«Este jesuíta, evangelizador de Canadá, sufrió uno de los más atroces
martirios que se conocen a manos de un grupo de iroqueses. Dispuesto a
morir por Cristo había redactado su voto de martirio que recitaba
diariamente ante la Eucaristía»
Santuario de los mártires canadienses, en Midland, Ontario (WIKIPEDIA) |
(ZENIT – Madrid).- «No moriré sino por ti Jesús, que te dignaste
morir por mí […]. Prometo ante tu eterno Padre y el Espíritu Santo, ante
tu santísima Madre y su castísimo esposo, ante los ángeles, los
apóstoles y los mártires y mi bienaventurado padre Ignacio y el
bienaventurado Francisco Javier, y te prometo a ti, mi Salvador Jesús,
que nunca me sustraeré, en lo que de mi dependa, a la gracia del
martirio, si alguna vez, por tu misericordia infinita me la ofreces a
mí, indignísimo siervo tuyo…». Ardientemente suplicó y recibió Juan esta
gracia del martirio a la que fue fidelísimo, sufriendo uno de los más
espantosos que se conocen.
Pertenecía a una acomodada familia de terratenientes. Nacio en
Condé-sur-Vire, Normandía oriental, el 25 de marzo de 1593. Allí
imperaba el calvinismo, pero los suyos profesaban la fe católica. Cursó
estudios de filosofía y teología en la universidad de Caen. A los 21
años entró en una vía de discernimiento vocacional. Se dispuso a
ingresar en la Compañía de Jesús, pero asuntos familiares le obligaron a
posponer su incorporación hasta 1617. Tenía 24 años. Realizó el
noviciado en Rouen donde se le consideró como una vocación tardía. Su
dificultad para asimilar las materias se contrarrestó con una formación
personalizada.
Profesó en 1619 y fue destinado a la docencia. Contrajo la
tuberculosis y tuvo que abandonar las aulas. Su estado era tan grave
que, ante el riesgo de muerte, el provincial propició su ordenación en
1622. La mejoría fue tal que ese mismo año reanudó con brío las misiones
que le encomendaron: ayudante de ecónomo del colegio y después ecónomo
titular. Bajo su responsabilidad tenía 600 alumnos. Más tarde, por
indicación del provincial de Francia, asumió las misiones de la Nueva
Francia. La noticia, tan querida como inesperada, le llenó de alegría.
Sabiendo que los franciscanos requerían la presencia de jesuitas para
atender las fundaciones de Canadá, aún pensando que su ofrecimiento no
sería acogido, se prestó para viajar a ese país.
En 1625 partió a la misión de Quebec acompañado de dos religiosos.
Unos meses más tarde, después de haberse familiarizado con la lengua de
los algonquines, se apresuró a evangelizar a los hurones. Informado de
la alta peligrosidad de la zona, no temió por su vida y se estableció en
el lugar. Desde allí extendió su radio de acción a otros lugares
habitados también por los hurones. Fue una etapa de profunda actividad y
esfuerzo que le permitió asimilar sus condiciones de vida y costumbres,
acogidas por él como si fuera uno de ellos. Realizó viajes extenuantes
por bosques y lagos, soportó inclemencias, plagas, falta de higiene de
los indios, y muchos problemas de distinta índole. Otros religiosos no
fueron capaces de integrarse y regresaron. Al final se encontró solo,
pero se mantuvo firme en su misión. Sus ansias martiriales, vinculadas a
su celo apostólico, seguían intactas: «Dios mío, ¡cuánto me duele el
que no seas conocido, el que esta región extranjera no se haya aún
convertido enteramente a ti, el hecho de que el pecado no haya sido aún
exterminado de ella! Sí, Dios mío, si han de caer sobre mí todos los
tormentos que han de sufrir, con toda su ferocidad y crueldad, los
cautivos en esta región, de buena gana me ofrezco a soportarlos yo
solo».
En 1629 tuvo que retornar a Francia, momento en el que emitió sus
votos perpetuos. Develan irrevocable fidelidad: «Sea yo destrozado antes
de violar voluntariamente una disposición de las Constituciones. Nunca
descansaré, jamás he de decir: basta». En 1633 regresó junto a los
hurones de Ihonatiria. Fundó la Misión de San José y emprendió otra
intensa labor apostólica. Tres años más tarde, los frutos eran visibles.
Pudo enviar a 12 jóvenes hurones a Quebec para ser educados en la
Misión de Nuestra Señora de los Ángeles. Pero se desencadenaron varias
epidemias, que una parte de los hurones achacaron a la presencia de los
misioneros, por lo que fueron amenazados y Juan pensó que podría morir.
Cuando se desató una de ellas en San José, el único que se mantuvo
indemne fue él, que había desafiado a los hechiceros. En 1637 fundó en
Ossosané, la capital hurona. Nueva plaga, en este caso de viruela,
contribuyó a incrementar la hostilidad. El convencimiento de la gente
era que los «sotanas negros» ocasionaban tales desgracias. Juan escribió
su voto de martirio que recitaba todos los días en la misa. Parte de la
población le quería. Por eso, en febrero de 1638 fue nombrado jefe
hurón. Siguió un periodo de altibajos en lo que concierne a las
bendiciones apostólicas hasta que en una de sus misiones sufrió una
caída y regresó a Quebec.
En 1641 fue nombrado superior de Sillery. Hasta allí llegaron
evidencias de los atroces martirios contra los hermanos que había
enviado a evangelizar. Las huellas de las torturas de los que regresaban
con vida eran estremecedoras. Juan, vertiendo sus lágrimas por ellos,
siguió incansable, impulsando las misiones. Diez intensos años de
entrega entre los indígenas en los que había administrado el bautismo a
50 personas le permitían trasladar con propiedad a sus superiores esta
impresión: «Este campo de misión tendrá su fruto más tarde, pero solo
mediante una paciencia casi sobrehumana». Volvió con los hurones en
1644. Y cuando llevaba veinte años en la región, encontró la palma del
martirio. Sucedió en 1649. Después de fundar en el territorio de los
iroqueses, muchos de los cuales le perseguían a él y a la comunidad, un
grupo de ellos le apresó en la Misión de San Luís.
Los suplicios fueron terribles. Él oraba: «Jesús, ten misericordia»;
mientras, los hurones respondían: «Echon (era el nombre que le daban),
ruega por nosotros». Su valentía ante tanta crueldad hizo creer a los
feroces verdugos que estaban frente a alguien que excediendo con creces
lo humano se hallaba cerca de lo sobrenatural. La tarde del 16 de marzo
de 1649 expiró. Pío XI lo canonizó el 29 de junio de 1930 junto a varios
misioneros jesuitas. Fueron declarados patronos de la evangelización de
América del Norte.
in
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