos se halla haber sido decano de la facultad de
teología, que se ocupó de renovar, vicerrector de la universidad y
rector del Almae Matris de Cracovia. Es obvio que su labor recibía gran
estima. Pero la tarea universitaria fundamentalmente fue para él otro
instrumento apostólico que le permitió acercarse a docentes y alumnos.
Realizó con ellos una importante labor en los veintidós años de
actividad profesional. En su ejercicio pastoral tuvo siempre presentes
las necesidades de los demás que encauzó con su ingente acción
caritativo-social. Colaboró con distintas asociaciones educativas
católicas. Fue presidente de la Asociación de la educación popular y
formaba parte de la Asociación de san Vicente de Paúl. Además, impulsó
«La Fraternidad de la Inmaculada Virgen María, Reina de Polonia». A
través de ella daba cobijo a trabajadores, pobres, alcohólicos,
emigrantes, huérfanos, empleadas domésticas, en particular las que se
hallaban en paro, y enfermas, para las que abrió una escuela. Impartió
numerosas conferencias y distribuyó gratuitamente entre la gente miles
de obras. Se le debe la existencia de un nutrido número de bibliotecas y
salas de lectura. Supo aunar su labor científica y académica con la
misión apostólica.
Fue un insigne predicador y confesor. Todo en él fue un
afán de adecuar su vida a la voluntad divina: «El acuerdo con la
voluntad de Dios trae una paz inquebrantable. ¿Qué puede inquietar al
que todo lo recibe con alegría, sabiendo que todo proviene de la
voluntad de Dios llena de amor?». Su austeridad y espíritu de entrega le
instaba a repartir sus bienes entre los necesitados, pero siempre
mirando a esa frontera del amor a todos en Cristo, sin la cual nada
tiene sentido. Tuvo claro el cariz espiritual de su compromiso
apostólico: «No basta dar dinero a los pobres. El dinero no tiene ojos,
labios, ni corazón. El dinero no hablará, no consolará, no aconsejará.
Mientras que el pobre necesita el consuelo, alivio, consejo y esperanza.
La verdadera prueba del amor y misericordia para con los pobres es
visitarlos» […]. «Servir a Dios es nuestra tarea principal. Tarea más
importante frente a la cual todo lo demás es nada».
Su devoción al Sagrado Corazón de Jesús le llevó a
fundar en 1894, junto a la Madre Klara Szczesna, la Congregación de las
Siervas del Sagrado Corazón de Jesús. Tenían como objetivo los jóvenes,
enfermos y los que precisasen cualquier tipo de ayuda. Humilde, y con el
sentido de indignidad que acompaña a los genuinos discípulos de Cristo,
pasado el tiempo manifestó: «Que Dios me perdone este atrevimiento,
porque hasta hoy, fundadores eran las personas santas, pero lo que me
justifica son las circunstancias en las cuales he visto claramente la
voluntad de Dios».
En 1899 fue nombrado obispo auxiliar y un año más tarde
prelado titular de la diócesis de Przemyśl. No desperdició ningún
momento de su tiempo. Sabía del valor de la oración y su repercusión en
la vida espiritual y apostólica. Es la característica comúnmente
compartida por todos los que alcanzaron la santidad. En la oración se
plantearon las grandes cuitas de su existencia, suplicaron la conversión
personal y pidieron ardientemente la gracia de saber tocar el corazón
de las gentes para llevarlas a Cristo. Fue uno de los manjares que
gustaron junto a la Eucaristía, nutriéndose a la par con la Palabra de
Dios. Sebastián no fue una excepción.
Uno de los testigos de su fecunda vida sintetizó con
estas palabras lo que había aprendido de él: «Las personas laboriosas,
especialmente las que pasan más tiempo en la intimidad con Dios que con
los hombres, tienen tiempo para todo». Este es otro fruto de la oración:
la multiplicación del mismo de una forma sorprendente. No hay más que
ver las biografías de los santos con trayectorias tan intensas como
insólitamente creativas. Pelczcar, cuyo lema fue: «Todo para el único
Dios», escribió numerosas cartas pastorales, impartió charlas y homilías
que encadenó junto a obras teológicas, históricas, textos sobre la ley
canónica, manuales y devocionarios. Viendo su quehacer en conjunto está
claro que una gracia tuvo que dilatar sus horas. Murió la madrugada del
28 de marzo de 1924. Fue beatificado por Juan Pablo II el 2 de junio de
1991. No había sido un teórico de la vida espiritual, sino un fidelísimo
seguidor de Cristo. Por eso, el pontífice dijo en la ceremonia: «He
aquí un hombre que no solamente decía ‘Señor, Señor’ sino que cumplía la
voluntad de Dios». Él mismo lo canonizó el 18 de mayo de 2003.
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