Negri denuncia la pasividad de una «sociedad moribunda»
Monseñor Luigi Negri es uno de los obispos italianos más apreciados por su sinceridad y su contundencia al defender a la Iglesia |
Actualizado 24 marzo 2015
[En Mosul, los terroristas de Estado Islámico picaron
estatuas y bajorrelieves antiguos y los destruyeron con un martillo
neumático, volaron lugares de culto, quemaron libros robados de las
bibliotecas y destruyeron parte delas murallas de Nínive, la antigua
capital asiria en la periferia de la ciudad. Ellos mismos grabaron las
imágenes y las difundieron, dando lugar a una toma de posición del arzobispo de Ferrara-Comacchio (Italia), Luigi Negri, que ha adquirido gran notoriedad y ha sido traducida a diversos idiomas. Por su interés reproducimos íntegro su artículo en ReL.]
El final de la civilización occidental en el Museo de Mosul
Es mi deseo que los medios tecnológicos de que dispone nuestra sociedad -y de los que a menudo se abusa- conserven vivamente, también para las próximas generaciones, la imagen de la tremenda barbarie a la que hemos asistido, como si se tratara de una transmisión en directo desde cualquier parte del mundo: la ira, más demencial que bárbara, hacia las expresiones artísticas de uno de los grandes momentos de la cultura universal y que habían pasado con devoción y respeto de una generación a la otra, de una cultura a la otra, de una civilización a la otra. Porque la cultura y la civilización no son excluyentes, como lo es en cambio la horrenda ideología, también religiosa. La cultura y la civilización son inclusivas y saben, por consiguiente, incorporar también realidades históricas y culturales que no han nacido en las limitaciones del propio ámbito, de las que al contrario se enriquecen.
Es lo que precisamente se les ocurrió a esos pocos hombres de cultura que aún existen en esta débil sociedad, la gran tradición católica que durante siglos supo acoger las expresiones de la cultura clásica, griega y romana, y más adelante de otras tradiciones, incluidas las de Extremo Oriente.
Basta pensar, por ejemplo, en el cuidado apasionado con el que las corrientes benedictinas primero, y las cistercienses después, acogieron, custodiaron, copiaron, volvieron a copiar y comentaron los documentos de la tradición clásica. Y este movimiento de acogida y profundización generó la gran cultura de los monasterios, de los conventos y de las grandes universidades, como nos ha enseñado de manera insuperable el gran padre Chenu y en Italia el renombrado don Inos Biffi.
Esta capacidad de acogida, de respeto, de profundización ha sido pulverizada. La expresión más indecente es la destrucción del distinto. En realidad, también nosotros europeos hemos experimentado esto. Tenemos ante nuestros ojos la destrucción de las tradiciones precedentes llevada a cabo, por ejemplo, por esa Revolución francesa que el laicismo europeo aún considera un punto de partida insuperable. Y desgraciadamente no sólo los laicistas, sino también una cierta parte del mundo católico considera la Revolución francesa un hecho positivo insuperable.
Occidente ha asistido anticipadamente a su final. En la tragedia que se ha consumado en ese bellísimo museo de Mosul, donde se custodiaban obras maestras del gran arte, la gran cultura, Occidente ha visto la muerte de su propia civilización, evocada de manera inigualable por Benedicto XVI en su incomprendido discurso de Ratisbona. La gran civilización occidental es una civilización en la que la variedad de formas de vida, de pensamiento, de costumbres han sabido, y saben, encontrarse, conocerse, valorizarse, combatirse cuando es necesario, pero todo por una novedad de vida humana e histórica que es el signo de la civilización.
Todo esto, guste o no, se está acabando, si no lo ha hecho ya. El horizonte está marcado por la bandera negra del Califato, bajo la cual yacen la libertad de conciencia y de corazón, la libertad física, la libertad de vivir dignamente y de profesar las propias convicciones de manera libre y responsable.
La masacre, las atrocidades, se han convertido en algo normal en el imaginario del hombre occidental. Lee sobre ellas superficialmente en los periódicos o en las redes sociales, mira distraídamente las imágenes en la televisión mientras cena tranquilamente, como si fueran acontecimientos de otro mundo.
