«Apóstol de los tuaregs, este Hermano universal de origen
aristocrático, que se convirtió siendo adulto, se dejó literalmente la
vida en su misión. A él se debe la proliferación de numerosas
fundaciones asentadas en su espiritualidad»
Beato Charles de Foucauld |
(ZENIT – Madrid).- Este «misionero del Sahara», apóstol de los
tuaregs, nació en Strassbourg, Francia, el 15 de septiembre de 1858. Su
origen aristocrático –fue vizconde de Foucauld– inicialmente no le
otorgó a su carácter la distinción que cabría esperar en alguien de su
alcurnia. Él y su hermana María perdieron a sus padres. Charles tenía 6
años. Creció junto a ella bajo la tutela de su abuelo, encaminándose a
la vida militar. Antes había estudiado con los jesuitas, pero en los
tres años que estuvo con ellos no parece que sus enseñanzas hicieran
mella en su espíritu. Desde sus 16 años vivía alejado de la fe. Como el
hijo pródigo, dilapidó la copiosa herencia que le legaron tiñendo su
existencia con las sombras de ese ambiente licencioso al que se asomó.
Fue en 1878 cuando se integró en el ejército y dos años más tarde
convertido en oficial prestó sus primeros servicios en Sétif, Argelia.
Dios no existía entonces para él. Otros intereses mundanos llamaban su
atención y al año siguiente su mala conducta supuso su expulsión. A
partir de ese momento tuvo una vida ajetreada. Se convirtió en
explorador, aunque a la par sondeaba, inquiría íntimamente una respuesta
espiritual que, todavía difusa, le inquietaba.
Participó en la revuelta de Bon Mama en Orán del Sur,
estudio árabe y hebreo, y en 1883 inició una expedición a Marruecos por
la que fue condecorado con la medalla de oro de la Sociedad Geográfica;
recorrió Argelia y Túnez. Fue un viaje que preparó su espíritu para ser
fecundado por la gracia divina ya que al ver cómo vivían su fe los
musulmanes, brotó de su interior esta ardiente súplica: «Dios mío, si
existes, haz que te conozca». Esta sinceridad y apertura fueron
suficientes para que penetrase la luz divina en su corazón a raudales.
En octubre de 1886 cuando se hallaba en París preparando el texto sobre
su viaje por Marruecos, inició su itinerario espiritual llevado de la
mano del padre Huvelin. Obedeciendo sus indicaciones, se confesó, pese a
declararse no creyente, y se sintió totalmente renovado: «Tan pronto
como creí que había un Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa sino
vivir para El; mi vocación religiosa es del mismo momento que mi fe:
Dios es tan grande».
Durante siete años la Trapa fue su hogar. Primeramente
pasó uno en la casa de Nuestra Señora de las Nieves, en Francia, y de
allí, a petición suya vivió otros seis en la que tenían en Akbés, Siria.
Impactado por la experiencia, pero sin terminar de encajar allí
totalmente, regresó a Roma para cursar estudios por indicación de sus
superiores, pero en 1896 abandonó la comunidad trapense y peregrinó a
Tierra Santa. Allí permaneció un tiempo asistiendo a las hermanas
clarisas en Nazareth. Fue otro momento importante para su vida
espiritual que recorrió impregnándose de la pobreza que hallaba
encerrada en estos matices: «No tenemos una pobreza convencional, sino
la pobreza de los pobres. La pobreza que, en la vida escondida, no vive
de dones ni de limosnas ni de rentas, sino sólo del trabajo manual».
Después de una profunda experiencia casi eremítica,
saboreando la riqueza de la contemplación, regresó a Francia donde
prosiguió los estudios que en 1901 culminaron con su ordenación
sacerdotal en Viviers. Tenía 43 años y una idea apostólica tan clara que
no dudó en materializarla: la evangelización de Marruecos. Al no poder
residir en el país, como hubiera sido su deseo, se afincó lo más cerca
posible, en Beni-Abbés, Argelia. Ya tenía clavada esta convicción: «Haré
el bien en la medida en que sea santo». El espíritu de sacrificio, la
pobreza, el desvelo por los enfermos y los más necesitados se había
convertido en el objetivo prioritario de su vida que había encendido con
sus largas horas de adoración ante la Eucaristía: «La Eucaristía es
Dios con nosotros, es Dios en nosotros, es Dios que se da perennemente a
nosotros, para amar, adorar, abrazar y poseer». Sabía por experiencia y
así lo expresó que «cuanto más se ama, mejor se ora».
Emulando a los mercedarios, liberó esclavos en 1902, y
entre 1904 y 1905 se estableció en Tamanrasset junto al pueblo tuaregs
del Hoggar argelino. Parecía como si tuviese la impresión de que debía
apurar el tiempo. Tabajó con denuedo en una formidable labor de
inculturación, primeramente traduciendo al tuareg los evangelios, labor
que continuó a la inversa, traduciendo al francés poesía tuareg. Es
autor de un diccionario bilingüe francés-tuareg y tuareg-francés, de una
gramática y de varias obras sobre esta tribu nómada. Este era su
anhelo: «Yo quisiera ser lo bastante bueno para que ellos digan: ‘Si tal
es el servidor, ¿como entonces será el Maestro…’?».
En 1909 puso en marcha la Unión de Hermanos y Hermanas del Sagrado
Corazón con el objetivo de llevar la fe a África. En los once años que
convivió con los tuaregs se hizo uno con ellos sin escatimar esfuerzos,
con el gozo de saber que de ese modo cumplía fielmente la misión a la
que se sintió llamado por Cristo. Amó al pueblo hasta el fin, y allí
entregó su vida. El 1 de diciembre de 1916 una bala de fusil en medio de
una emboscada bereber acabó con este gran apóstol que fue beatificado
por Benedicto XVI el 13 de noviembre de 2005.
El influjo de su espiritualidad se halla en diversas instituciones:
los Hermanitos y las Hermanitas de Jesús, las Hermanitas y los
Hermanitos del Evangelio, las Hermanitas de Nazaret, las Hermanitas del
Sagrado Corazón, la Fraternidad Jesús Caritas, y la Fraternidad Charles
de Foucauld.
in
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