«Esta gran contemplativa y mística únicamente aspiró a vivir
escondida con Cristo en Dios. Quería imitar a la Sagrada Familia de
Nazareth; por eso quiso ser una simple hermana lega, aunque sus
superiores le confiaron diversas misiones»
Santa Teresa Margarita (Redi) del Corazón de Jesús - wikipedia |
(ZENIT – Madrid).- Esta santa que la Iglesia celebra hoy junto a la
festividad de las mártires Perpetua y Felicidad, tuvo la gracia de
valorar altamente lo que significa vivir escondida en Dios. Y aunque
aceptó por obediencia misiones que aún siendo humildes le impedían
refugiarse en Él en esa anhelada sombra a la que aspiraba, lejos de los
ojos ajenos, mantuvo intacto el abandono de sí misma.
Nació en Arezzo, Italia, el 15 de julio de 1747. Era descendiente de
una familia nobiliaria, los Redi, y le impusieron en el bautismo el
nombre de Ana María. Los primeros años de su vida fueron premonitorios
de su entrega como religiosa. Tenía inclinación a la contemplación y a
temprana edad se planteaba profundos interrogantes. Su madre le dio
cumplida respuesta a la insistente pregunta que formulaba: «Decidme,
¿quién es ese Dios?», mediante la conocida definición «Dios es amor». La
siguiente cuestión, una vez esclarecido quién era ese Ser que le atraía
irresistiblemente, fue: «¿Qué puedo hacer yo para complacer a Dios?».
Consagró su vida dilucidarlo y a encarnar lo que entendió debía hacer:
la donación perfecta de sí misma.
Desde pequeña tuvo una clara intuición de la virtud que debía
ejercitar, como se aprecia en la conversación que mantuvo con su padre:
«He estado pensando en el texto que se ha predicado el domingo, el del
siervo injusto. Llegamos ante el Rey de los cielos con las manos vacías,
en deuda con él por todo: la vida misma, la gracia, todos los dones que
nos prodiga… Todo lo que podemos decir es: ‘Ten paciencia conmigo, y te
pagaré todo lo que debo’. Pero nunca podríamos pagar nuestras deudas,
si Dios no pone en nuestras manos los medios para hacerlo… Y, ¿cuántas
veces nos alejamos y negamos a nuestro prójimo el perdón por un ligero
error, negando nuestro amor, estando distantes, o incluso criticándolos y
con rencores que enfrían la caridad?».
A los 10 años recaló en Florencia, ciudad en la que permaneció
prácticamente toda su existencia y donde la enviaron sus padres
inicialmente para que recibiese la formación adecuada junto a las
religiosas del convento de santa Apolonia. Fueron siete intensos años de
preparación en los que acumuló grandes experiencias. Era modélica para
sus compañeras que veían refulgir en ella muchas virtudes y cualidades.
Cultura e inteligencia no le faltaron, aunque, con humildad y silencio,
se esforzó por mantener a resguardo de miradas ajenas las dotes
naturales con las que había sido adornada. Cuando regresó a la casa
paterna tuvo una impresión de carácter sobrenatural y entendió que debía
ingresar con las carmelitas.
En 1765, atraída por el texto evangélico: «Dios es amor» (1 Jn 4,16),
entró en el convento de santa Teresa de Florencia. Su acontecer estuvo
signado por el lema: «Escondida con Cristo en Dios». Y este poderoso
anhelo de vivir oculta que anegaba su ser, le llevó a pedir que la
dejaran ser una simple hermana lega. Su argumento era de una claridad
meridiana: «Los méritos de una buena acción disminuyen cuando se expone a
los ojos de otras personas, cuyos elogios, nos halagan o agradan
demasiado nuestro amor propio y orgullo. Por lo tanto, es necesario
hacerlo todo sólo por Dios». Además, ella deseaba «imitar la vida oculta
de la Sagrada Familia, la cual no difería en nada de las otras familias
de la pequeña aldea de Nazaret». Los superiores tuvieron otro juicio. Y
tras el noviciado y la profesión, momento en el que tomó el nombre que
llevó hasta el fin de sus días, fue destinada al coro y a trabajar en la
enfermería. Difundió el amor al Sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen
del Carmen, por la que tuvo especial devoción.
Fue una gran contemplativa y mística. Se ha dicho de ella que
pertenece «a la progenie espiritual sanjuanista más pura. La llama
oscura del amor infuso que la abrasa y la consume, ilumina y dirige toda
la vida, haciéndole tocar las cumbres de la vida trinitaria, desde
donde se abre al más ardiente apostolado contemplativo». Su itinerario
espiritual fue el de una severa ascesis y heroica caridad fraterna,
rubricada por su gran alegría. «Padecer y callar» fue otra de las
consignas que encarnó admirablemente. Se ocupó de disimular sus actos de
virtud y las gracias con las que era bendecida. Tenía espíritu de
sacrificio y amaba profundamente el carisma carmelita al que fue
fidelísima en todo momento; superó con creces el espíritu de la regla.
Su modelo de amor al Sagrado Corazón de Jesús fue santa Margarita María
de Alacoque; siguió sus enseñanzas que la llevaron a incrementar su
unión con la Santísima Trinidad.
Pío XI aludió a la santa con estas palabras: «Esta corta vida es toda
una emulación para cuanto hay de bello, de más elevado y de más
sublime… esa ansiedad, ese arranque hacia horizontes tan esplendorosos,
nos brinda al mismo tiempo con otra visión: La de unos modales y
seriedad angelicales, de una sencillez indescriptible, de una envidiable
ignorancia de sí misma y de la propia grandeza». A su vez, Pío XII
manifestó: «Santa Margarita, ardiendo de amor divino, apareció como con
vida más de ángel que de criatura humana, siendo ayuda de muchas almas
para la consecución de la virtud». Fue siempre de frágil salud, y cuando
tenía 23 años se le presentó una peritonitis, a consecuencia de la cual
murió el 7 de marzo de 1770 teniendo el crucifijo fuertemente asido.
Fue beatificada por Pío XI el 9 de junio de 1929, y él mismo la canonizó
el 12 de marzo de 1934. Su cuerpo se halla incorrupto.
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