La civilización se ha acabado. Un sociedad moribunda no tiene ni siquiera la capacidad de una auténtica revisión crítica de la propia vida. Y si la tuviera, sería necesario que emergieran todos lo que, consciente o incoscientemente, han preparado y siguen preparando, en las formas más distintas, este final: todos los que han perseguido al diálogo más allá de todo límite; todos lo que, en el fondo, tienen más miedo de la fe cristiana que de la barbarie de la ideología islamista. Pero tal vez esta responsabilidad es, sobre todo, de quienes han apostatado de Cristo. Y apostatando de Cristo han apostatado de ellos mismos. Y como el hombre está siempre estrechamente vinculado a una sociedad, apostatando de ellos mismos han destruido la civilización.
Artículo publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
El final de la civilización occidental en el Museo de Mosul
Es mi deseo que los medios tecnológicos de que dispone nuestra sociedad -y de los que a menudo se abusa- conserven vivamente, también para las próximas generaciones, la imagen de la tremenda barbarie a la que hemos asistido, como si se tratara de una transmisión en directo desde cualquier parte del mundo: la ira, más demencial que bárbara, hacia las expresiones artísticas de uno de los grandes momentos de la cultura universal y que habían pasado con devoción y respeto de una generación a la otra, de una cultura a la otra, de una civilización a la otra. Porque la cultura y la civilización no son excluyentes, como lo es en cambio la horrenda ideología, también religiosa. La cultura y la civilización son inclusivas y saben, por consiguiente, incorporar también realidades históricas y culturales que no han nacido en las limitaciones del propio ámbito, de las que al contrario se enriquecen.
Es lo que precisamente se les ocurrió a esos pocos hombres de cultura que aún existen en esta débil sociedad, la gran tradición católica que durante siglos supo acoger las expresiones de la cultura clásica, griega y romana, y más adelante de otras tradiciones, incluidas las de Extremo Oriente.
Basta pensar, por ejemplo, en el cuidado apasionado con el que las corrientes benedictinas primero, y las cistercienses después, acogieron, custodiaron, copiaron, volvieron a copiar y comentaron los documentos de la tradición clásica. Y este movimiento de acogida y profundización generó la gran cultura de los monasterios, de los conventos y de las grandes universidades, como nos ha enseñado de manera insuperable el gran padre Chenu y en Italia el renombrado don Inos Biffi.
Esta capacidad de acogida, de respeto, de profundización ha sido pulverizada. La expresión más indecente es la destrucción del distinto. En realidad, también nosotros europeos hemos experimentado esto. Tenemos ante nuestros ojos la destrucción de las tradiciones precedentes llevada a cabo, por ejemplo, por esa Revolución francesa que el laicismo europeo aún considera un punto de partida insuperable. Y desgraciadamente no sólo los laicistas, sino también una cierta parte del mundo católico considera la Revolución francesa un hecho positivo insuperable.
Occidente ha asistido anticipadamente a su final. En la tragedia que se ha consumado en ese bellísimo museo de Mosul, donde se custodiaban obras maestras del gran arte, la gran cultura, Occidente ha visto la muerte de su propia civilización, evocada de manera inigualable por Benedicto XVI en su incomprendido discurso de Ratisbona. La gran civilización occidental es una civilización en la que la variedad de formas de vida, de pensamiento, de costumbres han sabido, y saben, encontrarse, conocerse, valorizarse, combatirse cuando es necesario, pero todo por una novedad de vida humana e histórica que es el signo de la civilización.
Todo esto, guste o no, se está acabando, si no lo ha hecho ya. El horizonte está marcado por la bandera negra del Califato, bajo la cual yacen la libertad de conciencia y de corazón, la libertad física, la libertad de vivir dignamente y de profesar las propias convicciones de manera libre y responsable.
La masacre, las atrocidades, se han convertido en algo normal en el imaginario del hombre occidental. Lee sobre ellas superficialmente en los periódicos o en las redes sociales, mira distraídamente las imágenes en la televisión mientras cena tranquilamente, como si fueran acontecimientos de otro mundo.
La civilización se ha acabado. Un sociedad moribunda no tiene ni siquiera la capacidad de una auténtica revisión crítica de la propia vida. Y si la tuviera, sería necesario que emergieran todos lo que, consciente o incoscientemente, han preparado y siguen preparando, en las formas más distintas, este final: todos los que han perseguido al diálogo más allá de todo límite; todos lo que, en el fondo, tienen más miedo de la fe cristiana que de la barbarie de la ideología islamista. Pero tal vez esta responsabilidad es, sobre todo, de quienes han apostatado de Cristo. Y apostatando de Cristo han apostatado de ellos mismos. Y como el hombre está siempre estrechamente vinculado a una sociedad, apostatando de ellos mismos han destruido la civilización.
Artículo publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
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