«Esta heroína de Molokai unió su amor a los enfermos al del padre
Damián, que se hallaba gravemente enfermo cuando llegó a la isla.
Valiente, generosa y sensible, hizo de aquél mundo de sufrimiento un
escenario de paz, belleza y esperanza»
Santa Marianne Cope |
(ZENIT – Madrid).- El lamento de los débiles convierten en suyo los
santos, desafiando obstáculos y riesgos, con la mirada puesta en Dios y
la sensibilidad a flor de piel por toda deficiencia humana, lo que les
lleva a actuar con premura en servicio del prójimo. No hay otro modo de
transitar si verdaderamente se aspira a la unión con la Santísima
Trinidad. Marianne –Bárbara de nombre de pila– emuló al padre Damián de
Veuster (san Damián de Molokai) ayudándole, y secundándole de forma
admirable en su labor cuando él falleció. De origen alemán –había nacido
el 23 de enero de 1838 en Heppenheim, Hessen-Darmstadt, Alemania–,
cuando tenía corta edad, sus padres que habían sido agricultores se
trasladaron a Útica (Nueva York) y se convirtieron en ciudadanos
americanos. Bajo el apellido Cope, Marianne se formó y trabajó como
obrera en una fábrica durante más de una década. Poseía muchas
cualidades, visión y capacidad organizativa, junto a una incontestable
vocación por los desfavorecidos, los enfermos y débiles. Era una
adolescente cuando se propuso ingresar en la vida religiosa. Pero tuvo
que esperar. Ser la primogénita de una familia con dos discapacitados
–ambos progenitores–, y tres pequeños hermanos a su cargo, le impusieron
un compás de espera de nueve años, en el transcurso de los cuales
aguardó llena de confianza y paciencia, haciendo gala de esa alegría que
caracteriza a los apóstoles de Cristo.
A los 24 años se integró en una rama de las Hermanas de San Francisco
de Filadelfia. Y dado que el carisma estaba en la enseñanza de los
hijos de inmigrantes alemanes –como había sido ella– volvió a sus
orígenes aprendiendo alemán y poniéndose al frente de nuevos centros
docentes. Activa y clarividente fue un puntal en el gobierno (designada y
reelegida superiora) en una época de gran fecundidad apostólica para su
comunidad, que impulsó una cincuentena de centros hospitalarios,
algunos de los cuales llegaron a gozar de gran prestigio, categoría que
ostentan en la actualidad los de Santa Isabel de Útica (1866) y el de
San José de Syracuse (1869). Dotados de medios inusuales sumamente
apreciados por los ciudadanos, cualquier enfermo, sin distinción alguna,
podía acceder a ellos. La sombría apreciación de quienes tienden a
buscar lo negativo y congelan el aliento cuando se trata de ensalzar lo
positivo perseguía a Marianne, que atendía con exquisita delicadeza a
los alcohólicos y a las madres solteras, sin descuidar ni un instante a
los más desfavorecidos de la sociedad.
Cuando en 1883 supo que buscaban enfermeras para atender a los
leprosos en Hawai, se ofreció sin dudarlo: «No tengo miedo a la
enfermedad. Para mí será la alegría más grande servir a los leprosos
desterrados…». Superaba el medio centenar de comunidades religiosas que
fueron reticentes a esta llamada del rey Kalakaua. Impactada por las
deficiencias que halló en la leprosería de Kakaako (Honolulú) modificó
sus planes que la hubieran llevado a Syracuse. Su presencia fue una
gracia para todos los enfermos. Contó con el apoyo del gobierno que le
propuso abrir un hospital general en Maui. Bajo la poderosa convicción:
«Solo por Dios», se ocupó de que no les faltase nada ni a los leprosos
ni a sus hijos en una admirable labor por la que fue condecorada por el
monarca hawaiano.
En 1888 al clausurarse el hospital de Oahu los enfermos tenían que
ser asistidos en Molokai. Allí se encontraba el padre Damián. El santo
había contraído la lepra en 1884 y cuando llegó Marianne solo le
quedaban cinco meses de vida. Ella fue el alma mater de la isla de
Kalaupapa durante treinta años en los que se desvivió por los pacientes,
que quedaron bajo su amparo tras el fallecimiento del religioso en
1889. Justamente en ese momento le ofrecieron regresar a Syracuse, pero
se negó. Y realmente fue una bendición para los enfermos. Hombres,
mujeres y niños tuvieron en esta valerosa mujer el consuelo y ayuda que
la sociedad les negó. Dio un vuelco al escenario en el que se
desenvolvía su drama cotidiano. Y junto con la dignidad de trato que
nunca les faltó, convirtió el árido entorno en un vergel cuajado de
árboles y delicadas flores que contribuían a sobrellevar tanto
sufrimiento. En este paisaje amable que había brotado de su sensibilidad
por la belleza, introdujo pulcritud y espacio para la distracción de
aquel colectivo. Los niños recibían formación y muestras de ternura a
raudales.
La inquietud por todos a quienes llevaba el amor de Dios, se tradujo
también en un insistente clamor para que se respetaran los derechos de
los menores, petición que fue escuchada por el gobierno. Alzó su voz con
fuerza para exigir comida y medicación para los enfermos; hizo
construir un hospital para mujeres, e impulsó el «Memorial Hospital» de
Maui. Lavanderías, iglesias, colegios, talleres de costura, y
manualidades fueron también objeto de su quehacer.
Cuando el escritor Robert L. Stevenson llegó a Hawai y vio la labor
que hacía la santa y las religiosas que la secundaban quedó conmovido.
Les dejó como obsequio un piano para que la música entrara en tan
doloroso ambiente, y además, les dedicó un poema sobre la compasión,
cuya conclusión es que «solo un mundo necio puede negar a Dios».
Marianne falleció el 9 de agosto de 1918 cuando tenía 80 años de edad.
Con humildad y sencillez había escrito: «No espero un lugar elevado en
el cielo. Estaré muy agradecida de tener un rinconcito donde pueda amar a
Dios por toda la eternidad». Fue beatificada por Benedicto XVI el 14 de
mayo de 2005. Y él mismo la canonizó el 21 de octubre de 2012. El
Martirologio la incluye el 9 de agosto, fecha de su muerte, pero en
Estados Unidos se la recuerda en el día de hoy.
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