«China, el gran sueño del insigne apóstol, arzobispo de Parma, y
fundador de los Misioneros Javerianos, que se dejó guiar siempre por el
crucifijo, su libro por antonomasia»
Guido Maria Conforti. arzobispo de Ravena (Wiki commons) |
(ZENIT – Madrid).- Natural de Casalora di Ravadese, Italia,
nació el 30 de marzo de 1865. El crucifijo fue «el libro» por
antonomasia de este santo fundador que se sintió llamado a seguir a
Cristo siendo un adolescente: «El Crucifijo es el gran libro que ofrece a
nuestros ojos horizontes infinitos». «No es posible fijar la mirada en
este modelo divino sin sentirse empujado a cualquier sacrificio por
grande que sea». Y desde luego él no escatimó ningún esfuerzo.
Contemplando al divino Redentor supo contrarrestar la tenaz oposición de
su familia para materializar una vocación que había surgido dentro de
su corazón con fuerza y carácter irreversible. Ingresó en el seminario
en 1876. Se caracterizó por su piedad, diligencia, obediencia, así como
por su dedicación al estudio.
No había concluido sus estudios eclesiásticos cuando lo designaron
vicerrector del seminario, una misión sellada por sus muchas virtudes.
Al encarnar en sí mismo el evangelio testificaba con su conducta el
grado de su amor a Dios, que transmitía fielmente, siendo motivo de
edificación para quienes le rodearon. Por ello fue un gran formador.
Recibió el sacramento del orden en 1888. En un momento dado, la lectura
de la vida de san Francisco Javier le abrió inmensos horizontes
apostólicos. Donde no había logrado llegar el gran santo navarro, podía
hacerlo él. Ese era el sueño que fraguaba en su oración y alimentaba con
la recepción de la Eucaristía. China aparecía ante sí teñida de
esperanza, abriéndole los brazos para poder llevar la fe a incontables
personas, su mayor y más ferviente anhelo. Inmediatamente puso en marcha
el engranaje creando en 1895 un seminario en el que surgiría la
Congregación de Misioneros Javerianos.
Los primeros sacerdotes en partir a China fracasaron sencillamente
porque la voluntad divina era otra. Por eso, entre diversos
contratiempos, se opusieron a este primer intento de fundar allí la
enfermedad de alguno de los integrantes del grupo y la partida de otros.
Pero el santo fundador no se desanimó. Más de una veintena de
expediciones posteriores materializaron ese apostólico afán que había
alentado a los pies de Cristo y continúo alumbrando hasta el fin de sus
días. En la ofrenda que hacía de sí mismo a Dios se incluía el deseo de
haber podido ir allí personalmente, algo que no fue posible para él.
Entre tanto, realizó grandes misiones dentro de la Iglesia impulsando,
entre otras acciones, la Pontificia Unión Misionera del Clero, ayudando y
aconsejando a su artífice, el beato Pablo Manna. Guido fue su primer
presidente, y colaboró tanto en su fundación como en su difusión,
consiguiendo que el papa la aprobase.
El espíritu de un santo nunca es localista, sino
universal; y así fue la mirada de este fundador que contemplaba el
horizonte situado al pie del Cruficado. De él se ha dicho que «el
‘espectáculo’ de la cruz le hablaba ‘con la elocuencia de la sangre’».
En 1902 le encomendaron la diócesis de Rávena, misión que su precaria
salud le impidió culminar. Hay que decir que los problemas físicos que
le acompañaron casi toda su vida no fueron óbice para entregarse por
completo a Dios y a los demás. Sin embargo, en ese momento, plenamente
consciente de que su limitación podía constituir un veto para llevar a
cabo su labor pastoral, presentó su dimisión. Eso sí, cuando vio que
debía seguir adelante, ratificó su profesión prometiendo dedicarse por
entero a la evangelización. Hasta 1907, mientras se restablecía de la
enfermedad, redactó las constituciones, se centró en la formación de los
misioneros y en el gobierno, ya que era el superior general. A finales
de ese año fue designado arzobispo de Parma.
Llegó a esta sede en 1907 y rigió la diócesis de manera ejemplar
durante un cuarto de siglo. Dejó en ella su impronta misionera. Su celo
apostólico no tenía fronteras. Fue un insigne apóstol que supo vivir con
fidelidad su día a día. En su quehacer apostólico, intenso y lleno de
creatividad, se halla la realización de numerosos congresos de cariz
eucarístico y mariano. Puso en marcha las escuelas de doctrina cristiana
en las parroquias y enriqueció el apostolado de la diócesis con
instrumentos diversos, como asociaciones, prensa católica, misiones
populares, amén de acciones catequéticas, procurando una esmerada
formación a los catequistas, atención al clero y a los fieles, con
singular ternura hacia los pobres, junto a la formación y el cuidado que
dispensó a sus hijos.
Fue un hombre fidelísimo a la Cátedra de Pedro, un gran
pacificador y defensor de los derechos de los sacerdotes y de los
campesinos, adalid de la Acción Católica. Mantuvo sus brazos abiertos en
todo momento para creyentes y no creyentes. En 1928 efectuó un viaje
apostólico a China con objeto de visitar a sus hijos. Con indescriptible
gozo acogía la gracia de ver fundado ese amado país, y así penetró en
la catedral de Cheng Chow entonando el Te
Deum, que culminó después con un emocionado: «¡Señor, lo he visto! Ahora
puedo ir en paz». En 1930, neutralizando sus escasas fuerzas con la
gracia de Dios, efectuaba una intensísima y agotadora visita pastoral
por la diócesis. Era la quinta ocasión en que lo hacía. En Pagazzano
tuvo un grave contratiempo de salud. Le aconsejaron descansar y replicó
con gallardía: «Un obispo debe estar en las trincheras como un oficial». El
5 de noviembre de 1931, «desgastado» por su pasión de amor a Cristo y a
la misión evangelizadora, entregaba su alma a Dios en Parma,
suplicando: «Señor, salva a mi clero y a mi pueblo del error y de la incredulidad». Fue beatificado por Juan Pablo II el 17 de marzo de 1996. Benedicto XVI lo canonizó el 23 de octubre de 2011.
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