«Religioso dominico peruano. El primer mulato en subir a los
altares, honrado en numerosos países del mundo. Patrón de la justicia
social, de los barberos, barrenderos, enfermeros, farmacéuticos,
protector de los pobres»
Pintura anónima existente en el Monasterio de Santa San Martín de Porres en un óleo anónimo en el convento de Santa Rosa de las Monjas de Lima |
(ZENIT – Madrid).- El que tantas veces se presentó como «un perro
mulato», primero de América en subir a los altares, es uno de los más
grandes santos que Perú ha dado a la Iglesia. Ostenta el patronazgo de
numerosas entidades de Perú, Venezuela, México, Argentina, Panamá,
Guatemala, España, Chile, Costa Rica, Bolivia y otros países. Quién le
iba a decir al humilde Martín que al paso del tiempo le honrarían
hermandades y cofradías, que al procesionar su imagen sería aclamada por
las avenidas de su hermosa tierra aún pasando los siglos… Pero así es.
La gracia que le acompañó en vida, y a la que se aferró, sigue
alumbrándonos a través de su heroico testimonio de amor a Cristo.
Nació en Lima, Perú, el 9 de diciembre de 1579. Era hijo natural del
español Juan de Porres, un burgalés que pertenecía a la Orden militar de
Calatrava, y de la mulata libre de origen panameño, Ana Velásquez.
Debió prometerle que la desposaría, pero los prejuicios de la época no
se aliaron con ellos. De esta unión ilegítima en 1581 vino al mundo
también una niña. Cuando el virrey comisionó a Juan para irse a
Guayaquil, se llevó con él a los pequeños. Sin embargo, su familia
repudió al muchacho por su color de piel. Juan se ocupó de su educación,
pero en 1590 cuando lo nombraron gobernador de Panamá, se vio obligado a
enviarlo a Lima. Eso sí, la cercanía le había permitido constatar las
numerosas virtudes de Martín, su bondad y proverbial generosidad con los
pobres, a los que daba limosna haciendo uso de la asignación que él le
entregaba. No era una táctica nueva. Cuando vivía con su madre, le solía
sisar el dinero que le proporcionaba para efectuar las compras. Al
regresar a casa, cándidamente se excusaba diciendo que las monedas que
le faltaban las había perdido por el camino.
En Lima se ocupó del santo Isabel García Michel, que vivía en
Malambo, un barrio marginal caracterizado por el origen multirracial de
su población, pero en una casa respetable; tal vez Ana fuese una de las
encargadas del servicio, y por eso se afincó allí con su hijo. Éste
recibió la confirmación en 1591 de manos de santo Toribio de Mogrovejo,
patrono del episcopado latinoamericano. Elegante y amable en el trato,
Martín era también muy inteligente, así que no le costó aprender las
técnicas de barbería, oficio reputado en la época, y adquirir nociones
de medicina que le servirían más tarde en su misión. Antes de
convertirse en religioso obtenía un buen sueldo como ayudante del
boticario Mateo Pastor. Con lo que ganaba, ayudaba a otros muchachos que
no tenían medios económicos. El ejercicio de su profesión le permitía
acceder tanto a la flor y nata de la sociedad limeña como a las clases
inferiores; a todos hablaba de la bondad de Dios. Combinaba esta tarea
con la labor voluntaria que realizaba en hospitales; pasaba las noches
prácticamente en vela orando ante una imagen de Cristo crucificado.
A los 15 años, animado por fray Juan de Lorenzana,
quiso ser dominico como él, pero la discriminación por diferencia de
raza, prejuicio marcado entonces, le siguió al convento de Nuestra
Señora del Rosario. Y únicamente pudo ingresar como «donado». Pero era
más que suficiente para su espíritu humilde y servicial, ya que solo
deseaba estar más cerca de Dios y ayudar al prójimo. Por lo demás, se
gozaba en «pasar desapercibido y ser el último». El trato desigual que
le dispensaron, los insultos que recibía por su tez oscura, no le
arrebataron su alegría, y la escoba que pusieron en sus manos fue
instrumento de gloria para su vida.
En una visita que su padre hizo al convento, logró que el provincial
considerara a Martín como hermano cooperador. Profesó en junio de 1603.
Fiel observante, pronto a la oración, obediente, humilde, generoso,
puntual, sobrio, sencillo, austero, era también diligente y dadivoso con
los demás hasta el extremo. El Santísimo Sacramento y la Virgen del
Rosario fueron objeto supremo de su devoción. Por lo general, estaba tan
extenuado por sus tareas que hacía ímprobos esfuerzos para no sucumbir
al sueño durante la oración. Sus cuidados como enfermero fueron un
pararrayos para el convento; allí acudían numerosas personas en su
busca. Pero su piedad y misericordia con los enfermos y pobres que
recogía en las calles, portándolos a hombros hasta su propio lecho para
prodigarles atenciones con toda ternura, suscitaron recelos y envidias;
fue objeto de injurias hasta de sus propios hermanos.
Dios le otorgó el don de milagros, entre otros. Las
curaciones extraordinarias se produjeron no solo con sus cuidados sino
simplemente con su presencia. Él, humildemente, advertía: «yo te curo,
Dios te sana». Como recibió el don de la bilocación, podía vérsele en
varios lugares a la vez consolando y remediando los males de unos y de
otros. Una vez vio que un obrero se caía del andamio de la torre y, para
no desobedecer –cuentan los testigos de la época– le dijo «¡detente!» y
a renglón seguido fue a solicitar permiso a su superior para salvarle,
mientras el albañil permanecía suspendido en el aire, permiso que que le
fue otorgado obrándose ese milagro que precisaba el buen hombre y que
se produjo ante su fuerte impresión y la del superior de Martín.
Memorable fue la acción del santo durante la epidemia de viruela; se
convirtió en el «ángel de Lima». Hasta los animales hambrientos y
heridos eran objeto de su afecto. Fundó los Asilos y Escuelas de
Huérfanos de Santa Cruz para niños y niñas. Sus hermanos contemplaban
asombrados su intensísima acción apostólica cotidiana, preguntándose en
qué momento dormía.
Era estimado por todos, incluido el virrey, que no
ocultaba su veneración por él. En 1639 contrajo el tifus exantemático
que cursaba con espasmos, alta fiebre y delirios. Y supo que había
llegado su hora: «He aquí el fin de mi peregrinación sobre la tierra.
Moriré de esta enfermedad. Ninguna medicina será de provecho». Manifestó
que en ese instante le acompañaban la Virgen, San José, santo Domingo,
san Vicente Ferrer y santa Catalina de Alejandría. Y besando el
crucifijo falleció el 3 de noviembre de ese año. Gregorio XVI lo
beatificó en 1837. Juan XXIII lo canonizó el 6 de mayo de 1962, y lo
declaró santo patrón de la justicia social.
in
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