«Este mexicano autóctono pervive vinculado a la advocación de la
Virgen de Guadalupe, que se le apareció haciéndole protagonista de una
de las grandes escenas, cuajadas de lirismo, que marcan un hito en la
historia de las apariciones marianas»
San Juan Diego (Wikicommons pd) |
(ZENIT – Madrid).- En el entorno de la festividad de la Inmaculada
Concepción, entre otros, la Iglesia celebra hoy la existencia de Juan
Diego, que pervive para siempre vinculado a María, bajo su advocación de
la Virgen de Guadalupe. Este santo indígena encarna en sí mismo una de
las hermosísimas historias de amor que conmueven poderosamente.
Inocencia y dulzura forman una perfecta simbiosis en su vida que instan
ciertamente a perseguir la santidad y permiten comprender qué pudo ver
en él la Reina del Cielo, excelso modelo de virtudes, para hacerle
objeto de su dilección.
Nació en Cuauhtitlán perteneciente al reino de Texcoco, México,
regido entonces por los aztecas, hacia el año 1474. Debía llevar escrito
en su nombre, que significaba «águila que habla», la nobleza de esta
majestuosa ave que vuela desafiando a las tempestades, de cara al
infinito. Era un indio de la etnia chichimecas, sencillo, lleno de
candor, sin doblez alguna, de robusta fe, dócil, humilde, obediente y
generoso. Un hombre inocente que, cuando conoció a los franciscanos,
recibió el agua del bautismo y se abrazó a la fe para siempre encarnando
con total fidelidad las enseñanzas que recibía. Un digno hijo de Dios
que no dudaba en recorrer 20 km. todos los sábados y domingos para ir
profundizando en la doctrina de la Iglesia y asistir a la Santa Misa.
Tuvo la gracia de que su esposa María Lucía compartiera con él su fe, y
ambos, enamorados de la castidad, después de ser bautizados hacia 1524 o
1525 determinaron vivir en perfecta continencia. María Lucía murió en
1529, y Juan Diego se fue a vivir con su tío Juan Bernardino que residía
en Tulpetlac, a 14 km. de la iglesia de Tlatelolco-Tenochtitlan, lo
cual suponía acortar el largo camino que solía recorrer para llegar al
templo.
La Madre de Dios se fijó en este virtuoso indígena para
encomendarle una misión. Cuatro apariciones sellan las sublimes
conversaciones que tuvieron lugar entre Ella y Juan Diego, que tenía
entonces 57 años, edad avanzada para la época. El sábado 9 de diciembre
de 1531 se dirigió a la Iglesia. Caminaba descalzo, como hacían los de
su condición social, y se resguardaba del frío con una tilma, una
sencilla manta. Cuando bordeaba el Tepeyac, la tierna voz de María llamó
su atención dirigiéndose a él en su lengua náuhatl: «¡Juanito, Juan
Dieguito!». Ascendió a la cumbre, y Ella le dijo que era «la perfecta
siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios». Además, le
encomendó que rogase al obispo Juan de Zumárraga que erigiese allí mismo
una iglesia. Juan Diego obedeció. Fue en busca del prelado y afrontó
pacientemente todas las dificultades que le pusieron para hablar con él,
que no fueron pocas. Al transmitirle el hecho sobrenatural y el mensaje
recibido, el obispo reaccionó con total incredulidad. Juan Diego volvió
al lugar al día siguiente, y expuso a la Virgen lo sucedido,
sugiriéndole humildemente la elección de otra persona más notable que
él, que se consideraba un pobre «hombrecillo». Pero María insistió.
¡Claro que podía elegir entre muchos otros! Pero tenía que ser él quien
transmitiera al obispo su voluntad: «…Y bien, de nuevo dile de qué modo
yo, personalmente, la siempre Virgen Santa María, yo, que soy la Madre
de Dios, te mando».
El 12 de diciembre, diligentemente, una vez más fue a entrevistarse
con el obispo. Éste le rogó que demostrase lo que estaba diciendo.
Apenado, Juan Diego regresó a su casa y halló casi moribundo a su tío,
quien le pedía que fuese a la capital para traer un sacerdote que le
diese la última bendición. Sin detenerse, acudió presto a cumplir con
este acto caritativo, saliendo hacia Tlatelolco. Pensó que no era
momento para encontrarse con la Virgen y que Ella entendería su apremio;
ya le daría cuenta de lo sucedido más tarde. Y así, tras esta brevísima
resolución, tomó otro camino. Pero María le abordó en el sendero, y
Juan Diego, impresionado y arrepentido, con toda sencillez expresó su
angustia y el motivo que le indujo a actuar de ese modo. La Madre le
consoló, le animó, y aseguró que su tío sanaría, como así fue. Por lo
demás, enterada del empecinamiento del obispo y de su petición, indicó a
Juan Diego que subiera a la colina para recoger flores y entregárselas a
Ella.
En el lugar señalado no brotaban flores. Pero Juan
Diego creyó, obedeció y bajó después con un frondoso ramo que portó en
su tilma. La Virgen lo tomó entre sus manos y nuevamente depositó las
flores en ella. Era la señal esperada, la respuesta que vencería la
resistencia que acompaña a la incredulidad. Más tarde, cuando el
candoroso indio logró ser recibido por el obispo, al desplegar la tilma
se pudo comprobar que la imagen de la Virgen de Guadalupe había quedado
impregnada en ella con bellísimos colores. A la vista del prodigio, el
obispo creyó, se arrepintió y cumplió la voluntad de María.
Juan Diego legó sus pertenencias a su tío, y se
trasladó a vivir en una humilde casa al lado del templo. Consagró su
vida a la oración, a la penitencia y a difundir el milagro entre las
gentes. Se ocupaba del mantenimiento de la capilla primigenia dedicada a
la Virgen de Guadalupe y de recibir a los numerosos peregrinos que
acudían a ella. Murió el 30 de mayo de 1548 con fama de santidad dejando
plasmada la aureola de la misma no sólo en México sino en el mundo
entero que sigue aclamando a este «confidente de la dulce Señora del
Tepeyac», como lo denominó Juan Pablo II. Fue él precisamente quien
confirmó su culto el 6 de mayo de 1990, y lo canonizó el 31 de julio de
2002.
in
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