«Apóstol de la misericordia, este gran capuchino, que solo quiso ser
misionero santo, y aspiró a obtener la palma del martirio, fue también
un gran orador. Menéndez y Pelayo lo situó detrás de san Vicente Ferrer y
de san Juan de Ávila»
Beato Diego de Cádiz (PD) |
(ZENIT – Madrid).- José Francisco López-Caamaño y García Pérez nació
en Cádiz, España, el 30 de marzo de 1743. Pertenecía a una ilustre
familia. Su madre murió cuando él tenía 9 años y se estableció con su
padre en la localidad gaditana de Grazalema. Cursó estudios con los
dominicos de Ronda, Málaga. Pero a los 15 años eligió a los capuchinos
de Sevilla, venciendo su rechazo a la vida religiosa, y a esta Orden en
particular, para tomar el hábito y nombre con el que iba a ser
encumbrado a los altares. Dejando atrás la cierta aversión inicial al
compromiso que estableció, años más tarde, al referirse
retrospectivamente a su vocación se aprecia cuánto había cambiado. Puede
que ni recordase el peso de sus emociones de adolescente cuando
escribió: «Todo mi afán era ser capuchino, para ser misionero y santo».
En 1766 fue ordenado sacerdote. Le acompañaba único anhelo: alcanzar
la santidad. Quería ser un gran apóstol sin excluir el martirio. Y dejó
constancia de ello: «¡Qué ansias de ser santo, para con la oración
aplacar a Dios y sostener a la Iglesia santa! ¡Qué deseo de salir al
público, para, a cara descubierta, hacer frente a los libertinos!… ¡Qué
ardor para derramar mi sangre en defensa de lo que hasta ahora hemos
creído!». Pero el camino de la santidad generalmente Dios no se lo pone
fácil a sus hijos. Durante unos años las oscilaciones en su vida
espiritual fueron habituales, hasta que sufrió una radical
transformación con la gracia de Cristo. Ello no le libró de experiencias
que suelen presentarse en el itinerario que conduce a la unión con la
Santísima Trinidad. Pasó por contradicciones y oscuridades. Fueron
frecuentes sus luchas contra las tentaciones de la carne y tuvo que
combatir brotes de apatía en el cumplimiento de su misión, entre otras
muchas debilidades que afrontó y superó. Nadie, solo Dios, sabía de las
pugnas interiores de este gran apóstol, cuya entrañabilidad y peculiar
sentido del humor era especialmente apreciado en las distancias cortas.
Desde 1771 y durante treínta años su actividad en misiones populares
se extendió por casi toda la geografía española. Sus grandes dotes de
oratoria y elocuencia pasadas por la oración obraban prodigios en las
gentes a través una predicación de la que se ha subrayado, además de su
rigor, la sencillez y dignidad. Su contribución fue inestimable en un
período marcado por el regalismo y el jansenismo que estaban en su
apogeo. Como tantas veces sucede al juzgar a mentes preclaras, y más con
la hondura de vida del beato, las valoraciones no son siempre
benevolentes. Cuando únicamente se examinan sus pasos desde un punto de
vista racional, apelando a un análisis histórico frecuentemente cargado
de prejuicios, como algunos críticos han hecho, queda en la penumbra lo
esencial: su grandeza espiritual y excepcionales cualidades puestas al
servicio de la fe y de la Iglesia en momentos de indudable dificultad.
Tratando de la oratoria religiosa, el gran Menéndez y Pelayo lo situó
detrás de san Vicente Ferrer y de san Juan de Ávila. Y es que Diego
José promovía una profunda renovación espiritual en su auditorio. Llegó a
predicar en la corte. Sus palabras tuvieron gran influjo no solo en el
ámbito religioso sino también en el público. Junto con la instrucción
doctrinal que proporcionaba, impartía conferencias a hombres, mujeres y
niños de toda condición social. Les alentaba con la celebración de la
penitencia y el rezo público del santo rosario. Suscitaba emociones por
igual en clérigos, plebeyos e intelectuales. Su fama le precedía y la
muchedumbre que se citaba para oírle no cabía en las grandes catedrales.
A veces durante varias horas tenía que hablar al aire libre a un
auditorio conformado por cuarenta mil y hasta sesenta mil personas, que
le consideraban un «enviado de Dios».
Ese imponente despliegue de multitudes que acudían a él
enfervorecidas pone de manifiesto que los integrantes de la vida santa
han sido los verdaderos artífices de las redes sociales. Un entramado de
seguidores con alta sensibilidad –que muchos hoy día querrían para sí–,
supieron identificar la grandeza de Dios y su belleza inigualable
plasmada en las palabras de este insigne apóstol. Fueron tres décadas de
intensa dedicación llevando con singular celo la fe más allá de los
confines de Andalucía en los que era bien conocido. Aranjuez, Madrid,
poblaciones de Toledo y de Ciudad Real, Aragón, Levante, Extremadura,
Galicia, Asturias, León, Salamanca, incluso Portugal y otras, fueron
recorridas a pie por este incansable peregrino que impregnó con la
fuerza de su voz, avalada por una virtuosísima vida, el corazón de las
gentes. Una gran mayoría en su época lo consideró un «nuevo san Pablo».
Penitencia y oración continua fueron sus armas apostólicas, mientras su
cuerpo se estremecía bajo un rústico cilicio. Si hubiera contado con los
medios y técnicas que existen en la actualidad sus conquistas para
Cristo superarían lo imaginable.
Era un gran devoto de María bajo la advocación de la Divina Aurora,
de la que fue encendido defensor. Fue agraciado con carismas
extraordinarios como el don de profecía y numerosos milagros que
efectuaba con su proverbial sentido del humor y el gracejo andaluz que
poseía. Su correspondencia epistolar, sermones, obras ascéticas y
devocionales son incontables. Se le ha conocido como el «apóstol de la
misericordia». Murió en en la localidad malagueña de Ronda el 24 de
marzo de 1801 cuando se hallaba en un proceso ante la Inquisición donde
fue llevado por quienes no supieron identificar en él al santo que fue.
Le cubrieron con penosos signos de ingratitud que desembocaron en una
injusta y humillante persecución. Por encima de los ciegos juicios
humanos, Dios ya le había reservado la gloria eterna. Fue beatificado
por León XIII el 22 de abril de 1894.
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