«Ejemplo de dos esposos, modelos para las familias. Juntos
compartieron un fecundo proyecto de vida, afrontando graves decisiones
con inalterable confianza en la Providencia, como seguir adelante con un
embarazo de alto riesgo»
Associazione Luigi e Maria Beltrame Quattrocchi |
(ZENIT – Madrid).- Hoy se celebra la Dedicación de la
basílica de Letrán y, entre otros santos y beatos, la vida de Luigi y
María que fueron beatificados por Juan Pablo II el 21 de octubre de
2001. El Martirologio Romano los recuerda por separado el 9 de noviembre
y el 26 de agosto, respectivamente, y la diócesis de Roma los celebra
unidos el 25 de noviembre que fue la fecha de su matrimonio. Pero dado
que su historia está cincelada por un vínculo que ocupó gran parte de su
existencia, y que fueron elevados a los altares precisamente por el
ejemplo de santidad que dieron en la cotidianeidad de su vida familiar,
parece oportuno respetar esa conjunción de la biografía de ambos. Y así
se ofrece en este santoral de ZENIT.
Luigi nació en Catania, Italia, el 12 de enero de 1880.
Al ser acogido por un tío paterno que no tenía descendencia, de acuerdo
con los padres del beato, éste tomó de él su apellido Quattrocchi sin
dejar de mantener un vínculo con sus padres, Carlo y Francesca. En 1890
se trasladó a Roma por motivos profesionales de su tío. Y en 1898 se
matriculó en derecho en la Sapienza. Mientras estudiaba, en 1901 conoció
a María, hija del coronel Corsini, perteneciente a una familia
acomodada. Residía en Roma desde 1893. Había mostrado fuerte carácter y
ciertas desavenencias con sus padres propias de la adolescencia, y en
ese momento estudiaba empresas y contabilidad, aunque al mismo tiempo se
sentía atraída por la literatura y el arte. Fue autora de un trabajo
sobre el pintor Rossetti.
La diferencia de edad entre Luigi y María no era
excesiva, puesto que ella había nacido en Florencia el 24 de junio de
1884. Ambos compartían similares intereses artísticos y culturales. De
hecho, les vinculó inicialmente el afán literario. Pero María añadía un
plus: su compromiso espiritual. Era una mujer culta, amante de la
música, que se convertiría a partir de 1912 en escritora y profesora
experta en temas pedagógicos. Ya estaba vinculada a la Acción Católica y
colaboraba con los scouts. Luigi tenía entonces un horizonte prometedor
que se materializó enseguida dadas sus excelentes cualidades personales
e intelectuales. Defendió la tesis doctoral en 1902 y después se
convertiría en un reputado abogado del Estado.
La pareja no tuvo dudas de la fortaleza de sus sentimientos porque,
también amparados por la amistad que vinculaba a las familias de ambos,
intensificaron la correspondencia, solidificando un sentimiento profundo
que fue desembocando en la clamorosa necesidad de compartir un mismo
proyecto de vida. Se comprometieron en marzo de 1905 y el 25 de
noviembre de ese año contrajeron matrimonio en la basílica de Santa
María la Mayor. En lo concerniente a la fe, Luigi era creyente y su
conducta personal y profesional era la de un hombre con principios,
intachable, honesto y bondadoso, pero no iba mucho más allá en la
práctica religiosa. Sin embargo, el vínculo matrimonial le condujo a una
mayor entrega en el amor a Dios, alentado por el ejemplo de su esposa y
con la ayuda de su director espiritual, en una progresión exponencial
encomiable que le conduciría a los altares junto a ella.
Su residencia, la misma de su familia política, los
Corsini, sita en Vía Depretis, le permitía acudir a misa diariamente
junto a su esposa a Santa María la Mayor; así abrían su apretada agenda
cotidiana. En lo demás, aparentemente se asemejaban a una familia normal
dentro de su clase que le permitía acceder a círculos sociales selectos
vedados para otros. Pero el escenario en el que transcurría su feliz
existencia lo llenaba Dios. En el centro de sus vidas se hallaba la
Eucaristía, el amor a la Virgen, la recitación del rosario, el rezo de
otras oraciones, etc., además de retiros y la formación espiritual que
se procuraban. Todo ello vivido en un clima de fe y de alegría, sin
estridencias, de forma sencilla y natural, y eso lo percibieron sus
hijos y sus familiares antes que nadie. Cuando en un hogar rezuma la
felicidad, un gesto tan simple como introducir la llave en la cerradura
comporta un indescriptible gozo porque se ansía volver a reunirse con
los seres más queridos; es uno de los sentimientos que narraba María
poniendo de manifiesto la riqueza de su convivencia.
A los hijos les enseñaron a afrontar las dificultades
del día a día con la confianza en la Providencia, buscando la
perspectiva divina con su oración: «desde el techo hacia arriba» era el
consejo que dieron a todos. El ejercicio de su caridad alentó su vida, y
tres de ellos fueron religiosos; uno sacerdote en la diócesis de Roma,
otro trapense, y una hija benedictina. El último de los hijos, una niña,
sembró la zozobra en sus vidas antes de nacer. Varios médicos no
auguraron nada bueno para la madre y la hija. María fue informada del
altísimo peligro que corría si determinaba seguir adelante con el
embarazo y le sugirieron deshacerse del bebé para conservar su propia
vida. Ni Luigi ni ella vacilaron en la decisión de continuar con el
embarazo, aventando el riesgo, y todo se resolvió sin contratiempos.
La oración que impregnaba su hogar se hizo palpable
también en el entorno exterior con sus amigos y en las numerosas
acciones que realizaron. Porque los esposos desplegaron su apostolado
social en diversas vertientes, atendiendo a los pobres, involucrándose
en actividades del grupo scouts que organizaron para los niños durante
la posguerra –aunque anteriormente habían abierto las puertas de su
domicilio a refugiados de la guerra–, en el ámbito catequético y en su
decidido compromiso con la Acción Católica. Luigi realizaba su
apostolado en su casa, entre compañeros y amigos, y llevó a muchos de
ellos a la fe. Con uno de éstos fundó en 1919 un oratorio festivo para
los chicos de la favela. Cuando estalló el fascismo tuvo que esconderse
para salvar la vida. Después fue nombrado asesor general adjunto del
estado italiano. Murió el 9 de noviembre de 1951 de un infarto de
miocardio. María, que en 1917 se hizo terciaria franciscana, le
sobrevivió hasta el 26 de agosto de 1965, dejando atrás, al penetrar en
la gloria, una admirable labor apostólica.
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