«Fue un ejemplo de fidelidad en la tribulación que acompañó a las
gracias sobrenaturales que recibió, entre ellas los estigmas de la
Pasión. Acusada incluso de demente, hasta sus hermanas de comunidad
dudaron de su autenticidad»
La ciudad de Asiago arrasada por las bombas en la Primera Guerra Mundial y la estatua intacta de la Beata Giovanna María Bonomo (Wiki commons) |
(ZENIT – Madrid).- Precocidad en su entrega a Dios e incomprensiones
ante sus numerosas experiencias místicas y favores celestiales, fueron,
entre otros, los signos que marcaron el acontecer de esta abadesa
benedictina. Vino al mundo en Asiago, Italia, el 15 de agosto de 1606,
en una familia acomodada y socialmente reconocida. Su padre Giovanni era
un terrateniente dedicado al comercio, y su madre Virginia pertenecía a
la rama de los Ceschi di Borgo Valsugana. En 1612, cuando tenía
alrededor de 6 años, quedó huérfana de madre, y su padre consideró
oportuno encomendar su educación a las Hermanas Pobres de santa Clara en
Trento, donde ingresó en 1615.
Con las religiosas obtuvo una interesante formación que le permitió
adquirir destrezas en tareas propias que las jóvenes solían recibir
entonces y que eran de gran utilidad, como las labores de punto. Además,
tenía una sensibilidad artística que cultivó por medio de la
literatura, la música y la danza, todo ello complementario a lo esencial
para su vida: la educación religiosa. Tenía auténtica pasión por
Cristo. Y llevada por ella obtuvo una gracia insólita en la época: tomar
la primera comunión a sus 9 años. Como han hecho otras insignes
discípulas de Jesús, con esa edad ya le consagró su virginidad. Y en
aras de esta promesa efectuada libremente, a los 12 años intentó que su
padre le permitiera ingresar en la vida religiosa.
Había elegido ser clarisa y pasar el resto de la existencia en la
clausura de Trento donde estaba siendo formada. Sin embargo, su deseo
contravenía los planes de su progenitor que había previsto que
contrajera matrimonio, y con tal finalidad se la llevó consigo a Asiago,
a la espera de que llegase el momento. En un principio se vio obligada a
seguirle, pero fue tan insistente que logró torcer su voluntad. Lo que
no pudo impedir es que recayese en él la elección del convento y de la
Orden en la que consumaría su ofrenda. Así pues, con 15 años, como su
padre autorizó su ingresó en el monasterio benedictino de san Jerónimo
de Bassano, inició su vida religiosa. Es de suponer que Giovanni no fue
consciente del trasfondo espiritual que conllevaba la presión a la que
había sometido a su hija. Pero Dios se valía de su terquedad y actitud
impositiva para conducir a la beata por el sendero previsto por Él.
Al profesar el 8 de septiembre de 1622 tomó el nombre de Giovanna
María. Su primer éxtasis se produjo precisamente ese día. Con
posterioridad, durante siete años continuaría siendo acreedora de
numerosas y frecuentes gracias, que en su mayor parte venían unidas a la
Eucaristía. Además, forma parte del selecto elenco de místicos que
recibieron en su cuerpo los estigmas de la Pasión que eran manifiestos
desde el jueves por la tarde hasta el sábado por la mañana. Oró
fervorosamente para que desaparecieran, y en un momento dado obtuvo lo
que pedía, pudiendo llevar vida normal como el resto de las religiosas.
De todos modos, la presencia sobrenatural de Dios era particularmente
manifiesta para ella en el instante de recibir la Sagrada Comunión. Como
los signos extraordinarios con los que era agraciada no pudieron
permanecer ocultos, atrajeron la atención de muchas personas que
comenzaron a difundirlos juzgándolos una prueba de su santidad, lo cual
le apenaba sobremanera. También suscitaron numerosos resquemores.
El signo de la contradicción acompaña siempre a los hijos de Dios; es
una garantía de su autenticidad. A veces las controversias no vienen de
fuera; tienen su origen en los más cercanos. Es la experiencia que ella
tuvo que afrontar. Entre sus hermanas de comunidad hubo gran disparidad
de opiniones. Algunas se negaban a aceptar la legitimidad de los
favores, y se inclinaban a juzgarlos como fruto de sus debilidades.
Vanidad, superchería, herejía…, a Giovanna le perseguían las
tribulaciones, y las consecuencias de la acepción divina hacia su
persona fueron muy dolorosas humana y espiritualmente. Era la cruz a la
que debía abrazarse, los momentos de prueba que han de afrontar los
discípulos de Cristo, cada uno con las características particulares. En
su caso vinieron acompañados de amargura, soledad, incomprensión, dudas y
hasta aceradas críticas que iban más lejos. Su propio confesor la tildó
como demente y le prohibió tomar la comunión. Además, tenía vedado
comparecer en el locutorio y le impidieron escribir cartas.
Siete años duraron estas penalidades, que no vinieron solas. A ellas
se unieron males físicos: ciática y fiebres, entre otros. Tenía en
contra a todo el clero de Vicenza. Lo que se dice una corona de
sufrimientos. Aislada en el convento, Cristo se hizo notar dándole
consuelo. Extraía de su divino costado la Sagrada Forma y se la ofrecía
con estas palabras: «Toma, esposa mía». Otras veces era un ángel el que
tomaba de la patena la Hostia que el sacerdote distribuía y se la
llevaba a ella. Cuando se aceptó la veracidad de sus experiencias
místicas, revocaron las prohibiciones. Y en 1652 fue elegida abadesa.
Tres años más tarde fue priora, y nuevamente reelegida abadesa en 1664.
Durante veinte años formó a sus hermanas en lo que conocía por
experiencia: sobrenaturalizar lo ordinario, enseñándoles que no buscasen
grandes gestas, sino la fidelidad evangélica a las pequeñas cosas de
cada día. Sus sabios consejos eran demandados por muchas personas,
incluso las pertenecientes a altos estamentos sociales. En todos dejó la
huella de su paciencia, humildad y caridad. Socorrió a los pobres y a
los marginados. Tuvo el don de bilocación y el de milagros. Murió en
Bassano el 1 de marzo de 1670 con fama de santidad. Fue beatificada por
Pío VI el 9 de junio de 1783.
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