«Fue un jinete zaherido que huyó del frívolo halago. Siendo deán,
Dios cercenó sus afanes de ostentación permitiendo que cayera en un
barrizal con sus ricas vestiduras en medio de la chanza de la gente. Así
se convirtió este apóstol»
Estatua de San Telmo (Pedro González Telmo) en Frómista, provincia de Palencia, España. - (Foto Wiki commons, Lucien leGrey) |
(ZENIT – Madrid).- Muchas conversiones llevan tras de sí
singulares «caídas», como le sucedió a san Pablo, que tienen su peculiar
manifestación. En lo que concierne a Pedro no se habla en sentido
figurado. Tuvo literalmente la suya. Fue una caída de un caballo que
removió para siempre su conciencia y le impulsó a perseguir la santidad.
Conocido como Telmo, este popular santo nació entre
1180 y 1190 –no ha podido precisarse la fecha exacta–, en la localidad
de Frómista, Palencia, España, en una noble familia de hondas raíces
cristianas, algunos de cuyos miembros estaban emparentados con la
monarquía. Dos de sus tíos fueron obispos de la capital palentina. En
uno de ellos recayó la responsabilidad de formarlo convenientemente. El
santo poseía gran inteligencia, y además tuvo excelentes profesores en
las universidades de Palencia y de Salamanca. Ahora bien, el momento
histórico, con el predominio de la vida de caballería y la juglaresca,
invitaba a seguir caminos opuestos al estudio. Y ello pudo influir para
que no aprovechase debidamente la oportunidad que la vida le ofrecía. Es
uno de los aspectos en los que no existe unanimidad en los
historiadores. Es posible que se haya efectuado un juicio excesivamente
severo cuando se alega que, si bien llegó a completar su formación con
brillantez, no ocultó su tendencia a imbuirse en el jolgorio con el
aplauso de sus amigos y el de las muchachas que veían en él a un joven
apuesto y amante de la ostentación. O cuando se afirma que era inmaduro
al recibir el sacramento del orden de manos de su tío el prelado Tello
Téllez de Meneses, quien lo designó canónigo y deán de la catedral de
Palencia.
Con independencia de la veracidad de estas
apreciaciones, que podrían estar condicionadas por el episodio que se
narra a continuación, parece claro que el futuro abría a Pedro una
carrera prometedora, reforzada por las influencias de su pariente. Ahora
bien, hay ligerezas en la vida que acarrean serias consecuencias y más
cuando se trata de una persona pública. Y él cometió una que
difícilmente puede calificarse de chiquillada teniendo en cuenta la
responsabilidad que habían puesto en sus manos, y la notoriedad que
entonces había alcanzado.
Parece que su debilidad, la flaqueza que le arrastró
en un momento dado, tuvo que ver con la vanidad. Y de sus funestos
resultados se aprovechó Dios para pulsar definitivamente las fibras más
sensibles de su corazón. Sucedió un día de Pascua de Navidad en medio de
una fastuosa cabalgata que presidía vistiendo elegantemente. Era el
modo que eligió para tomar posesión como deán. Atento a la admiración
que suscitaba a su paso, no podía imaginar los instantes tan violentos
que se le avecinaban. Pero en un momento dado, el caballo, que aderezó
ex profeso tanto como lo había hecho consigo, resbaló y se dio de bruces
en un gran charco.
En medio del barrizal tuvo que sufrir las chanzas del
gentío que contemplaba el evento, y que poco antes le había hecho
acreedor de su admiración aplaudiendo su presencia con vivas muestras de
júbilo. Avergonzado de ser tan presumido y abochornado por las bromas
que suscitó a su alrededor se puso en pie. La aflicción por el mal
ejemplo que había dado a los ciudadanos le infundió este sentimiento: «Pues el mundo me ha tratado como quien es, yo haré que no se burle otra vez de mí».
Esta decisión no nacía de la arrogancia. Era el fruto de la oración que
siguió a este momento y que marcó el inicio de su conversión.
Renunciando al éxito que le aguardaba, ingresó con
los dominicos en el convento palentino de San Pablo y dio un vuelco
total a su vida que se caracterizó por la oración, la penitencia y las
mortificaciones. Sin temor a la austeridad, cumplió fiel y gozosamente
la observancia del carisma dominico, atendiendo a los pobres y a los
enfermos. Fue un excelente predicador, capellán castrense en Córdoba
junto al rey Fernando III «el Santo», que lo eligió para esa misión y lo
tuvo como confesor y consejero. Lo designaron prior del convento de
Guimarães, en Portugal y, entre otros frailes, allí acogió a Gonzalo de
Amarante. Fue un gran impulsor del rezo del rosario. Evangelizó
Palencia, Córdoba y Sevilla. Y también llevó su celo apostólico por
Asturias y Galicia conmoviendo con sus encendidas palabras los corazones
de quienes le escuchaban. Pero la mayor parte de su vida transcurrió en
Galicia donde se le recuerda y venera de forma especial tanto en
poblaciones costeras como en zonas rurales.
A él se debe la construcción de un puente sobre el
río Miño, en Catrillo, lugar cercano a Rivadavia, con el que se atajaron
muchas pérdidas humanas. En este enclave, yendo junto a su fiel
compañero Pedro de las Marinas, consiguió que los
peces salieran a la orilla pudiendo alimentarse ambos en una época de
gran escasez. Y en otro de los puentes que se debieron a él, en La
Ramallosa, mientras predicaba aplacó la furiosa tempestad que se cernió
sobre todos apartándola del auditorio con un gesto que recuerda a la
división de las aguas del Mar Rojo efectuada por Moisés.
Nunca se embarcó. Pero los marineros, creyendo
firmemente en tantos prodigios que se le atribuyen, siempre le han
invocado para hacer frente a los temporales. Su postrer destino fue la
población pontevedresa de Tui. Pertenecía a la comunidad del convento de
santo Domingo de Bonaval en Santiago de Compostela. Al enfermar decidió
volver allí. Emprendió el camino con alta fiebre, pero al sobrepasar la
localidad de Padrón, cuando se hallaba en un puente conocido como
«Ponte das Febres», a través de una locución divina entendió que debía
regresar a Tui. Su muerte unos la cifran el 15 de abril de 1246 y otros
el 14 del mismo mes y año. El Martirologio lo incluye este día. Su tumba
continuó siendo escenario de numerosos milagros. Fue beatificado por
Inocencio IV en 1254. Benedicto XIV confirmó su culto el 13 de diciembre
de 1741. Pío IX lo declaró patrón de la diócesis de Tui el 12 de
diciembre de 1867.
in
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