«Su experiencia personal de dolor, con una pierna amputada, graves
problemas familiares, y soledad le dispusieron para acoger la Obra a la
que Dios la había destinado: ser consoladora de las ancianas y de las
personas afligidas»
Santa Genoveva Torres Morales (Fto. Facebook Religiosas Angélicas) |
(ZENIT – Madrid).- Originaria de Almenara, Castellón, España, nació
el 3 de enero de 1870. De familia humilde, desde temprana edad
experimentó el dolor de la separación de sus padres y cuatro de sus
cinco hermanos. Entonces tenía 8 años y, de la noche a la mañana, tuvo
que afrontar con decisión y madurez el cuidado de la casa y de su
hermano. La catequesis era el único momento de esparcimiento que cabía
en su vida. Tanto peso y esfuerzo le pasaron pronto la factura. Enfermó
gravemente y ofreció a Cristo sus intensos dolores. Nada pudo hacerse
por su pierna izquierda ya que cuando los familiares se dieron cuenta
solo cabía su amputación. La intervención se efectuó sin anestesia.
Estuvo a punto de morir, pero esa experiencia hizo de ella una mujer
abnegada y paciente en el dolor, alegre, generosa y desprendida, deseosa
de cumplir la voluntad de Dios; y lo hizo con piedad y buen humor, sin
queja alguna. Durante años todo su quehacer fue doméstico, amasado en
rezos y lecturas espirituales. Una funesta caída en 1885 cubrió su
cuerpo de llagas. Entonces su hermano, que había enviudado y contraído
nuevas nupcias, se separó de ella para no importunar a la esposa que no
deseaba hacerse cargo de Genoveva.
De modo que tenía 15 años cuando ingresó en la «casa de Misericordia»
de Valencia de las Carmelitas de la Caridad. Nueve años más tarde
mostró su deseo de formar parte de la comunidad, pero no fue admitida a
causa de su imposibilidad física. Dios le tenía reservado fundar otra
Orden. Tuvo en cuenta el gravísimo y doloroso problema de la soledad y
el abandono que frecuentemente acucia a personas de edad avanzada que, o
bien no tienen familiares o no hay quien quiera hacerse cargo de ellas.
Así pues, persiguiendo la voluntad de Dios, y sin haber intentado
ingresar en ninguna otra Orden, dejó el orfanato y se trasladó a un
domicilio junto a dos compañeras con las que comenzó a ejercitar obras
de piedad. Con la costura se procuraba el sustento, hasta que en 1911
abrió una casa para acoger a mujeres que vivían en soledad.
Contribuirían con su pensión y recibirían un trato delicado lleno de
atenciones.
Sustentaba la Sociedad Angélica la adoración nocturna
de la Eucaristía. De esta obra la designaron directora, pero ella se
decía a sí misma: «¿Quién soy yo? Más nada que nadie». Estaba convencida
de que la Obra precisaba «un gigante de mujer con corazón de hombre».
La humildad era su corona. Y aunque no se sintiera digna de asumir esa
misión, lo cierto es que la fundación se extendió por Madrid, Barcelona,
Bilbao, Santander, Pamplona y otras Provincias. En 1915 comenzaron a
profesar privadamente. Y en 1925 la primitiva Sociedad Angélica fue
erigida Instituto religioso diocesano, profesando Genoveva junto a 18
religiosas ante el arzobispo de Zaragoza, donde quedó fijada la sede
generalicia, hallándose al frente de ella como madre general. Acompañó,
confortó y animó a sus hijas durante la Guerra Civil española, y dio
cobijo en la casa de Valencia a muchas personas que pudieron perder la
vida. Llena de confianza y con gran decisión impulsó la recuperación de
las casas que habían sido afectadas por la contienda, sacándolas
adelante.
Fomentó el amor a la Eucaristía, se entregó por entero a
los demás, y logró que las residencias de mayores se convirtieran en un
remanso de paz para todas las mujeres solitarias y afligidas a las que
acogieron. Decía: «No damos prueba de que amamos a Dios, si por una
pequeña dificultad dejamos de servirle con fidelidad. Para hacer frente a
las dificultades es necesaria la fortaleza». Había tenido siempre el
consuelo de la oración, a la que se sentía inclinada: «Por la gracia de
Dios siento atractivo para orar y por intercesión de la Santísima Virgen
pido a Dios que me acreciente más y más este atractivo. Porque, si bien
por la misericordia de Dios todo lo creado me lleva a El, lo saqué de
la constancia en la oración en medio de las dificultades y miedos para
tenerla». En 1953 la obra obtuvo el «Decretum Laudis» en Roma. Ella cesó
en sus funciones en 1954 y se puso a merced de la nueva madre general. A
lo largo de 1955 sus escasas fuerzas iban decayendo y, tras un ataque
de apoplejía que le sobrevino en Navidad y del que mejoró
transitoriamente, murió en Zaragoza el 5 de enero de 1956. Fue
canonizada en Madrid por Juan Pablo II el 4 de mayo de 2003.
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