Como cada final de año, la agencia misionera Fides publica el balance de misioneros asesinados en todo el mundo, mostrando así la realidad de la Iglesia universal. En 2023, un total de 20 misioneros murieron violentamente. Se trata de un obispo, ocho sacerdotes, dos religiosos no sacerdotes, un seminarista, un novicio y siete laicos.
La cifra, que podría ser mayor, tal y como reconoce Fides, ha aumentado con respecto al año anterior en dos muertes. Según el desglose por continentes, nuevamente el número más alto se ha producido en África, donde han sido asesinados nueve misioneros: cinco sacerdotes, dos religiosos, un seminarista y un novicio. En América, han sido asesinados seis misioneros. Uno de ellos ha sido el obispo auxiliar de Los Ángeles (EEUU), monseñor David O'Connell, asesinado a tiros en su casa. En este mismo continente fallecieron violentamente también tres sacerdotes y dos laicas. En Asia, las víctimas han sido cuatro laicos. Por último, en Europa, ha sido asesinado un laico.
La lista anual de Fides, desde hace ya tiempo, no solo se refiere a los misioneros “ad gentes” en sentido estricto, sino que trata de reflejar todos los casos en los que bautizados comprometidos con la vida de la Iglesia han muerto de manera violenta, aunque no sea expresamente “por odio a la fe”.
Uno de los rasgos distintivos que tienen en común la mayoría de los agentes de pastoral asesinados en 2023 es, sin duda, su vida normal, es decir, que no llevaban a cabo acciones sensacionales ni hechos fuera de lo común que pudieran llamar la atención y ponerlos en el punto de mira de alguien.
Recorriendo las escasas notas sobre las circunstancias de sus muertes violentas, encontramos sacerdotes que se dirigían a celebrar misa o a realizar actividades pastorales en alguna comunidad lejana; asaltos a mano armada perpetrados a lo largo de carreteras muy transitadas; ataques a rectorías y conventos donde se dedicaban a la evangelización, la caridad, la promoción humana. Se han visto, sin culpa alguna, víctimas de secuestros, de actos de terrorismo, implicados en tiroteos o en actos de violencia de diversa índole.
En esta vida “normal” vivida en contextos de pobreza económica y cultural, de degradación moral, donde no hay respeto por la vida y los derechos humanos, sino que a menudo la norma es sólo la opresión y la violencia, ellos estaban también unidos por otra "normalidad", la de vivir la fe ofreciendo su sencillo testimonio evangélico como pastores, catequistas, trabajadores sanitarios, animadores de la liturgia, de la caridad.... Podrían haberse ido a otra parte, trasladarse a lugares más seguros, o desistir de sus compromisos cristianos, tal vez reduciéndolos, pero no lo hicieron, aunque eran conscientes de la situación y de los peligros a los que se enfrentaban cada día. Ingenuos, a los ojos del mundo. Gracias a ellos, que “no son flores que brotan en un desierto”, y a los muchos que, como ellos, testimonian su gratitud por el amor de Cristo traduciéndolo en actos cotidianos de fraternidad y esperanza, la Iglesia, y en definitiva el mundo mismo, sigue adelante.
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