«Laico, integrante de la Asociación Católica de Propagandistas, de
la que era una de sus columnas cuando fue fusilado en el fragor de la
Guerra Civil española, en 1936, por el hecho de profesar la fe católica,
como otros mártires»
ACdP |
(ZENIT – Madrid).- Muy arraigada tenía Luís su fe, y, por tanto, claridad en lo que ella conlleva, cuando afirmó: «Mi
misión es realizar la unidad de los católicos. Antes de sembrar es
necesario arar». Ignoraba que sería su sangre la que esparciría esa
semilla que nunca muere porque la memoria de su martirio mantendría viva
su voz prolongando sus afanes apostólicos. Si a
cualquier persona le preguntaran qué haría si le dijeran que iba a morir
en plazo fijo, seguramente le vendrían a la mente unas cuantas cosas,
entre otras ponerse a bien con quien no lo estuviera, porque la
reconciliación es sentimiento que suele acompañar a los postreros
instantes. Los genuinos seguidores de Cristo responderían confirmando la
bondad de su acontecer que ya discurría guiado por el afán de dar a
Dios lo máximo en el día a día. Porque los santos están espiritualmente
preparados de antemano, listos para presentarse ante el Padre cuando así
lo dispone.
Ante este dramático trance, en 1936 integrantes de la
Asociación Católica Nacional de Propagandistas, como tantos otros
católicos de pro, compartían en checas de diversas ciudades españolas
sus más altos ideales con el espíritu de las primeras comunidades de
cristianos, aguardando juntos la palma del martirio. Mientras en el
exterior de la prisión se respiraban aires de revancha, ellos apuraban
los últimos días orando y compartiendo la fe, aunque fuera en penosas
condiciones. Sabían que las súplicas que se elevan a Dios nunca caen en
saco roto, y entre sus peticiones incluían la unidad y reconciliación de
todos los católicos.
Uno de los insignes Propagandistas que ni siquiera tuvo
tiempo de permanecer en una checa fue Luís, un valenciano nacido el 30
de junio de 1905, que había sido alumno de los jesuitas y cursado
estudios de filosofía y derecho, materia en la que se había doctorado en
la Universidad Central de Madrid. Una persona valiosa, comprometida,
cercana al cardenal Ángel Herrera Oria, que tuvo en él un insigne
discípulo. Luís le acompañó en muchos de sus viajes y acciones
evangelizadoras. Era un apóstol incansable, ciertamente ejemplar en su
vida, que había dejado huella entre los estudiantes católicos de
Valencia. En esos precisos momentos era el secretario general de la
Asociación Católica de Propagandistas y secretario del CEU (Centro de
Estudios Universitarios).
Su esposa, Carmen Arteche Echezuría, con la que se había casado en
1933, apenas había podido compartir los sueños que forjarían en común,
porque murió antes de estallar la Guerra Civil en 1936 en el transcurso
de una enfermedad imprevista y fulminante; Dios le ahorró el sufrimiento
de ver asesinado a su esposo. Hasta Torrente –la localidad valenciana
en la que residía el padre de Luís, delicado de salud entonces, y junto
al que se encontraba– llegaron los funestos aires de guerra. Él ejercía
como abogado desde 1930 y en el primer momento pudo continuar su vida
sin excesivos sobresaltos, completamente entregado a consolar y procurar
aliento a los componentes de la Asociación, con celo y brío ejemplares,
lleno de fe, sin ceder un ápice al desaliento. Buscando para su esposa e
hija un remanso de paz en medio de tanta tragedia, en 1936 las había
conducido a su tierra, y allí quedó la pequeña huérfana de madre,
tutelada por su abuelo, sin saber que su querido padre estaba a punto de
dejar este mundo tras haber apurado la palma del martirio.
Luís era un hombre lleno de fortaleza que brillaba con singular
fulgor en medio de la adversidad. Es memorable la carta que en abril de
1936 dirigió a su hermano relatando la enfermedad y posterior deceso de
su esposa; un testimonio emocionante de amor y ternura, que rezuma
esperanza y gozo espiritual. En ella se aprecia su urgencia apostólica y
su preocupación por asistir a todos, especialmente a los más frágiles
en esa situación de gravísima convulsión política que se vivía. Oraba y
sufría viendo el despropósito de tanto odio, como siempre estéril y
sinsentido, y lo combatió aferrado a la oración. De tantas súplicas a
María, horas santas, Ejercicios, velas nocturnas, generosa acogida en su
propio hogar de los perseguidos, etc., brotarían frutos abundantes para
la mayor gloria de Cristo y de su Iglesia, a los que tanto amó.
Como ha sucedido siempre en estos casos de martirio, la condena se
produjo el 28 de noviembre en un seudo-juicio sumarísimo, a cargo de un
grupo de milicianos armados. Una vez confirmaron lo que ya sabían de
antemano: que Luís era fidelísimo a Cristo y a la Iglesia, y que no
había escatimado esfuerzos en hacer todo el bien posible, una de cuyas
acciones había sido la organización del Congreso Católico de Madrid, no
precisaban saber más. Sin dilación alguna, ese mismo día le condujeron
al Picadero de Paterna. Valiente, heroico en su caridad como todos los
mártires, dedicó los últimos instantes a uno de los verdugos que, ante
el nuevo gesto de violencia que iba a protagonizar, temblaba de tal
forma que era incapaz de liar un cigarrillo. Luís, que era un hombre de
una vez, repartió entre el grupo de milicianos los que tenía, rogó que
le dejaran abrazarles y pidió expresamente que no le dispararan por la
espalda. ¡Qué gestos tan elegantes, tan gallardos y conmovedores! Pero
no los supieron ver los que se disponían a segar su vida, cercenándola a
sus 31 años.
Lo fusilaron mientras mantenía los brazos en cruz y portaba un
rosario entre sus manos, perdonando de corazón a los autores de su
muerte, como todos los que sucumbieron de este modo por causa de su fe,
signo inequívoco de su autenticidad. Juan Pablo II lo beatificó el 11 de
marzo de 2001 junto a 233 mártires de la Guerra Civil española. Un
enjambre de virtud atravesando España, sembrada en sus cuatro puntos
cardinales con la sangre de numerosos seguidores de Cristo: religiosos,
sacerdotes, laicos, y componentes de diversas realidades eclesiales.
in
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