«Alcance espiritual del arrepentimiento. Este teatino, cuando era
sacerdote secular cometió un desliz en el ejercicio de la abogacía, y al
reparar en su debilidad, impulsado por su aflicción, no cejó en su
búsqueda de la santidad»
Andrea Avellino o San Andrés Avelino (Wiki commons) |
(ZENIT – Madrid).- El reconocimiento de las propias
debilidades conlleva siempre una cascada de bendiciones. Lacenllotto,
que era su nombre de pila, nació en la localidad italiana de Castronuovo
di Sant’Andrea, Basilicata, el año 1521. Su infancia y adolescencia
discurrió sin mayores contratiempos. Generoso e inclinado a la piedad,
gozosamente compartía con otros muchachos de su entorno la fe que había
recibido en su hogar a través de sus cristianos padres, Giovanni y
Margherita. En ese gesto ya se adivinaban los rasgos de un gran apóstol.
También su responsabilidad y madurez, en cuyo desarrollo contribuyó un
tío arcipreste. Estas características le hicieron propicio para dejar en
sus manos la administración del hogar cuando tenía 16 años.
En la juventud se aferró a la gracia divina para
mantenerse indemne ante las tentaciones que le asaltaban. Quería ser
sacerdote, y en su ánimo –aunque fuese de forma inconsciente– añadiría
el calificativo rotundo, definitorio, de un camino al que se sentía
llamado en medio de las turbulencias juveniles: ser sacerdote santo.
Ahora bien, aunque ese anhelo alentó su carrera sacerdotal, no se hizo
manifiesto en un primer momento, como él mismo manifestó. En 1545 ya
ordenado, inició en Nápoles la carrera de derecho. En 1548 realizó
provechosamente los ejercicios espirituales que predicó el jesuita
Santiago Laínez, pero las expectativas de ciertas glorias y honores
efímeros, que fenecen cuando culmina nuestra peregrinación en la tierra,
invadían su mente y quedaba atrapado por ellas. Vanagloria, dignidades,
ambiciones, fama, etc., eran caldo de cultivo en un ambiente que no
propiciaba precisamente la radicalidad evangélica, elemento
indispensable y esencial para llegar a la santidad.
Sabemos que todavía no se había propuesto formalmente
escalar las cumbres de la perfección en esos años, porque él mismo lo
confesó a Hippolita Caracciola en 1595. Además, en 1597 a la condesa de
Altavilla le decía que hasta los 27 años había estado devaneando. En
síntesis, ante ambas reconoció haber vivido «hinchado de soberbia y
ambición, deseando ser superior a todos y a nadie sujeto, lleno de
presunción y de vana gloria, porque no conocía la verdadera», «deseando y
buscando estas vanas grandezas, riquezas, honores y dignidades». Se
sintió arrastrado por tendencias que veía a su alrededor: «Yo creía
obrar bien viendo a los demás, tanto eclesiásticos como seglares, buscar
estas cosas», «no habiendo encontrado nunca confesor que me reprendiese
y me encaminase por el seguro camino de la humildad».
Echaba en falta la necesidad de dirección espiritual,
clave para iniciar el camino y sostenerse en él con la gracia de Cristo.
Entonces el padre Laínez le instó a meditar en la vida y Pasión de
Cristo. Pero ello no doblegó enseguida su ánimo, hasta que siendo un
reputado jurista mintió en el fragor de la defensa de una causa que
tenía entre manos por recomendación del arzobispado de Nápoles. Una
página concreta de las Sagradas Escrituras tuvo en él un efecto
taumatúrgico definitivo. Porque esa misma noche, al abrir el texto
sagrado, quedó impresionado. El Libro de la Sabiduría sacudió su
conciencia con este pasaje: «Os quod mentitur occidit animam (una boca
mentirosa da muerte al alma)» (Sap. 1,11). Inundado de amargura, con
auténtico espíritu de aflicción por su debilidad, abandonó el ejercicio
de la abogacía y tomó el rumbo debido: «Reflexioné sobre mí mismo
diciendo: ¿Por ayudar a otros he amenazado a mi alma? Y llorando la
falta cometida, resolví dejar mi oficio y hacerme religioso». Por fin
había entendido que Cristo ha venido a sanar a los pecadores, y volvió
hacia Él sus ojos.
Ya había renunciado a sus bienes, y abandonado su
actividad profesional, cuando desde la curia le rogaron que regresara a
Nápoles a fin de ocuparse de la delicada tarea de reformar diversos
conventos de religiosos y de religiosas. Su celo le atrajo muchos
sinsabores, y no segó su vida porque Dios lo impidió, pero en 1556 le
asestaron varias cuchilladas y fue conducido a la casa de los padres
teatinos donde se restableció sin develar nunca la identidad de su
agresor. El beato Juan Marinoni le sugirió que se integrase en esa Orden
de Clérigos Regulares. Y el 30 de noviembre de ese año 1556 tomó el
hábito y nombre de Andrés, celebración del día, que le evocaba, además,
el amor a la Cruz compartido con el santo apóstol. Al profesar dos años
más tarde, se propuso «no hacer nunca su propia voluntad, y no dejar
pasar ni un solo día sin progresar en la perfección».
Fue admirable en la vivencia de su consagración, y ejemplar en la
entrega debida a la misión que le confiaron. Se convirtió en un gran
predicador y confesor, maestro de novicios, director espiritual del
seminario, profesor de teología y filosofía, visitador y superior de
varias casas de la Orden, etc. Instruía con esa sabiduría que brota de
dentro del corazón, alimentada por la Eucaristía, la oración y la
penitencia. Desarrolló su ministerio siendo fiel a la vivencia de su
regla de la que fue estricto observante, fidelidad que infundió a los
religiosos. Humildemente declinó convertirse en obispo, dignidad que
quisieron para él los pontífices. Fue caritativo con todos,
desviviéndose por los necesitados, como se constató especialmente
durante la peste que asoló Milán en 1576.
Le sobrevino la muerte el 10 de noviembre de 1608 cuando se hallaba a
punto de oficiar la santa misa. Después, su cuerpo fue expoliado por la
gente que acudió en masa a venerarle. De sus heridas manó sangre fresca
dos días más tarde, prodigio que se repitió durante años en el
aniversario de su muerte. Fue beatificado por Urbano VIII el 14 de
octubre de 1624, y canonizado por Clemente XI el 22 de mayo de 1712.
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