«La vida de este franciscano estuvo signada por la penitencia. Fue
especialmente devoto de la Pasión de Cristo y eligió como modelos para
su austeridad y mortificaciones a san Francisco de Asís y a san Pedro de
Alcántara»
San giovan Giuseppe della Croce - (Francesco Carella - 1805- Pinacoteca convento San Pasquale) |
(ZENIT – Madrid).- Aunque desde la infancia su vida estuvo marcada
por signos que revelan una precocidad y profundidad en la experiencia
espiritual inusuales en esa etapa, por la época en la que nació: siglo
XVII, hemos de creer que el relato de su acontecer trazado por los
biógrafos tiene sólidos fundamentos, y no estamos ante una construcción
idealizada, fantasiosa, y alejada de la realidad. Que hay elementos para
corroborar su itinerario lo prueba el ejemplo de una familia tan
religiosa como la suya, forjada con tal mimo por sus padres José
Calosirto y Laura Gargiulo, que cinco de sus hermanos fueron
consagrados. Y él alcanzó las altas cumbres de la santidad. Algo grande
debía haber en ese hogar bendecido de ese modo por Dios.
Carlo Gaetano nació el 15 de agosto de 1654 en Ischia, isla situada a
la entrada del golfo de Nápoles, Italia. Creció en el seno de esta
familia noble y pudiente alimentando su querencia por el silencio y la
oración. Los juegos infantiles no le decían mucho. Prefería acudir a las
iglesias a retirarse a orar. En su tierno corazón ocupaba un lugar
especialísimo la Virgen María y en su honor había erigido un pequeño
altar en su habitación; ante él recitaba el rosario y las letanías. Sus
gestos eran los de una persona abocada de forma natural a seguir a Dios
con signos preclaros de una prematura vocación expresada palpablemente a
todos los niveles.
Su inclinación a la penitencia, uno de los rasgos característicos que
le acompañaron hasta el fin, se puso de manifiesto en esta etapa. Junto
a obras de piedad como dar limosna a los pobres, incluía la
mortificación y disciplinas; se flagelaba llevado por su devoción a la
Pasión de Cristo. Pero como a pesar de la edad de algún modo intuía que
lo esencial es el ayuno de las pasiones, también aprovechaba situaciones
que se le presentaban para crecer espiritualmente. Cuando uno de sus
hermanos le abofeteó, se arrodilló ante él, le rogó su perdón y rezó un
Padrenuestro. Incluso el ornato externo develaba su espíritu austero y
el afán de imitar a Cristo que latía en lo más profundo de su ser. Huía
de la ostentación, aunque la alta posición de su familia le habría
permitido vestir elegantemente.
Los pasos que fue dando estaban perfectamente medidos por el compás
religioso. A los 17 años tuvo claro que habría de consagrarse. Y cuando
se planteó dilucidar en qué Orden debía ingresar dedicó una novena al
Espíritu Santo. Se sentía llamado a formar parte de aquellas que
tuvieran una regla rigurosa, y tomó contacto con Juan de San Bernardo,
un franciscano descalzo perteneciente a los reformados que impulsó san
Pedro de Alcántara. Precisamente Juan provenía de España y había
recalado en Ischia con el fin de establecer allí una nueva rama de la
Orden. Para Carlo el encuentro con este religioso fue completamente
esclarecedor. Él, que ya estaba habituado a la vida de entrega en la que
se hallaba inmerso, cuando vio las virtudes de las que estaba adornado
el franciscano no tuvo duda de que quería abrazarse a ese carisma. Se
dirigió a Nápoles, al convento de Santa Lucía del Monte, donde fue
admitido.
Profesó en 1671 tomando el nombre de Juan José de la Cruz. En él
sintetizaba su devoción a la Pasión de Cristo, a san José y su amor a
san Juan Bautista. Como era previsible, dada su trayectoria, el
noviciado estuvo caracterizado por grandes austeridades y
mortificaciones. Tenía como excelsos modelos a san Francisco de Asís y a
san Pedro de Alcántara. Extremadamente exigente consigo mismo, ayunaba y
se aplicaba cilicios, realizando severas penitencias. El descanso lo
tenía prácticamente postergado. Tan edificante era su vida que en 1674
los superiores lo consideraron más que apto para iniciar una nueva
fundación. Y lo trasladaron a Piedimonte de Afila. La construcción del
convento, ardua labor, fue otra vía para disciplinarse. Acarreó tan
pesadas piedras y se entregó al trabajo con tal brío que su organismo se
dañó seriamente. Comenzó a tener vómitos de sangre, pero la protección
de María que vino en su auxilio le devolvió la salud.
Era tan humilde que se sentía indigno de recibir el sacramento del
orden, aunque lo aceptó por obediencia cuando tenía 23 años. Otro tanto
le sucedió al ser designado confesor y maestro de novicios a los 27.
Como le ha ocurrido a otros santos el rigor disciplinar lo reservaba
para él; a los demás los trataba con delicadeza y bondad actuando
incluso con cierta flexibilidad. Era guardián del convento de
Piedimonte, una misión que desempeñaba admirablemente, pero de nuevo
llevado de su humildad, rogó a sus superiores que le relevaran de la
misión. Su petición fue escuchada. Sin embargo, en 1684 los componentes
del capítulo provincial volvieron a encomendarle esa responsabilidad. No
fue la única. En 1690 le nombraron definidor de la Orden. Silencio y
recogimiento eran las divisas de vida que difundió entre sus hermanos
extremando el cumplimiento de la regla, que personalmente había acatado
siempre con toda fidelidad. Quería que la casa excediese en rigor a la
fundada en Extremadura, España, por san Pedro de Alcántara.
Su vida ascética estuvo marcada por grandes pruebas. Le asaltaron
oscuridad y dudas que sufrió pacientemente. Dios le bendijo con
numerosos favores. Su primer arrobamiento fue un éxtasis integral que le
mantuvo suspendido en el aire mientras se hallaba en la capilla de
Piedimonte celebrando un oficio. A éste le sucedieron otros muchos. En
algunos se le concedió tomar al Niño Jesús en sus brazos. De María
recibió distintas locuciones en diversas apariciones suyas. Fue
agraciado con los dones de bilocación, profecía y milagros. En los
últimos 30 años de su vida no ingirió vino, agua, ni otra bebida. Ni su
avanzada edad ni su delicada salud fueron motivo para que moderase sus
penitencias, como le sugirieron. Le fue dada a conocer de antemano la
fecha de su muerte que se produjo el 5 de marzo de 1734. Tras el deceso
se apareció a varias personas. Fue canonizado por Gregorio XVI el 26 de
mayo de 1839.
in
Sem comentários:
Enviar um comentário