«Fue un ángel en el infierno. Abrasado de amor a Cristo, por quien
quiso sufrir y ser despreciado, no dudó en entregar su vida junto a los
leprosos de Molokai haciendo de aquél lugar, cuajado de desdichas, un
pequeño remanso del cielo»
San Damián de Molokai en su lecho de muerte (WIKIPEDIA) |
(ZENIT – Madrid).- Ante su vida enmudecen las palabras. Porque este
gran apóstol de la caridad, que no abandonó a sus queridos enfermos,
murió como ellos dando un testimonio de entrega conmovedor. Vino al
mundo en Tremeloo, Bélgica, el 3 de enero de 1840. Tenía manifiesta
vocación para ser misionero. En las manualidades infantiles incluía de
forma predilecta la construcción de casas que recuerdan a las que ocupan
los misioneros en la selva. Su hermana y él abandonaron el hogar
paterno con el fin de hacerse ermitaños y vivir en oración. Para gozo de
sus padres, la aventura terminó al ser descubiertos por unos
campesinos.
Cuando tenía edad suficiente para trabajar, ayudó a paliar la
maltrecha economía doméstica empleado en tareas de construcción y
albañilería. También sabía cultivar las tierras. Era un campesino, y ese
noble rasgo se apreciaba en su forma de actuar y de hablar. Tenía por
costumbre realizar la visita al Santísimo y un día, mientras se hallaba
en su parroquia, escuchó el sermón de un redentorista que decía: «Los
goces de este mundo pasan pronto… Lo que se sufre por Dios permanece
para siempre… El alma que se eleva a Dios arrastra en pos de sí a otras
almas… Morir por Dios es vivir verdaderamente y hacer vivir a los
demás». En 1859 ingresó en la Congregación de Misioneros de los Sagrados
Corazones de Jesús y de María de Lovaina.
Admiraba a san Francisco Javier y le pedía: «Por favor, alcánzame de
Dios la gracia de ser un misionero como tú». La ocasión llegó al
enfermar su hermano, el padre Pánfilo, religioso de la misma Orden, que
estaba destinado a Hawai. Él iba a sustituirlo. A renglón seguido aquél
sanó, favor que el santo agradeció a María en el santuario de
Monteagudo. Ese día se despidió de sus padres a los que no volvería a
ver. Inició el viaje en 1863. Fue una travesía complicada. Tuvo que
hacer de improvisado enfermero asistiendo a los que se indisponían.
Entre todos los pasajeros se fijó especialmente en el capitán del barco.
Éste reconoció que nunca se había confesado, asegurando que con él
habría estado dispuesto a hacerlo. Damián no pudo atenderle porque no
era sacerdote, pero años después lo haría en una situación dramática
inolvidable.
Fue ordenado en Honolulu. Después, enviado a una pequeña isla de
Hawai, su primera morada fue una modesta palmera. Allí construyó una
humilde capilla que fue un remanso del cielo. Convirtió a casi todos los
protestantes. Comenzó a asistir a los enfermos; les llevaba medicinas y
consiguió devolver la salud a muchos. En esa primera misión advirtió la
presencia de la lepra, una enfermedad considerada maldita, una de cuyas
consecuencias era el destierro. Los enfermos del lugar eran deportados a
Molokai donde permanecían completamente abandonados a su suerte. Sus
vidas, mientras duraban, también iban carcomiéndose en medio de la
podredumbre de las miserias y pecados. Enterado Damián de la existencia
de ese gulag en el que yacían desasistidas tantas criaturas, rogó a su
obispo monseñor Maigret que le autorizase a convivir con ellos. El
prelado, aún estremecido por la petición, se lo permitió. Damián no era
un irresponsable. Sabía de sobra a lo que se enfrentaba, y dejó clara la
intención que le guiaba: «Sé que voy a un perpetuo destierro, y que
tarde o temprano me contagiaré de la lepra. Pero ningún sacrificio es
demasiado grande si se hace por Cristo».
Llegó a Molokai en 1873. Le recibió un enjambre de rostros mutilados.
El lugar, calificado como un «verdadero infierno», estaba maniatado por
desórdenes y vicios diversos, droga para asfixia de su desesperación.
Le acogieron con alegría. Con él un rayo de esperanza atravesó de parte a
parte la isla. No hubo nada que pudiera hacer, y que dejara al
arbitrio. Lo tenía pensado todo. Puso en marcha diversas actividades
laborales y lúdicas. Incluso creó una banda de música. Con su presencia
desaparecieron los enfermos abandonados. A todos los atendía con
paciencia y cariño; les enseñaba reglas de higiene y consiguió que el
lugar, dentro de todo, fuese habitable. A la par enviaba cartas pidiendo
ayuda económica, que iba llegando junto con alimentos y medicinas. Era
sepulturero, carpintero de los ataúdes y fabricante de las cruces que
recordaban a los fallecidos. Además, hacía frente a los temporales
reconstruyendo las cabañas destruidas. El trato con los enfermos era tan
natural que les saludaba dándoles la mano, comía en sus recipientes y
fumaba en la pipa que le tendían. Iba llevando a todos a Dios.
Las autoridades le prohibieron salir de la isla y tratar con los
pasajeros de los barcos para evitar un contagio. Llevaba años sin
confesarse y lo hizo en una lancha manifestando sus faltas a voz en
grito al sacerdote que viajaba en el barco contenedor de las provisiones
para los leprosos. Fue la única y la última confesión que hizo desde la
isla. Un día se percató de que no tenía sensibilidad en los pies. Era
el signo de que había contraído la lepra. Escribió al obispo: «Pronto
estaré completamente desfigurado. No tengo ninguna duda sobre la
naturaleza de mi enfermedad. Estoy sereno y feliz en medio de mi gente».
Extrajo su fuerza de la oración y la Eucaristía: «Si yo no encontrase a
Jesús en la Eucaristía, mi vida sería insoportable». Ante el crucifijo,
rogó: «Señor, por amor a Ti y por la salvación de estos hijos tuyos,
acepté esta terrible realidad. La enfermedad me irá carcomiendo el
cuerpo, pero me alegra el pensar que cada día en que me encuentre más
enfermo en la tierra, estaré más cerca de Ti para el cielo».
Cuando la enfermedad se había extendido prácticamente por todo su
cuerpo, llegó un barco al frente del cual iba el capitán que lo condujo a
Hawai. Quería confesarse con él. Al final de su vida fue calumniado y
criticado por cercanos y lejanos. Él suplicaba: «¡Señor, sufrir aún más
por vuestro amor y ser aún más despreciado!». Murió el 15 de abril de
1889. Dejaba a sus enfermos en manos de Marianne Cope. Juan Pablo II lo
beatificó el 4 de junio de 1995. Benedicto XVI lo canonizó el 11 de
octubre de 2009.
in
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